Desde el enigma del barbero, el genial Bertrand Russell hizo de la paradoja uno de sus ejercicios predilectos. Pero no sabemos qué hubiera hecho un lógico como él enfrentado a las desconcertantes paradojas que impregnan a la Argentina de hoy, que exceden largamente el campo de la lógica y también del sentido común.
Nos obsesionamos preguntando cómo es posible que, después de los estragos de las políticas del Gobierno en estos tres años de Cambiemos, un enorme porcentaje de los argentinos, que admite el daño y cree que lo peor aún está por venir, responde que en 2019 volvería a votar por Mauricio Macri.
Como si el daño hecho planificadamente, en lugar de enojar a los ciudadanos, consiguiera fidelizarlos.
Y no cuesta reconocer entre los entusiastas a aquellos que mayor castigo vienen sufriendo: jubilados que han perdido mucho de lo poco que reciben por culpa de la reforma previsional macrista. Sectores populares y de clase media angustiados por los tarifazos, los naftazos y la inflación disparados desde el gobierno. Docentes que han sido elegidos por el tándem Macri-Vidal como el enemigo. Todos ellos —típicos votantes de Cambiemos— dicen guardar esperanzas de que “vamos a salir de esta”.
Si resulta enigmático descifrar esta paradoja, hay que reconocer que, en sentido inverso, los doce años que se promovieron como “La década ganada” estuvieron acosados de paradojas. Y son una muestra de la forma en que ciertas intervenciones positivas en muchos casos terminaron produciendo efectos secundarios indeseables y fortaleciendo, de última, el discurso opositor.
Los ejemplos son muy significativos: estuvo clara la apuesta del kirchnerismo a fortalecer el mercado interno e impulsar la economía mejorando el poder adquisitivo de las mayorías e incentivando el consumo. Así se alcanzaron continuamente niveles récord de consumo, vacaciones que colmaban hoteles, restaurants y servicios, demanda de todo tipo de bienes.
Pero sucedió que, en una economía como la nuestra, que sufre de una falta de integración industrial, y no produce muchos de los bienes intermedios, el boom de consumo terminó produciendo una sangría de divisas, no sólo por las importaciones de insumos sino por el combustible que debió comprarse al exterior para atender la muy crecida demanda energética de fábricas, camiones y hogares.
Y no tardó la sangría de divisas en ahogar el crecimiento económico.
Lo sucedido en el mercado de trabajo es otro ejemplo paradojal que, para colmo, terminó erosionando el apoyo al gobierno de la inclusión: fueron creados cinco millones de puestos de trabajo, lo que significa que esa mejora derramó sobre 15 o 20 millones de argentinos.
El salto fue enorme. Claro que, en un universo del trabajo que arrastra el problema estructural de un altísimo porcentaje de trabajo informal, se produjo un trabajador de dos velocidades: de una parte, trabajadores informales, indignados por su precariedad y porque sus salarios no los sacan de la pobreza. Y, en el extremo “privilegiado”, trabajadores de gremios fuertes con salarios relativamente altos, indignados porque debían pagar impuesto a las ganancias.
Todos enojados.
Desde luego que el gobierno anterior desplegó políticas para formalizar a los trabajadores en negro e introdujo iniciativas estratégicas como la AUH, la jubilación de 2,5 millones de mayores que no tenían los aportes en regla y otras formas en que el Estado reconoció derechos sociales y compensó mezquindades del Mercado en los bolsillos más humildes. Pero aún esas iniciativas fueron aborrecidas por trabajadores que pagaban impuesto a las ganancias denunciando que se usaban “para mantener vagos”.
Y otro territorio donde las paradojas desacomodaron la gestión kirchnerista es el de la educación. Se lo privilegió desde el primer día de gobierno de Néstor Kirchner con paritarias que permitieron a los docentes recuperar su poder adquisitivo, y se continuó con el gobierno de CFK, sancionando un notable aumento del presupuesto educativo y valiéndose de la AUH para incorporar a la escuela pública a cientos de miles de niños y adolescentes que estaban fuera del circuito.
Incorporar masivamente a chicos de hogares muy humildes no fue sencillo: significó ingresar al ámbito de la escuela pública a muchos menores con sus problemáticas de familias destruidas, marginalidad, violencia, y desconocimiento de las reglas que imperan en las aulas.
La escuela pública sufrió el cimbronazo y la oposición de derecha no tardó en capitalizarlo para desacreditar el esfuerzo como si se tratara de un fracaso kirchnerista, cuando significó un notable avance democrático que, cierto, requería de políticas muy específicas para brindar contención y apoyo a los sectores que “debutaban” en la educación.
Hay más ejemplos, incluso en la educación: la mejora en las condiciones de vida de sectores humildes, en un contexto en que la escuela pública tiene problemas y una imagen general no muy buena, provocó que muchas familias privatizaran la educación de sus hijos e hijas. Muchos de los más pobres se volcaron a escuelas confesionales que, por estar subvencionadas, tienen cuotas más accesibles. Pero, de ese modo, lo que hubiera podido ampliar el lobby de padres que eventualmente defendieran la educación pública, que era el principal objetivo del gobierno kirchnerista, resultó en un gran beneficio para la educación privada, donde las ideas de inclusión tienen menos prensa.
¿Estos ejemplos cancelan la validez de las políticas inclusivas? De ningún modo. Crear millones de puestos de trabajo, fortalecer el mercado interno y la capacidad de consumo de las mayorías y apostar a una escolarización de todos los menores de Argentina deberían estar fuera de discusión. Pero el alerta está puesto en que ninguna intervención se realiza en el vacío sino en un espacio concreto que tiene una historia, con falencias y con problemas estructurales que traen efectos en cascada. Y esto obliga a pensar esas intervenciones en términos de batería de medidas y no de acciones aisladas, y en la necesidad de promover en las mayorías la conciencia de que los problemas estructurales sólo se corrigen en el tiempo con políticas de Estado basadas en grandes consensos.
En una reciente conferencia en La Habana, el teólogo de la liberación Frei Betto se preguntó por las causas del retroceso de los gobiernos progresistas en América Latina, y señaló que haber favorecido el consumo sin un trabajo ideológico adecuado lo que hizo fue promover un consumismo individualista.
Está claro que la sociedad recibe cotidianamente una “pedagogía” que exalta el individualismo consumista a través de los medios y de instituciones cooptadas por las ideas de la burguesía. No son tantas las posibilidades de oponerle una opción inclusiva desde un gobierno democrático que tiene plazo de vencimiento.
Se trata, pavada de reto, de encontrar la fórmula solidaria para que el barbero de Russell pueda ser afeitado.