Algún ironista podría postular que la mejor escena de El infiltrado del KKKlan (título local que inventa una nueva denominación para el Ku Klux Klan, que no es ésta ni tampoco KKK) es la de apertura. Esa en la que una mujer camina desolada entre cientos de cuerpos de soldados confederados, filmada por una cámara que, llevada parecería que por el pintor argentino Cándido López, se va alejando con un cadencioso movimiento de grúa, dejándola a ella, y a los cuerpos de los caídos, cada vez más pequeña, mientras una bandera del Sur se deshace en pedazos. Se trata, claro, del momento más célebre de Lo que el viento se llevó, en el que Scarlett O’Hara pisa los restos de la catastrófica batalla de Atlanta, y Spìke Lee lo usa como inicio de una larga secuencia dedicada a resumir el ninguneo, el odio, el desprecio y la muerte ejercidos durante más de un siglo por la cultura estadounidense. Incluido su cine. Por eso Lee inserta en seguida los fragmentos más racistas de El nacimiento de una nación (1915). Como quien dice “Hay una batalla para dar fuera del cine, pero también adentro, y esa batalla ya empezó”. Siguiendo esa línea podría considerarse a El infiltrado del KKKlan –cuyo título original es el juguetón BlacKkKlansman– el nacimiento de otra nación. La respuesta negra a la mentira blanca.
Dis joint is based upon fo’real, fo’real shit, aclara un cartel antes del título. Algo así como “esta peli se basa en unas cagadas muy, muy jodidas”, pero escrito en idioma “negro callejero”. Una suerte de “basado en hechos reales”, pero en joda, y además de negros y para negros. Más allá de excursiones temporarias al mainstream, en las que se decolora un poco en modo ganapán (Clockers, Ella me odia, Un golpe perfecto) el realizador de Haz lo correcto, Malcolm X y La marcha del millón de hombres siempre tuvo claro desde dónde y para qué filmaba. Y con alguna excepción (Malcolm X), jamás pensó que política y farsa no pudieran llevarse de la mano. El infiltrado del KKKlan profundiza esa convicción, con una historia difícil de creer por lo disparatada, que, según dicen, es estrictamente real. Así lo certifica su protagonista, Ron Stallworth, autor de la crónica en la que la película se basa.
“Las minorías son bien recibidas”, dice la placa en la puerta del cuartel de policía de Colorado Spings. Son los años 70, y la guerra de Vietnam está en su apogeo. Como el protagonista de una comedia musical a punto de ingresar a una escuela de baile, el morocho Ron Stallworth (John David Washington, hijo de Denzel y tan bueno como cualquier actor afroamericano) sonríe confiado, se alisa el afro y cruza la puerta. Sus jefes, uno de ellos afroamericano, lo reciben más o menos como la familia blanca al prometido negro en ¡Huye! Pero el aparentemente ingenuo Stallworth no sólo se muestra coriáceo al rechazo, sino que además quiere trabajar en operaciones especiales. Respuesta: al archivo. Allí, al bueno de Ron no se le ocurre nada mejor que hacer de un Tangalanga de riesgo. Averigua el teléfono del Ku Klux Klan y lo marca. El tipo ofrece unirse a “La Organización” (nada de andar diciendo KKK por ahí) y resulta suficientemente convincente como para que lo acepten.
Ahora bien, ¿cómo hacer para disimular su color de piel? Tiempo de convertirse en Michael Jackson no tiene, pero tal vez alguno de sus compañeros quiera pasar por él. ¿Por qué no Flip Zimerman, que es judío? ¿Acaso los del Clan no son también antisemitas? ¿Por qué no?, coincide Flip (Adam Driver, más como en su casa que nunca), y la maquinaria de infiltración se pone en funcionamiento, con aprobación de la superioridad. Como toda película de Lee, El infiltrado del KKKlan es un enorme pastiche. Pastiche genérico –un poco de película de infiltrados, bastante de comedia, apelaciones directas a la actualidad, una escena musical por acá, una del más crudo film de denuncia por allá–, tonal (una escena para reír, otra para llorar, la de más allá para querer prenderle fuego a América toda) y de registros: la ficción más descabellada y el fragmento documental, los 70 y el presente, el falso documental y el fragmento de archivo. Es justamente esa condición de pastiche lo que la mantiene viva y abierta: cualquier cosa puede suceder en cualquier momento.
La intriga en sí, que incluye al mismísimo líder del Klan, David Duke (Topher Grace, de That 70’s Show) y al ex líder de los Panteras Negras, Stokely Carmichael (todo es en blanco y negro, si se permite el comentario), es una especie de divertido y salvaje mcguffin para poder llegar a donde Lee quiere: a señalar, como advertencia a sus hermanos, la continuidad histórica entre el Klan y Donald Trump. Duke dice “América para sí misma”, como el presidente actual, y después del cierre ficcional con el último chiste Lee usa el montaje como una trompada a la cara, empalmando con escenas documentales de América hoy. Manifestaciones supremacistas, la presencia del propio Duke hoy en día, la imagen de Trump, miembros del Klan apoyando al presidente, afroamericanos asesinados por un extremista. Los argentinos podemos hacer, a su vez, nuestras propias vinculaciones locales, demostrando hasta qué punto esta película “para negros” es para todos. Y por todos debería ser vista.