Desde Salta
En todas las culturas, las máscaras siempre tuvieron un propósito que trascende lo meramente estético, sobre todo dentro del universo del ritual. La cultura chané, con fuertes lazos con la guaraní, no es la excepción.
Alejada de la civilización, sin acceso a internet y a veces hasta de la ruta, ya que está asentada en una región donde en los meses cálidos se anegan los caminos y se hacen intransitables, una comunidad originaria poco conocida, los indios chané, siguen perpetuando un saber hacer ancestral absolutamente original de nuestro territorio, que además tiene como objetivo el respeto por la mujer y la naturaleza.
En amenaza constante por el desmonte y el avance de la frontera agropecuaria, que pone en riesgo la vida del monte y su sustento, esperan ser parte del proyecto que gestiona Bosques Nativos y Comunidad, para no sufrir el desarraigo que aqueja a la mayoría de los pueblos originarios.
Así, cuentan hoy los descendientes de los primeros caciques que las máscaras se hacen antes del carnaval, con el fin de exorcizar males y concientizar. Cuando en el monte florece el taperigua (Cassia carnavalis), entre los meses de enero y febrero, ellos inician la celebración del Areté (la “verdadera fiesta” o “el verdadero tiempo”), que proseguirá hasta que las flores del árbol comiencen a marchitarse (alrededor de 40 días después). En la última jornada del Areté aparecen Yagua (el jaguar) y el toro, que terminarán enfrentados, en medio de un ruedo de enmascarados, en una pelea (mezcla de danza y pantomima) que finaliza cuando el jaguar carga al toro en sus espaldas y preside al grupo que se dirige hacia un río en el cual destruirán sus máscaras.
“El día del entierro del carnaval bailamos de casa en casa para que se lleve toda la enfermedad del lugar y luego la tiramos al río”, cuenta Genaro López, de 64 años, mascarero desde los 8. Genaro habla específicamente de una máscara, el Pim Pim, que se llama así en alusión al sonido del cajón que usan para tocar, con plumas y rostro de mujer.
“A ellas les debemos todo. La unión, el hogar, los hijos y no siempre se las valora como se debe”, suma René Castro, otro reconocido mascarero ocupado de transmitir estos conocimientos de generación en generación en tributo a su abuelo. “Así, cuenta la leyenda –continúa– que el hijo de un cacique soñó hace tiempo con una rata y un zorro. La rata era la flauta y el zorro el cajón. En ese tiempo se guerreaba mucho entre las tribus, justamente por los territorios y las mujeres. Los animales, que todo lo ven y lo saben, le pidieron al hijo del cacique que dejáramos de pelear. Ahí nace el sonido, en nuestra lengua, vocapoy, que significa soltar armas. Los animales nos indicaron que nos dedicáramos a nuestras artes”.
Desde entonces continúan haciendo las máscaras, y basta acercarse a la comunidad para que al enterarse de la llegada del visitante, salgan de todas las casas, hombres y mujeres, de distintas edades, a ofrecerlas en los más variados tamaños.
Un saber hacer muy particular, exclusivo de su etnia, que hoy es el sustento de varios artesanos, especializados en figuras de todo tipo: animales del lugar como loros, tucanes, búhos, perros, conejos, yaguaretés, lechuzas, serpientes, jaguares, tigres y pumas, que luego, en el taller, dibujan con una maestría excepcional.
Las máscaras se tallan en palo borracho o “yuchán”, al que denominan samóu, ya que es una madera blanda, del que sacan sólo una parte que les sirve para ahuecar y tintes naturales que obtienen de piedras del río y flores del lugar. Trabajan siempre, y aquí otro de sus grandes legados, pidiéndole permiso a la naturaleza, no por asalto, como aclaran. “Hace tiempo sufrimos los problemas que acarrea el desmonte, que hacen particulares o empresas. Botan todo a su paso, transformando nuestro ecosistema. Nosotros caminamos muchos kilómetros por semana para elegir partes de árboles en las que podamos trabajar sin dañarlos y duele mucho ver cómo, en la destrucción que ocasiona el desmonte, se matan otras especies y se destruyen nidos y hogares de todo tipo de animales. Este bebé de lechuza, por ejemplo –cuenta uno de los artesanos mostrando una máscara–, lo hice al descubrirlo en el campo, llorando, sin su madre. La construí y pinté para conservar su espíritu”, remata Castro.
El mascarero insiste en que no vende madera: “Yo vendo naturaleza. Mis animales son una advertencia en sí misma. Transmiten este mensaje a través de su energía y su mirada. Ellos protegen de otro tipo de animales que pueblan las ciudades”. Por eso las máscaras chanés llevan el nombre genérico de aña-aña, que significa espíritu.
Como otros pueblos originarios, siguen peleando por sus tierras, una pequeña porción del Chaco Salteño cerca de la ciudad de Tartagal. Una zona cercada por ríos y selva donde yacen sus ancestros y que guarda todo su acervo material e inmaterial. Trabajan en ingenios, fincas, aserraderos e inclusive en YPF. Muchos habitan en tierras fiscales aún no definitivamente asignadas a quienes fueran sus más remotos dueños, insistiendo en que se respeten sus derechos: la posesión de la tierra también permite perpetuar este saber hacer, tan original y además portador de un mensaje de respeto y defensa de la naturaleza.
“La mejor forma de cuidar nuestros bosques es fortalecer a las comunidades que los habitan. El proyecto Bosques Nativos y Comunidad impulsa el uso racional de los bosques y fortalece a las comunidades para que puedan permanecer en sus territorios, con el sustento de los bienes y servicios que estos ofrecen”, cuenta Horacio Levit, director ejecutivo del proyecto.
Mediante un crédito de 58,7 millones de dólares otorgado por el Banco Mundial, se busca fomentar el aprovechamiento productivo a través de la implementación de planes de manejo forestal sustentable, que beneficien a pequeños productores, comunidades originarias y campesinas de Chaco, Santiago del Estero, Salta, Jujuy y Misiones.
El proyecto alcanza a unos 150.000 beneficiarios, que accederán a obras, bienes, equipamiento, capacitación e información. Los chané buscan ser parte. Y lo merecen.