En las vísperas del 12 de octubre de 2016, el nombre de Lucía Pérez empezó a correr como un murmullo de dolor y de furia. La foto de su rostro joven, casi somnoliento y sonriente se superponía a la escena truculenta que los medios de comunicación iban carroñeando para contar su femicidio. Que había sido drogada, violada y empalada hasta morir. Que luego del horror la lavaron y la vistieron sus asesinos. Que la llevaron a una guardia a la que llegó ya muerta. “Se desplomó”, dijeron entonces cínicamente los acusados; los mismos que hoy gritan “con desesperación” (como adjetiva Clarín) que no se trató de “femicidio”. El balneario La Serena de Mar del Plata se convertía en el paisaje siniestro de un nuevo femicidio de una chica de 16 años. Y se encadenaba con otros en esos mismos días 11 y 12 de octubre: Nuria Couto (18) y Natalia Rodionova (15) en la ciudad de Buenos Aires y Natalia Padilla (42) en Córdoba.
Del asesinato de Lucía nos enteramos apenas volviendo del Encuentro Nacional de Mujeres en Rosario, cuando fuimos más de 100 mil tomando aquella ciudad. A la fuerza multitudinaria que nos trajimos pegada en el cuerpo, sentimos que se la quería contestar y anular con la crueldad contra Lucía. No era casual, debatimos entonces, esa escena colonial del empalamiento con la que se insistía en las vísperas del 12 de octubre. Como conversamos con Rita Segato: había un guiño a un inconciente colonial que toma ahora el cuerpo de las mujeres como territorio de conquista.
Pero entonces, a la rabia que inundó las redes, le sucedió un mensaje: “Encontrémonos en asamblea”. La necesidad de un encuentro cuerpo a cuerpo contra el terror y la parálisis frente al crimen que se quería ejemplar y aleccionador permitió ir más allá del lamento virtual. El jueves 13 de octubre nos reunimos en el local de Constitución de la CTEP (Confederación de Trabajadores de la Economía Popular, por entonces sólo se usaba el masculino). La asamblea se fue engrosando mientras se hacía de noche.
Se sentía en el aire y fue tomando cuerpo en cada intervención una propuesta colectiva: hay que parar, tenemos que parar. Se fueron elaborando frases que se convertirían en consignas del movimiento: “Nosotras Paramos”, “mientras la CGT toma el te, nosotras tomamos las calles”, “Paramos Todas”.
En esa asamblea hicimos cuerpo un ¡ya basta! colectivo que se tradujo en una medida de fuerza inédita: un paro. Fue una innovación política que marcó un umbral para el movimiento feminista: juntar paro y femicidio. Aunar de modo inesperado esa clásica herramienta del mundo obrero masculino y sindicalizado con la furia feminista y reinventar así la misma práctica del paro. Surgió entonces algo que podemos llamar “racionalidad de asamblea”: una medida de fuerza “desmedida” para quienes no estaban allí y a la vez completamente posible y necesaria para quienes sentimos la fuerza de ese encuentro colectivo.
El primer paro nacional de mujeres convocado para el 19 de octubre, que se decidió realizar de una semana a la otra, fue una audaz imaginación política que desbordó los confines de la “violencia de género”. Mejor dicho: empezó a vincular la violencia de género con las múltiples formas de violencia que la hacen posible. De este modo nos salimos del “corset” de puras víctimas con que se nos quiere encasillar para inaugurar una palabra política que no sólo denuncia la violencia contra el cuerpo de las mujeres, sino que abre la discusión sobre otros cuerpos feminizados y, más aún, se desplaza de una única definición de violencia (siempre doméstica e íntima, por tanto recluida), para entenderla en relación a una trama de violencias económicas, institucionales, laborales, coloniales, etc.
Así fue que rápidamente empezamos a tramar reuniones, consignas, convocatorias. Más aún: empezaron a proliferar resonancias y terminó habiendo acciones de paro en Bolivia, Brasil, Chile, Costa Rica, Guatemala, Honduras, México, Perú y Uruguay, y también en España y Estados Unidos gracias a las migrantes latinas. El primer paro nacional de mujeres en la historia argentina, que evocaba también la medida de fuerza de las polacas de unas semanas antes, marcó un antes y un después. Y eso por tres razones. Vinculó de manera contundente las violencias machistas con las formas de precarización de nuestras vidas, de modo tal que abrió un “programa feminista” para repensar el mundo del trabajo no remunerado, invisibilizado, desvalorizado, autogestivo; desde los trabajos de cuidados a la diferencia salarial; desde las discriminaciones en todos los ámbitos que se traducen como jerarquía en el mercado laboral hasta la necesidad de repensar las estrategias gremiales desde una perspectiva de género. En los lugares de trabajo, muchos gremios organizaron por primera vez asambleas de mujeres que decidieron múltiples formas de acompañar al paro: saliendo a hacer ruido en las calles, dejando vacíos los puestos de trabajo para que los cumplan los varones, hasta se retiraron las conductoras de tevé y de radio haciendo visible mucho allá de la zona de la manifestación, el hartazgo frente a la violencia, los femicidios, esa forma de imponer poder sobre los cuerpos feminizados a través de ejecutores que creen que pueden conservarlo para sí siendo engranajes de un sistema de dominación que sólo derrama violencia. Después de las asambleas en la CTEP, a partir del paro, se creó la Secretaría de la Mujer y la Diversidad en CTEP, como un espacio transversal a las distintas organizaciones que la componen, un paso histórico.
En segundo lugar, reforzó la forma asamblearia como una dinámica en la que el movimiento feminista delibera, piensa y organiza formas colectivas de decisión política. Podríamos agregar algo más: fue un momento de gran impulso para la dimensión internacionalista de este movimiento, para hacernos marea. Fue por Lucía y fue por todas, en muchos confines del mundo.
Y por último, esa determinación de tomar la calle, bajo una sudestada que arrasaba acá en Buenos Aires, esa forma de tomar calor la una de las otras para no rendirnos al frío ni al agua que desbordaba los paraguas, con la sonrisa de Lucía tatuada en la memoria, y con todos los otros nombres que recordábamos y también aquellos de los que no teníamos memoria. Esa determinación nos transformó otra vez porque tuvimos nosotras una experiencia de poder. Estábamos enfrentándonos al poder desplegando nuestra potencia. Nosotras paramos, el primer paro a este gobierno que empezó en 2015, lo hicimos las mujeres y con ese saber de lo que podían nuestros cuerpos se empezó a tramar la idea de convocar a un paro internacional para el siguiente 8 de marzo, lo cual marcó de nuevo otro hito histórico.
Ahora queremos Justicia por Lucía. Por ella, por nosotras y por todas.