Desde Formosa. Todo dado para que don Gustavo Santaolalla, el gurú, encienda su fuego. Pese a haber transpirado el país con sus músicas --hasta con ese viajazo que se llamó De Ushuaia a La Quiaca-- nunca había tocado en Formosa. El debut es en el marco de un festival cuyo subtítulo es otra forma de explicar su vuelo cósmico: Mamboretá Psicofolk. Y ninguna de las expresiones que lo anteceden sobra, o no está a la altura. Ni el cantautor italoparaguayo Charlie Nutella. Ni el rasta Gula. Ni, fundamentalmente, la banda anfitriona, y punta de iceberg de la lisergia formoseña: NDE Ramírez. Ni el bandoneón y las canciones de Tomi Lebrero. Tampoco desentonan --más bien lo contrario-- dos talleres formidables, uno sobre percusión chamamecera en manos de Uli Gómez y otro, finísimo, sorprendente, enriquecedor, de alta arpa paraguaya a cargo de los hermanos Corbalán, cuyas resonancias hacen tremolar las aguas mansas del río. “La música tradicional tiene el requisito de sonar a esencia y esto es hermoso, pero la música del arpa puede sonar a otras cosas también hermosas, también bellas”, expone Juanjo, uno de los hermanos, antes de tocar un delirio llamado “Appletown Blues”, a dos arpas. Alfombra roja para Santaolalla y su Santabanda que, al otro día, y tras la vibra ancestral de la cantora qom Ema Cuañeri --tampoco ajena a los sensores internos de cada quien-- sube a escena.

Formoseños y formoseñas se aprestan entonces a ver, escuchar y sentir por primera vez en sus vidas al ex Arco Iris: un lujo. Hechizo que enciende cuando la semipenumbra del Teatro de la Ciudad se vuelve penumbra absoluta, y le pone un toque de mística bajo la melodía de “Inti Raymi”, tal como empieza Raconto, último disco de Santaolalla y sus santos. La luz vuelve, roja, tenue y con ella emergen los músicos: Barbarita Palacios, Javier Casalla, Andrés Beeuwsaert, Nico Rainone y Pablo González. Todos --menos ella-- ataviados de riguroso ambo negro, en contraste con un sonido que la va más de incienso, capellinas o chalecos cortos. Todos, también, frente a un arsenal instrumental que no los asusta: contrabajo, teclados a lo Wakeman, campanas tubulares, vibráfono, una batería tremenda, tambura, pinkullo, guitarras varias, violín, guitalele, armónica, clavecín, y lo necesario para dar con el fin: una experiencia sensorial, psicofolk e infinita --tal el slogan del festival-- que sincroniza perfecto con este pasado servido en copa nueva.

"Abre tu mente al cosmos, y mira cómo todo se transforma”, marca la cancha el gurú, poseído por una voz que no solo no ha perdido la batalla con el tiempo, sino que la viene ganando tranquila. Hermosos los graves de Santaolalla. Llega a todos. A todo. Y deviene acorde al clímax de ventiscas que reina en la noche. Suena “Quién es la chica”, imantado por un pasaje violinístico de alto vuelo en dedos de Casalla; sigue “Y una flor”, otro tema sosegado y bucólico de aquel Álbum Rosa de los albores al que la multiinstrumentista Barbarita aporta el encanto de su voz; se pliegan “Camino”, que pone a funcionar un engranaje sonoro hecho de contrastes, vaivenes y remansos; “Vasudeva”, en una versión entre milonga y candombe speed --"amelingada", para los amigos-- que difiere diametralmente de su original; “Zamba”, tema pionero de la alquimia folk rock. Y una impresionante visita a “Canción de cuna para un niño astronauta”, cuelgue lisérgico que deja a las ánimas extasiadas. 

“Es un sueño para mí tocar aquí, porque nunca había tenido la posibilidad de venir a Formosa. Mi papá decía que el tiempo ecualiza las cosas, y esto es lo que estás pasando hoy”, se emociona Santaolalla, que no solo ha decidido hacer justicia con primigenios temas de Arco Iris, sino también con parte de su acervo solista. A eso acude a través de “Compañeros del sendero” (“No puedo, no quiero resistirme a volar”), de “Río de las penas”, aquella que encantaba a Mercedes Sosa, y que recibe un legüero de lujo. “Tengo el honor de invitar a Juan Manuel Ramírez, baterista de Guauchos, una banda que sigue por el camino que abrimos nosotros en la década del setenta”, agradece Santaolalla. Altos picos de emotividad alcanzan también la bella zamba “Detrás” (la armónica la toca Casalla); la onírica “Paraíso sideral”, momento propicio para largos pasajes musicales que enfervorizan a la banda; “Todo vale” y “A solas”, más terrenales y corporales; “Mañanas campestres”, en una versión cuya musicalidad recuerda la tradición country-rock del mejor Eagles, o a los formidables Flying Burrito Brothers, pero como si hubiesen nacido en Ciudad Jardín.

El viaje se alarga con el instrumental montado en ronroco de “De Ushuaia a la Quiaca”, el tema, y los bises parecen interminables: se van de cartel tras la brújula concluyente de “Sudamérica o el regreso a la aurora” y... delirio. Difícil describir en palabras la conmoción emocional vivida por esa fermosa hirviente, y a veces olvidada. Corolario perfecto, además, para una apuesta que va por su octava edición y que, subida al lomo de Marcos Ramírez, apoyada por Cultura Formosa y ciertos mecenas del arte, se ha convertido en un faro estético, artístico y político imprescindible para contrarrestar el tufillo a nada que propone el neoliberalismo. En el nordeste está el agite.