Desde Mar del Plata
Basta con pegarle una ojeada al catálogo del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata para encontrar las dos grandes particularidades de la Competencia Argentina de esta edición. La primera es una apuesta por nuevas voces que se traduce en una mayoría de óperas primas: seis de las diez integrantes de este apartado pertenecen a firmas debutantes en el largometraje y otras tres a directores con, a lo sumo, un par de películas en el currículum. La excepción a la regla es Martín Farina, quien presentará en esta ciudad balnearia El lugar de la desaparición, su quinto trabajo en solitario (también codirigió Taekwondo junto a Marco Berger). Difícil saber si la segunda particularidad responde a una casualidad o a un signo de los tiempos que corren, pero la igualdad de género es, al menos aquí, una realidad, con cinco títulos dirigidos por hombres y la misma cantidad por mujeres. Fueron justamente las mujeres quienes tomaron la iniciativa durante las dos primeras jornadas de proyecciones oficiales, que arrancaron pasado el mediodía del domingo con La cama, de Mónica Lairana, y Julia y el zorro, de María Inés Barrionuevo, y continuaron ayer con El árbol negro, de Máximo Ciambella y Damián Coluccio, y La huella de Tara, de Georgina Barreiro.
Estrenada en el último Festival de Berlín y con lanzamiento comercial en la Argentina pautado para el jueves 22, La cama arranca con varios planos fijos de los ambientes semivacíos de una casa, hasta que se detiene en una habitación donde una pareja intenta tener sexo. Intenta, pero no puede: ni siquiera las felaciones y los estímulos desesperados de Mabel (Sandra Sandrini) logran que Jorge (Alejo Mango) tenga una erección duradera. Así y todo, ninguno dice nada. No hay reproches, tampoco contención. Para ellos, a estas alturas de la vida y las circunstancias, tiene poco sentido disimular y mucho menos hablar: Mabel y Jorge superan los 60 años, cargan con décadas viviendo juntos, los hijos ya no están y el fuego de la pasión que alguna vez los unió se extinguió hace rato, obligándolos a tomar la decisión de vender la casa para iniciar una nueva etapa en techos separados.
La actriz Mónica Lairana debuta en la dirección de largometrajes –tiene dos cortos previos: Rosa y María– filmando a sus dos únicos personajes durante las horas previas a la partida con prudente distancia, casi siempre con los marcos de las puertas recortando el campo visual. El duelo por la etapa concluida es el pilar temático de un film que construye su entramado alrededor de la desnudez y la exploración de los cuerpos. Como Las hijas del fuego, de Albertina Carri, aunque con intenciones más poéticas que combativas, priorizando el minimalismo antes que la búsqueda de provocación. Por allí también asoma el paso del tiempo estampando sus huellas en los cuerpos de Jorge y Mabel, pero también en los empapelados sepias y los pisos de parquet rayados, testigos silenciosos de algo que ya no es. Y que duele. A lo largo de poco más de una hora y media, Lairana retrata este proceso profundo y doloroso que se exterioriza no mediante palabras sino a través de actitudes corporales, pequeños gestos de cariño y ternura que se contradicen con un distanciamiento tan inevitable como indeseado.
El duelo también cala bien hondo en la protagonista de Julia y el zorro, la segunda película de la cordobesa María Inés Barrionuevo luego de Atlántida (Bafici 2014). No es la única coincidencia con La cama, pues aquí el núcleo del relato vuelve a estar íntimamente ligado a las implicancias de una casa. En este caso, la que compartió Julia (Umbra Colombo), de profesión actriz y bailarina, con su marido y la hija de ambos hasta que él murió en un accidente de tránsito. Un lugar que alguna vez albergó vacaciones y felicidad pero ahora funciona como espacio de recuerdos de un pasado mejor. A esa casa deberá volver Julia para ultimar detalles con miras a una próxima venta. Igual que en su ópera prima, Barrionuevo recorre un camino narrativo varias veces trajinado mostrando lo ocurrido con su protagonista en el interín que va de la depresión y la apatía a la reconstrucción personal y especialmente del vínculo con la hija, con las consabidas paradas intermedias en los excesos y la exploración sexual con hombres y mujeres. Lo ocurrido con los restos del auto chocado en el garaje testimoniarán primero la dificultosa tarea de salir adelante, y luego la aparición algo forzada de un futuro posible.
Si en Julia y el zorro hay un porvenir asomando en el horizonte, en El árbol negro se muestra un combate por la supervivencia en el más puro presente. La ópera prima de Máximo Ciambella y Damián Coluccio arranca con la leyenda de la cultura qom que le da título al film y continúa como un clásico documental de observación acompañando las actividades cotidianas de un miembro de la comunidad de Santo Domingo, instalada a la vera del río Bermejo, en Formosa. Actividades que en principio se limitan a la pesca, la caza y la cría de cabras, hasta que la enunciación de los apellidos de los dueños de los campos contiguos alumbran un foco de conflicto que va más allá de los límites de la pantalla: la pelea por la tierra, la brutalidad del desmonte, el empobrecimiento irremediable de quienes viven en los márgenes de un sistema que ofrece poca –por no decir ninguna– contención. La película tiene su punto fuerte en la forma no intrusiva de registrar el despertar político de una comunidad que lentamente empieza a luchar por sus derechos, con las asambleas en las que se decide cómo actuar para conseguir la visita de funcionario público a la orden del día. Esa sutileza se pierde en algunos momentos en los que la denuncia amenaza con ocupar el centro del relato, como cuando irrumpen las topadoras mostradas desde el aire.
De la conflictividad del norte argentino a la pasividad del noreste de India. Del día a día de un campesino qom rodeado de emprendimientos de explotación de tierras al de una pequeña comunidad budista ubicada en Sikkim, a los pies del Himalaya. Dos realidades geográfica, social y políticamente opuestas, aunque hermanadas en la preocupación por lo que vendrá. La realizadora Georgina Barreiro –cuya ópera prima, Ícarus, fue rodada en la Amazonia peruana– viaja hasta aquella zona para indagar en la dinámica de ese pueblo donde el tiempo transcurre a otra velocidad. Una más calma y tenue, como si se tratara de una brisa de verano. Hablada íntegramente en nepalí y estrenada en el Festival de Locarno, La huella de Tara aprehende ese tiempo y posa la cámara sobre cuatro hermanitos a través de cuyos diálogos –en principio derivativos pero que lentamente irán encolumnándose detrás de un sentido– pintan un fresco sobre las contradicciones de una región tironeada entre la tradición y la modernidad, entre las costumbres arraigadas durante siglos y los cambios a los que obliga el contexto. El film de Barreiro mezcla elementos de los relatos de iniciación con la contemplación maravillada del paisaje para un viaje hipnótico hacia un destino tan exótico como desconocido. Una realidad que el cine pone, al menos por un rato, al alcance de los ojos.
* La cama se exhibe hoy a las 19.30 en el Cinema 2, misma sala en la que a las 14 se verá El árbol negro. La huella de Tara va hoy a las 13.20 en el Cinema 1.