“Creo que todas las formas de opresión vienen del mismo sitio”, sostiene Agustina Comedi, cuya El silencio es un cuerpo que cae resulta –junto con Teatro de guerra, de Lola Arias– una de las óperas primas más deslumbrantes del reciente cine argentino. “Si de pronto la homosexualidad deja de molestarle a este sistema, es porque dejó de ser arena y se convirtió en aceite para el mecanismo. Igual que el feminismo, no se trata de conseguir un par de derechos, aunque empecemos por ahí. Se trata de cuestionarlo todo”. La homosexualidad como arena del sistema podría ser uno de los ejes de interpretación de El silencio es un cuerpo que cae, que se exhibirá en la sala Leopoldo Lugones a partir de hoy. Pero sólo uno de los ejes posibles. La ópera prima de esta realizadora de 32 años, nacida en la provincia de Córdoba y radicada desde hace tiempo en Buenos Aires trata, en verdad, de los avatares del amor y el deseo, representados por un padre que vivió dos vidas. Primero como homosexual, hasta el momento en que se casó y formó una familia tradicional, no como modo de diluirse en la represiva moral de la época sino como manifestación de un deseo auténtico. El silencio es un cuerpo que cae es el documental que una hija, Agustina, filma como modo de armar el rompecabezas de su padre, Jaime Comedi.
Un desafío a todos los sistemas de pensamiento, Jaime Comedi se inscribió en la policía cordobesa a los 16 años, pero fue expulsado tras descubrirse sus amoríos con un juez de la Nación. Más que hacerse amigo del juez, como aconsejaba el viejo Vizcacha, se puso de novio con él. Dos años más tarde, inició la carrera de abogacía, que comenzaría a ejercer antes de ingresar en la agrupación marxista Vanguardia Comunista, mientras continuaba su activa vida homosexual. Sobrevenida la dictadura y ya en pareja con el hombre con quien estaría por más de una década, Jaime Comedi practicó el turismo gay por Europa. Un tiempo después de su regreso, se puso de novio con una mujer, con la que se casó, tuvo una hija y terminó viviendo hasta el día de su muerte, sucedida a los 53 años en un accidente. La cámara de video que Comedi llevó obsesivamente en la mano durante años llegó a grabar esas imágenes. Las 160 horas de videos caseros grabados por su padre pasarían a ser, veinticinco años más tarde, pasto para el documental filmado por Agustina Comedi, cuyo próximo proyecto documental se llama Escuela de putas.
–¿Cómo surgió la idea de filmar un documental sobre su padre?
–La película se desprende de un proceso personal bastante largo, de revisar la historia familiar, un gesto muy recurrente entre quienes fuimos huérfanas a temprana edad. Revisar como parte de la búsqueda de identidad. Por eso mismo, este proceso no tenía la voluntad de convertirse en obra. Era algo personal. Desde muy joven participo de espacios políticos y me resultó inevitable empezar a leer mi propia historia en esa clave. Las persecuciones a homosexuales fueron políticas, las muertes por HIV también, por la no liberación de las drogas a los laboratorios por parte de las autoridades. De repente, una historia que hasta entonces había sido tan mía empezó a tener otro peso. Cuando la contaba, tejía ciertas relaciones y notaba que el relato resonaba en el o la que escuchaba. Al mismo tiempo, encontré el material de archivo que filmó mi padre. Entonces apareció esto que se parece a un pedazo de su mirada y ahí entendí que la versión pública de mi historia iba a tener la forma de un documental.
–¿Cómo dio con esas filmaciones caseras grabadas por su padre?
–Estaban arriba de un placard. A la vista, pero olvidadas. Como eran VHS-C, que es la versión compacta del VHS, había que ponerlas en un adaptador para verlas. Entre que el reproductor de VHS de la casa de mi mamá se había roto y nunca nadie lo arregló, y que ese adaptador no estaba, la posibilidad de verlas se dilató durante mucho tiempo.
–A ese metraje en VHS se le suman imágenes que parecen ser en Super-8 o 16 mm. ¿Qué origen tienen?
–Son rodajes actuales en Super-8, que yo dirigí y en los que Benjamín Ellenberger hizo cámara. Son escenas alusivas al carácter fragmentario del secreto. Eso que se construye por capas, por superposición de gestos, de retazos de cosas dichas a media lengua. Esas imágenes en Super-8 tienen esa condición. El material de la película está constituido por esos fragmentos en Super 8, los videos de mi padre en VHS y las entrevistas que hice a las personas que lo conocieron.
–En lugar de procesar y “limpiar” esas cintas, como suele hacerse, usted las deja con sus defectos, tal como las halló. También usa la tipografía original del VHS, incluso para los títulos de crédito iniciales. ¿A qué obedece esta voluntad arqueológica?
–Algunas cintas están así, tal cual, y otras no. Pero los procesos de rebobinado o de distorsión del material los hicimos con el montajista Ezequiel Salinas, usando un reproductor de VHS. Eso, igual que la decisión de usar esa tipografía, tiene que ver con que mi recuerdo de mi padre, de mi época con él, el color de mi infancia, es así, es VHS. El archivo familiar termina reemplazando el recuerdo. Yo casi no recuerdo imágenes reales de mi infancia. Lo que recuerdo es lo que vi en esos videos. Entonces, de alguna manera, mi memoria se ve así.
