Cada nuevo film de Jean-Luc Godard es un acontecimiento y El libro de imagen, que le valió una Palma de Oro especial en el último Festival de Cannes, no es la excepción. Y como vienen siendo todos sus trabajos de los últimos años, Le Livre d’image –que tiene a su vez un subtítulo, Image et parole (Imagen y palabra)— es un objeto poético de una libertad formal absoluta, como si el director, que en diciembre pasado cumplió 87 años, hubiera dejado atrás hace milenios las nociones de ficción y documental para adentrarse en otra dimensión, en la cual el cine es capaz de convertirse en una incesante máquina de pensar.
Para ello, Godard ya ni siquiera necesita filmar. Como ya lo había hecho en sus Histoire(s) du cinéma (1989-1999) le basta con recluirse en su refugio legendario, del que no sale ni siquiera para recibir a su vieja amiga Agnès Varda (como ella comprueba tristemente en la reciente Visages villages), y desde allí, en su casa-estudio en Rolle, Suiza, parece conjurar al mundo, como si fuera Próspero, el anciano hechicero imaginado por Shakespeare para La tempestad.
Como Próspero, él también está recluido en una isla: su isla de edición, donde como un alquimista mezcla imágenes y sonidos –de films clásicos e ignotos, de noticieros y de capturas de internet– y eventualmente las solariza o las vuelve ominosos negativos monocromáticos. Y les quita el sonido o les pone otros y encuentra en ese collage sorprendente y muchas veces violento –como si abriera cisuras en la tela de un cuadro, o arrancara páginas de un libro– un sentido nuevo. “Sólo en los fragmentos encontramos autenticidad”, dice Godard citando a Brecht.
Y si el cine es para Godard una máquina de pensar, ¿en qué piensa El libro de imagen? En principio, en todo aquello en que Godard ha venido reflexionando desde Film socialismo, hace ocho años: en las guerras, en la identidad de Europa, en su pasado, en su incierto futuro. Y luego en la relación de Occidente con el mundo árabe, una cuestión que siempre lo preocupó, desde que con el Grupo Dziga Vertov hizo el clásico Ici et ailleurs (1976), donde contrastaba las vidas de dos familias, una francesa y otra palestina.
¿Y cómo lo hace? En sus propias palabras, con “una historia en cinco capítulos, como los cinco dedos de una mano”. Las manos son el leitmotiv de Le livre d’image desde las primeras imágenes, cuando se ven las de un montajista manipular en la moviola un rollo de 35mm. “Es una condición del hombre, pensar con las manos”, dice Godard, claramente asumiendo su condición de cineasta. Y de montajista, porque la idea de montaje es esencial, constitutiva de su film. Esos capítulos como dedos de una misma mano irán dando paso a distintas asociaciones, que pueden parecer libres –y sin duda lo son, en más de un sentido– pero que también van tejiendo un discurso.
La sucesión inextinguible de imágenes de trenes, por ejemplo: desde los expresos de Shanghái y de Berlín –con Marlene Dietrich y Robert Ryan, como sus respectivos pasajeros– hasta aquellos que transportaban al pueblo judío a los campos de exterminio, otra de las eternas obsesiones de Godard, como corresponde a todo aquel que fue contemporáneo de ese genocidio. Allí, en esas vías infinitas, en esas estaciones brumosas por el humo de las locomotoras, en esas despedidas románticas que se pierden en una línea de fuga, se intuye que Godard invita a subirnos al infatigable tren de la Historia del siglo XX, a ser todavía sus últimos pasajeros.
A diferencia de ediciones anteriores de Cannes, donde participaron sus películas y él no se hizo presente de ninguna manera, o apenas con un mensaje manuscrito de un par de líneas, en mayo pasado aceptó de buen grado una peculiar conferencia de prensa via FaceTime, a través de un teléfono celular. “Los films deben mostrar aquello que no se ve de ningún otro modo, ni siquiera en Facebook, pero podemos hacer las cosas de un modo distinto”, señaló mientras no dejaba de fumar un puro y de toser y de sonreír, divertido con la situación.
Para ello, en vez de la imagen, habló del sonido, que en Le livre d’image ataca desde todos los rincones de la sala, en una suerte de polifonía cuadrofónica. “El sonido no debería estar muy cerca de la imagen. Hay que separarlo, establecer un verdadero diálogo, una discusión incluso con la imagen”. No lo mencionó, pero si hubiera que encontrar un referente para su nueva película sería Guy Debord: como él, Godard también está rabiosa, poéticamente en contra la sociedad del espectáculo, esa que hoy, más que nunca, ha sustituido la vida y el mundo por su imagen representada.