Desde los comienzos del capitalismo, la ciencia económica advirtió la importancia de identificarlos grandes conceptos de los cuales depende que se produzca cualquier bien o servicio. El planteo fue muy simple: sobre el recurso natural (al que en términos hiper simplificados se lo llama tierra), se aplica el trabajo y el capital. La hegemonía global del capital en la evolución del capitalismo concentrado agrega el matiz no menor de admitir no solo los dos últimos factores en conflicto permanente, donde el capital dispone del trabajo como una mercancía más. Hace menos de medio siglo se ha agregado un cuarto factor: el conocimiento tecnológico. Después de largos debates entre académicos se llegó a admitir la independencia de este componente de los tres anteriores.

En concreto, cualquier manual elemental de economía sostiene que toda actividad humana combina proporciones diversas de los cuatro factores y va la vida. Con un pequeño detalle, debería tenerse acceso a esos elementos. La tierra, en particular, se dispone en cantidad finita. En los tiempos actuales, en realidad, las superficies que se pierden por pérdida de fertilidad y mal uso, falta de agua, inundaciones permanentes, avance de la urbanización, superan largamente a las que se recuperan, a las que se habilitan en superficies vírgenes y a los irrelevantes planteos –en términos cuantitativos– de creación de tierra artificial. O sea que la cantidad disponible disminuye.

Además de esa mirada ecológica, se debe considerar la hegemonía del capital en el mundo, que ha transformado a la tierra y al resto de los factores en mercancías cuya posesión se considera más relevante que su uso. Para acercarnos a datos argentinos, hay una compañía cuyas acciones cotizan en Nueva York que explota 300.000 hectáreas en la Pampa Húmeda, mientras tiene 365.000 hectáreas adicionales en Salta como “reserva para expandir sus actividades”. En Formosa, más del 30 por ciento de su superficie arable es de propietarios con predios mayores de 5000 hectáreas que no los trabajan. Buena parte de la Patagonia sigue en manos de grandes terratenientes, sucesores de aquellos ingleses dueños originales del lugar. No existen registros activos de uso de las grandes superficies en ninguna provincia que permitan conocer la eficiencia con que se utiliza un recurso escaso y valioso de manera superlativa.

Por lo contrario, la gran mayoría de los productores de hortalizas del gran La Plata, Florencio Varela y otros espacios del GBA son arrendatarios, pagando alquileres mensuales en dólares, sin permiso para construir viviendas ni galpones permanentes, con reclamos de derecho a comprar su propio predio que llevan más de una generación. Mas grave aún que esa penosa situación, campesinos con historias de vida centenarias en sus territorios son corridos a balazos en zonas del norte de Santiago del Estero o el este de Salta, para dar lugar a la expansión sojera. O se les niega obras de infraestructura simple que les permitirían cultivar su tierra, como un modesto dique nivelador del río Dulce, cerca de Atamisqui, lo que convierte al pueblo entero en trabajadores golondrinas a disposición de los semilleros de maíz, viajando más de seis meses por el país para llevar un peso a casa.

Organizaciones con tesón y lucidez, como el Movimiento Nacional Campesino Indígena, consiguen ganar espacios con títulos difusos que llegan hasta el tiempo de la Colonia en Mendoza y buena parte de la precordillera, para tener luego que luchar por el derecho al agua, sin la cual esas economías de oasis no pueden desarrollarse. Eso los obliga a recorrer más pasillos burocráticos que surcos de campo, buscando las grandes empresas que se roban los derechos de agua. En el Gran Mendoza las empresas hasta se roban el agua efluente de las plantas de residuos cloacales, que hace mucho en la región tienen tratamiento que las habilita para riego.

Faltan los mapuches, los wichi salteños o chaqueños a los que se compran sus derechos bajo extorsión, las colonias agrícolas de Misiones o Santiago del Estero, a las cuales no se dota de logística ni infraestructura para sacar sus productos, con lo cual son presa fácil de las corporaciones del tabaco o la yerba o de intermediarios hortícolas. La lista es inmensa y a la vez casi invisible en los grandes centros urbanos, con sus habitantes convertidos en consumidores pasivos, dedicados solo a entender como estirar su sueldo frente a las góndolas con productos cuyo origen no conocen.

La tierra es un factor de producción esencial pero su transformación en mercancía cuya compraventa se regula siempre a favor del capital no solo genera inequidad. También genera el fenomenal cambio de escenario que comenzó con la concentración de producción de los granos y que culminará cuando los hijos de los bolivianos que producen la verdura que consumimos sean enfermeras, gendarmes o contadores según la suerte de sus padres y las abandonadas tierras se salinizen, se inunden de modo permanente y todo provenga de centenares de kilómetros de distancia, producido por otros bolivianos recién llegados, esclavizados por algunos de los dueños de capital.

Las organizaciones campesinas, a su vez, siempre acosadas por la violencia oficial o tolerada por los diversos oficialismos, luchan por conseguir la tierra y cuando la consiguen deben luchar por convencer a sus compañeros que hay un futuro estable allí, donde hoy solo ven violencia e injusticia.

Demasiados frentes abiertos. Sin derecho a labrar la tierra todo será cada vez peor

* Instituto para la Producción Popular.