–Su padre llevó una doble vida, pero no en forma simultánea, como es común que suceda, sino sucesiva. ¿Cómo descubrió usted esa otra vida oculta?
–La fui descubriendo por intuición; cuando era chica era muy preguntona. Hasta que alguien me dijo algo y otra persona otra cosa, y así fui armando el mapa familiar.
–¿Qué explicación le halla usted a esta doble vida?
–Tratándose de mi papá, no podría explicarlo de otra manera que no sea como producto de un deseo profundo y de una convicción. No como una renuncia o una traición. El amor y el deseo tienen múltiples formas. Por eso, además, cuando hablo de él evito definirlo como homosexual, porque creo que ésa es una etiqueta simplificadora. Yo no sé qué “son” las personas, no creo en las identidades fijas sino fluidas. Mi papá estuvo mucho tiempo en pareja con un hombre al que amó profundamente y después se enamoró de mi mamá. La de él con mi mamá no fue una relación falsa, una “pantalla” o un modo de “curarse”, como alguna vez le aconsejó alguna psicoanalista. Mi papá y mi mamá se amaban profundamente. Si estando casado él sintió alguna vez deseo por algún hombre, no lo sé ni me corresponde saberlo. Sí sé que como consecuencia de la moral social, una vez que él “cambió de vida” tuvo que guardar su vida previa en el secreto, para evitar el bochorno y la condena, y eso generó una gran tensión familiar. La sensación era que si eso salía a la superficie la familia se venía abajo, se producía un cataclismo.
–¿A eso se debe que su madre no aparezca en la película?
–Sí, el estigma recae sobre ella también. Así opera. Deshacerse de esas cosas no es sencillo. Y en general la mirada sobre las relaciones es rígida y esquemática. En un mundo tan binario, el lugar de mi madre es complejo. Por otra parte, yo crecí en una familia no exenta de una lógica patriarcal, a las mujeres nos enseñan el silencio. Pero ella acompañó con amor el proceso. Yo estoy profundamente agradecida. Mi mamá y yo nos transformamos juntas a partir de la película.
–En un momento usted vincula el testimonio de una persona trans con una imagen de usted misma de pequeña, en una suerte de coming out por montaje.
–Yo no soy trans pero tuve una historia similar a la de mi padre, sólo que a la inversa. Tuve un hijo con mi compañero de aquel entonces, y después me separé y empecé una relación con una mujer. No hay mucho para explicar, ambas fueron ciertas y producto del deseo. Hay personas que nos enamoramos de personas, independientemente de su género. En la película hablo de “bisexualidad”, pero si pudiera lo cambiaría, ya que la idea de bisexualidad no deja de ser binaria y por lo tanto limitativa.
–Dada la buena cantidad de testimoniantes gays que aparecen, por momentos su película representa un aporte a la historia de la homosexualidad en la Argentina, de una sistematicidad que hasta ahora el cine local no había asumido. ¿Estaba en usted esa voluntad?
–Sí, es esa dimensión política de la que hablaba. Eso es lo que hizo que yo quisiera hacer una película, conocerlos y conocerlas, entender lo mal que la pasaron. Ellos y ellas procuraban invisibilizarse, pasar inadvertidos, volverse clandestinos como forma de protegerse. Mi generación respondió a eso usando las redes sociales como plataformas de visibilidad. La visibilidad es una de las grandes estrategias que tenemos como disidencia de encontrarnos, protegernos, impedir que se ejerzan todas esos modos de la violencia que se ven en la película. Pero el sistema asimila y al hacerlo, deglute. El neoliberalismo hizo que incluso esa visibilidad, tan incómoda para ciertos sectores, se aceptara y perdiera la capacidad de cuestionar. Y la visibilidad no es un fin, es un medio. Yo no quiero que me vean, quiero cambiar las cosas.
–Su película hace mucho x naturalizar la diversidad sexual, mostrando una gama que va del hombre que puede ser alternativamente gay o no, la mujer que lo acepta, los militantes políticos gays de los ‘70, los matrimonios homosexuales daría la impresión que de larga data, las drag queens, la hija bisexual del hombre dual... ¿Esto también formaba parte de la propuesta?
–Sí. No soy amiga de la rigidez. Cuando la identidad se vuelve fija, estamos en problemas. Quizá permanece más o menos inmutable, pero es importante que eso no sea una imposición, propia o ajena. Si hay algo que mi propia vida y la de mi papá me enseñaron es que cambiamos, real y profundamente, y que la única constante que debería ser fundamental en la vida de las personas es el amor. En todas sus formas, ese amor que se parece más a la amistad que al romance. Me parece que haber inventado el amor nos salva como humanidad.
–En los últimos minutos de película usted encuentra el remate para una idea de herencia que la recorre, y que opone a quienes buscan la libertad a aquellos que tratan de impedirla. ¿Esa herencia de opuestos llega hasta hoy?
–Hasta hoy y hasta siempre. Creo que el mundo se divide en esas dos herencias, en esas dos maneras de ser y estar. A veces siento que no podemos hacer nada, que estamos tan lejos les unes de les otres que deberíamos vivir lejos, en mundos diferentes, y ver qué hace cada cual con el suyo. Pero seguro aparecerían esos mismos carceleros en el mundo de los libres y viceversa. No sé bien qué pasa con la humanidad. En el fondo no tengo mucha fe.