Si el mundo perdió toda sutileza, le hablaré al mundo en su mismo idioma: tal parece ser la premisa que tuvo como hilo conductor Roger Waters cuando planeó los shows de su gira Us + Them, que lo trajo a tocar a la Argentina y con la que dio dos shows en el Estadio Único de La Plata (el segundo de ellos, el de anoche). Sin embargo, la sutileza abandonada en el desarrollo de los shows con los que Waters decidió apuntar con la música al seno de sus enemigos más acérrimos –sintetizados en la persona del actual presidente de Estados Unidos, Donald Trump–, se hizo carne y música en la coda del recital, cuando a la hora de los bises subió al escenario León Gieco a cantar “La memoria”. Entonces la parafernalia sonora y visual del británico quedaron en pausa, y bastó un hombre con una guitarra y una armónica en un escenario con luz plena –esa imagen aparentemente tan sencilla– para producir un momento de inolvidable potencia.
Lo que grabó Gieco en 2001 para Bandidos Rurales no es cualquier canción: es uno de sus símbolos, una de esas raras perlas que suspenden el tiempo entre la belleza de lo que suena y la intensidad de sus palabras. Lo sorprendente del primer show de Waters en La Plata fue que de la nada hiciera sonar a un artista argentino en su celular para todo el estadio, pero no la elección del músico y la melodía: lejos de ser un extraño para artistas de otras latitudes, León no solo tocó con todos en la música popular argentina sino que ha grabado con Pete Seeger y cantado con Joan Baez, ha sido celebrado por David Byrne, fue invitado especialmente por U2 para hacer “Solo le pido a Dios” en el mismo Estadio Unico y recibió el tributo de Bruce Springsteen difundiendo un video con su versión de ese mismo clásico.
Hay algo en la música de Gieco, y en “La memoria” en particular, que hace resonar fibras íntimas de artistas que quizá no comparten el idioma ni la cultura (en todo caso, sí su cultura rock), pero los identifica una postura frente al mundo y sobre todo frente al poder. Algo les sucede que hace que deseen el encuentro artístico no desde la demagogia localista sino de una pasión real. De hecho, el cruce en escena estuvo sin confirmar hasta la tarde misma del show, pero el deseo de ambos artistas (y las gestiones de amigos comunes a León y Daniel Grinbank, productor del concierto) terminó acomodando las cosas. El mismo Waters solicitó que no hubiera un batallón de fotógrafos registrando el encuentro, tratando de preservar el tono intimista.
“Me pongo este pañuelo porque apoyo la lucha por los derechos de las mujeres”, dijo Waters luego de presentar a la banda, mientras se ataba el emblema verde de la Campaña por el Aborto Seguro, Legal y Gratuito al cuello. “Hicimos un show hace unos días y durante ese show, pasaron algunas cosas. Una fue que saludé a algunas madres de soldados que fueron enterrados sin identificar en el cementerio de Malvinas. Hoy también hay algunas de ellas aquí, así que quiero decirles que son bienvenidas. Madres de Malvinas: las queremos y compartimos su dolor. Otra cosa que pasó fue que mencioné que alguien que es un gran héroe para mí no había podido presentarse para tocar con nosotros. Un gran músico argentino llamado León Gieco. Lo que hice en esa oportunidad fue pasar un par de estrofas de una canción suya con mi iPhone. Es una canción que habla de otras madres: las Madres de Plaza de Mayo”, contó, y entonces fue el momento de la invitación al escenario: “Es importante no olvidar jamás esos días ni a los desaparecidos”, agregó Waters, visiblemente conmovido por lo que sabía que estaba por ocurrir: “Pasemos a la parte agradable, estoy feliz de decirles que León Gieco está aquí”.
La ovación que ganó todo el estadio le dio un marco ideal al momento en que el ex líder de Pink Floyd dio un paso atrás y se ubicó detrás de Gieco, para escucharlo y dejarse movilizar por esa música tan despojada como desbordante de significado. Arengando al público con sus brazos, moviendo los labios en pasajes de la letra, Waters dejo así el protagonismo en la figura de León, que terminó y, visiblemente emocionado por otra atronadora respuesta del estadio, se saludó con su anfitrión y salió apretando el paso.
Antes y después, el show fue la muestra de que, en un momento en el que el mundo se transforma cada vez más en un lugar hostil, embrutecido, achatado y peligroso, Roger Waters sabe que cuenta con un arma masiva de llegada a miles, millones: el arte. Porque el arte siempre es político, ya que, por acción u omisión, siempre está diciendo algo. El tema es cuántas capas de decodificación tenga, cuánto ponga el artista a trabajar a su público para desenmarañarlas. En otro momento, la herramienta creativa más utilizada por el músico fue el concepto: la construcción de ese “otro” al que se enfrentaba tomó la forma de la locura, la maquinaria de la industria musical, la soledad de la estrella de rock alienada y la guerra, sucesivamente, en los discos de Pink Floyd de la “era Waters”. “¿Es esta la vida que realmente queremos?”, inquiere el músico desde el título de su último disco, de 2017. Entonces, sí: la acción efectiva, la palabra que no esconde, la marca sin mediaciones de lo que está bien y lo que está mal se instalan aquí desde el vamos. Es en la puesta en marcha de la parafernalia del espectáculo donde, quizás, en pos de dejar bien clarito eso que viene a decir, el mensaje se torna poco sutil. Sin embargo, la sutileza puede llegar desde la imagen más literal del mundo, la menos modificada, la más directa.
