En 1975, Angola se declaraba independiente de Portugal luego de trece años en guerra. Lo que le seguía a ese grito de triunfo era la historia repetida del poscolonialismo en el tercer mundo: una de las más sangrientas guerras civiles impulsadas por los imperios en pugna. Apenas ganada la guerra contra Portugal, el MPLA (Movimiento Popular de Liberación de Angola) pronto se vio asediado por facciones de derecha manipuladas por la CIA, mientras recibía apoyo de Cuba y la ex Unión Soviética. Fue una de las guerras civiles más largas en el continente africano y en la que, como ocurrió el en resto de los países, el enfrentamiento entre etnias fue la llave maestra con la que Estados Unidos entró en escena, en un año de pleno recrudecimiento de la guerra fría. José Eduardo Agualusa era un adolescente cuando el país se convirtió en un campo de batalla, y ser hijo de colonos blancos portugueses le otorgó el salvoconducto para dejar atrás la guerra civil y estudiar agronomía en Portugal, mientras comenzaba su carrera de escritor como poeta. Hoy es uno de los narradores más prestigiosos de lo que se conoce como la “nueva literatura africana”, recibió el premio literario RTP por Nación Criolla en 1997 y el Independent Fiction Prize en 2004 por su novela El vendedor de pasados, que fue llevada al cine por Lula Buarque de Hollanda. Agualusa residió en Río de Janeiro hasta el 2004, año que decidió volver a Angola para radicarse y fundar la editorial Língua Geral, dedicada a publicar exclusivamente a autores de la lengua portuguesa. En Teoría general del olvido, así como en la mayor parte de su obra, Agualusa vuelve al tiempo y al lugar del que se autoexilió: la Angola de la guerra civil posrevolucionaria.
Y lo hace con un relato que cruza al género narrativo con el epistolar, a la poesía con el diario íntimo, en una construcción de trama que se puede pensar como deudora del realismo mágico latinoamericano a la vez que se propone, ya desde el título, dialogar en frecuencia borgeana sobre el tema de la memoria y el olvido. Y eso no es todo: con esta novela suma material a los debates siempre vigentes de la teoría de la literatura poscolonial, al problematizar la idea de frontera étnica, geográfica y lingüística. El protagonismo dentro de esta novela también es un territorio en disputa, porque Agualusa crea una trama expansiva, con múltiples personaje que entran y salen de escena hasta que finalmente terminan convergiendo en la historia de Ludovica, que si bien es central porque cierra y abre el relato, comparte tanto en hondura como en longitud, el pathos narrativo de la novela con los demás personajes. Ludovica es una mujer en pánico que se encierra durante más de treinta años en su propia casa y para sobrevivir consume todo lo que hay dentro de ella. Al llegar la independencia, los colonos se vuelven a Portugal y la mujer levanta una pared en la puerta de su departamento en el último piso del Edificio de los Envidiados. Desde esa vista panorámica observará la Historia que pasa frente a sus ojos allá abajo, en las calles de Luanda.
Ludovica es Robinson Crusoe dentro de su departamento. Con la única compañía de Fantasma, su perro, tendrá que aprender a sobrevivir con el ingenio de un náufrago, intentando llevar cuenta de los días y de las horas, comiendo los frutos de su cultivo y de su caza, y escribiendo primero en hojas y luego ya en las paredes sus reflexiones sobre la naturaleza humana, la posibilidad de que el sueño modifique la vigilia, o sobre el oficio de escribir.
Las voces de esa biblioteca quemada hablan de los mundos de Jorge Amado, de Cabrera Infante y de James Joyce, todos escritores de islas -si se piensa a la lengua de Amado como una isla dentro de un continente de escritura hispana-. Las voces de esta imponente biblioteca en tres idiomas se mezclan con las del pueblo angoleño en la novela, y gracias a la traducción cuidada y rigurosa de Claudia Solans las imágenes que crea Agualusa, tan ricas en sonoridad, pueden también apreciarse en su cruce al español.
Nuestro cielo es vuestro suelo. El primer capítulo de la novela se titula con las palabras que el hombre negro le dice a Ludovica en un sueño de la infancia. Se lo dice en una lengua extraña que ella tal vez no llegue a entender del todo, él le habla desde los túneles subterráneos donde viven los esclavos, alimentados por la basura que ellos desechan por los desagües. Las multitudes pasan por debajo de su casa de blancos, y ese túnel es frontera y es guarida, una sombra que late bajo tierra. La voz del hombre llega en un murmullo de entre lenguas: tu suelo es mi cielo, le dice, y Ludovica ya no sabrá si su infierno pasa durante la vigilia o durante el sueño. Afuera, la revolución se alza y se degrada, consumiéndose a sí misma con la lógica opresiva de los colonizadores, mientras puertas adentro, la mujer se encierra y se consume por su propio miedo a la otredad. En Teoría general del olvido, los cuerpos también se revelan como frontera interna de “lo otro”: Ludo está encerrada en su propio cuerpo, víctima de una violación. La doble figura de la otredad: la otredad de ser mujer, la de ser indígena colonizado, extraído de la comunidad de pertenencia. Entonces así como a Jeremías, un ex mercenario perseguido cuando triunfa la revolución, lo salva una tribu kuvale que lo acoge y le devuelve algo de la identidad alienada, Ludovica encontrará su alivio cuando un joven huérfano irrumpa dentro de su casa. El otro se convierte así en la única liberación posible.
A Agualusa le gusta pensar a esta novela como una historia de redenciones: “Era un adolescente de ojos muy verdes, una cabellera indómita, agarrada a una cola de caballo. Una de esas figuras que en Angola es costumbre llamar fronteras perdidas, porque a la luz del sol parecen blancos y en la penumbra se revelan, al final, amulatados; de donde se concluye que, a veces, las personas se conocen mejor lejos de la luz”.