Este cronista no recuerda una película como El silencio es un cuerpo que cae. Bueno, sí, es cierto que indagar en el pasado familiar partiendo de la base de grabaciones, audios y demás registros privados se ha vuelto una recurrencia en el documental argentino contemporáneo. Tan cierto como que las últimas ediciones del Festival de Mar del Plata y Bafici entregaron varios exponentes que se inscriben en esta tendencia. Pero ninguno de ellos transmitió la sensación de carne viva, de intento desesperado de explicar lo inexplicable –la muerte, pero también otras cosas–, como la ópera prima de Agustina Comedi. La realizadora cordobesa radicada en Buenos Aires construye un artefacto de explosividad radiactiva centrado en su padre, Jaime, fallecido luego de caerse de un caballo cuando ella tenía 12 años, en enero de 1999. Hasta minutos antes de ese accidente, papá había empuñado una cámara de video Panasonic con la que filmaba toda la vida familiar, incluido el asado previo a la cabalgata mortal. Pero antes de convertirse en padre y marido modélico que llevaba a sus mujeres de viaje a los destinos más top del mundo, antes de ser un abogado premiado que vestía pulóveres cerrados y se peinaba prolijo, Jaime fue otro.
“Cuando vos naciste, una parte de tu papá murió para siempre”, le dice a Comedi una confidente de Jaime. Aquella frase es la punta del iceberg de un pasado que permaneció oculto bajo siete llaves, pues ni ella ni nadie del círculo íntimo previo a la conformación de la familia estuvo dispuesto a quebrantar el pacto de silencio, ese contrato ético jamás firmado pero de innegable peso en el presente. ¿Quién era Jaime? ¿Qué parte de él murió cuando se casó? ¿Por qué no hay ni un registro audiovisual propio previo al nacimiento de su única hija? ¿Cuáles fueron las razones para filmar horas y horas de situaciones familiares cotidianas? Movida por éstas y otras preguntas, Comedi se sumerge en un viaje de poco más de una hora hasta el pasado más lejano de su padre, llegando hasta el hueso de una identidad opuesta a esa imagen de hombre próspero y exitoso cultivada en sus últimos años.
El silencio... desnuda la personalidad de Jaime poniendo a dialogar aquellas imágenes familiares caseras con los testimonios de quienes lo conocieron antes de que filmara su vida. Un diálogo que muchas veces genera el mismo efecto que el choque frontal entre dos trenes, pues el contraste entre la apolínea felicidad en los VHS se contrapone al desparpajo del pasado. La directora tira del ovillo y se entera que papá tuvo no una sino dos parejas de larga duración antes que su madre. Dos parejas de las que, desde ya, nunca se había hablado aun cuando luego entablaron un fuerte lazo de amistad. Incluso una de ellas, de profesión obstetra, comandó el parto y ofició de testigo del casamiento. Dos parejas que amaron a Jaime y fueron amadas por él. Dos parejas que no eran mujeres: el secreto de Jaime, aquello que archivó cuando empuño la cámara, era su homosexualidad.
Es muy difícil seguir hablando de El silencio..., puesto que implica contar más detalles acerca de las situaciones que el relato irá revelando con un ritmo arremolinado a medida que se suman más voces a la (re)construcción de Jaime. Es indudable que el combustible narrativo de El silencio... son las dudas acumuladas durante toda la vida de la directora. Pero esas dudas no implican que persiga la catarsis pública. O, si la persigue, lo hace sin olvidar que el cine debe ser más que un diván. De allí que Comedi tome una distancia emocional absoluta: quien narra no es la hija, sino una directora plenamente consciente de las herramientas cinematográficas. A falta de una, aquí hay dos historias interesantísimas. La de su padre en sí, cuya figura es inasible aun con todas las cartas sobre la mesa, y otra vinculada con cómo esa esfera personal fue consecuencia directa de un contexto, lo que le da a este retrato en principio íntimo y privado una dimensión pública y política: el pasado personal es también el de todo un colectivo, con la persecución de principios de los ‘70 y la brutal represión a quienes no cuadraran en los patrones de lo que se consideraba “normal”. Y Jaime, desde ya, no lo era. No se sabe, ni se sabrá, el porqué de esa “normalización” posterior. De allí que el hilo que atraviese de punta a punta el film sean las diversas formas que puede adoptar la libertad de ser y hacer lo que cada quien disponga. Una libertad que, como se dice en la última escena, es algo tan sencillo y a la vez difícil como no estar encerrado en una jaula propia.