La lista de temas del show de Waters fue la misma que la del martes pasado, con excepción, claro, de “La memoria” por Gieco, y “Wait for Her”, que reemplazó a “Mother” en los bises y que fue presentada por Waters como esa lectura del amor que lleva la capacidad de amar mucho más allá del amor romántico: al amor a los otros y a la posibilidad de ponerse el lugar de los demás. “Si alguna vez en la vida lográs enamorarte, si sos bendecido con ese sentimiento de amor que te atraviesa y atraviesa tus emociones, estás tocando partes de tu corazón y eso significa que podés liberar la capacidad de empatizar con otros. Es muy importante: es lo que todos necesitamos hacer. Preocuparnos por nuestros niños, por los niños de nuestros amigos, por los hijos de las Madres de Malvinas, necesitamos preocuparnos por todos los niños de todo el mundo sin importar su nacionalidad, etnia o su religión”, dijo el músico británico. La canción, incluida en Is This the Life We Really Want?, está escrita sobre la base de un poema del poeta palestino Mahmoud Darwish.
Las luces del Estadio Único se apagaron a las 21.30, pero desde mucho antes, la enorme pantalla que presidió el escenario mostraba la imagen de una mujer de espaldas, sentada sola en la playa, observando el mar. El sonido de las olas y del viento, y esa foto profunda de cámara fija, se rompió al mismo tiempo en que el cielo celeste y diáfano de esa playa perdida vaya a saber dónde se fue poniendo rojo desde los extremos para implosionar dentro de la imagen: esa paz no es tal. Y entonces “Breathe” abrió camino a una primera parte en la que todavía quedaba algo de lugar para la metáfora y el juego abstracto de la música con la imagen. “One of These Days” (único tema de Meddle incluido en la lista), con un punteo de guitarra de Dave Kilminster sobre la pantalla enrojecida, fue un momento en el que más de uno habrá podido sentir al fantasma de la locura respirarle bien cerquita de la oreja. Siguió “Time”, con Waters y Jonathan Wilson en las voces, y un solo arrogante y ruidoso de Kilminster que vino a recordar que en definitiva, lo que estaba ocurriendo era un recital de rock.
Con “The Great Gig in the Sky” las chicas de Lucius, Jess Wolfe y Holly Laessig, demostraron que siempre es posible darle una vuelta de tuerca a un clásico si no se intenta repetirlo. El primer bloque cerró con la seguidilla “The Happiest Days of Our Lives” y “Another Brick in the Wall”, partes 1 y 2, y una fila de doce niños perfectamente coreografiados que fueron perdiendo primero la capucha negra y luego el overol naranja para quedar ataviados con remeras negras que gritaban “RESIST”. Antes habían pasado “Deja Vu” y “The Last Refugee”, con la vuelta a la pantalla de la misteriosa mujer de la playa que –entonces se supo– es la última sobreviviente de algún pueblo diezmado por alguna guerra en esta pesadilla no-tan-distópica que empieza a delinearse como motivo y tema. También “Picture That”, del último disco solista del músico, y “Wish You Were Here”, con ese diálogo entre acústicas incombustibles y la voz de Waters tan cascada como real.
“¿Resistir a quién?”. El entreacto musical abrió con esa pregunta en letras mayúsculas desde la pantalla. Pregunta que luego fue encontrando respuestas muy específicas, mientras detrás, en la imagen, la tarde caía sobre el perfil de alguna ciudad. Y desde entonces, el espectáculo cayó en la literalidad. Una literalidad buscada y llevada al paroxismo, que parecería ser la manera que encontró Waters de responderle con la misma moneda a este mundo embrutecido y cruel. Entonces, resistir a Mark Zuckerberg, al antisemitismo, al antisemitismo israelí, al neofascismo, a la alianza impía entre la iglesia y el Estado, a la tiranía, a los crímenes de guerra, a la esclavitud y la trata de personas... Los enemigos globales del artista tienen nombre, apellido, foto y discurso, y en el show se los nombró sin intentar disfrazarlos. Esta declaración de principios/intenciones ya no se movió de las pantallas. Porque si bien la mayoría del repertorio que vino después tiene más de cuarenta años, la pasmosa actualidad que rezuman esas canciones funciona perfectamente para el objetivo de Waters. Que, sin dudas, es incrustar en las cabecitas de su público aquella pregunta: ¿es esta la vida que realmente quieren?. “Dogs” y “Pigs (Three Different Ones)” pegaron el salto desde el imaginario orwelliano hacia la realidad estadounidense y entonces el presidente Trump apareció ridiculizado de mil maneras, convertido en figura pop decadente, multiplicado al infinito en esas pantallas: Trump con cuerpo de cerdo, Trump con cuerpo de bebé, Trump con tetas, Trump con micropene, el rostro de Trump y, sobreimpresa, la palabra “CHARADE” (farsa). Y entonces, por si había quedado alguna duda, Waters sacó un cartel que decía “Trump es un cerdo”. ¿Querían sutilezas? Hubieran votado diferente.