Desde hace cuánto ¿siete, ocho años? lo tenemos acá, de este lado de los Andes, siempre con su copa en la mano o su vasito de plástico si el evento es atorrante o pijotero, cerca de la mesa de los tragos en La Internacional Argentina, firmando en todo diario un artículo de actualidad cultural –se ve que tiene el reflejo periodístico de ganar de mano aunque no sea para la sangre de la portada–, a veces con un saco de vestir que le permite correr de la embajada al piringundín, sacando fotos nebulosas que son el mejor photoshop o insistiendo por teléfono para una entrevista, más familiar que Antonio Prieto, el de “blanca y radiante va la novia” y que Tato Cifuentes Tatín, un chiquitín, un regalón, etc, antiguas luminarias populares chilenas chez nous (si no les da la edad gugleen). Novelista, biógrafo, contertulio, periodista, Gonzalo León acaba de publicar este Lemebel oral, 20 años de entrevistas1994-2014, especie de autorretrato a través de respuestas neobarrosas y documento de primera necesidad, planeado luego de un partido de fútbol en el que La Internacional Garamona (un equipo bautizado en Santiago de Chile en honor al editor de Mansalva) no se sabe si ganó o perdió pero sí ganó esta obra generosa y salpicada de notas al pie que abundan más en el chisme de vecino y en la corrección criticona que en el dato académico.
Leerlo de corrido es reponer lo que el mito deglute de un personaje, repasar el cuento de hadas prole narrado por Pedro Lemebel desde el niño pollerudo del Zanjón de la Aguada que fue hasta su gloria de beca Guggenheim incumplida como buena Malinche renegada, pasando por su mitad como integrante junto a Francisco Casas del dúo performer Las Yeguas del Apocalipsis y las vísperas de su muerte y pase al panteón popular sudaca. Es una recopilación cronológica de cuarenta entrevistas realizadas a Pedro Lemebel en transferencia con diversos interlocutores que oscilan entre el look progresista pero pusilánime, la obsecuencia taimada, y un mimetismo que llega a la parodia salvo las realizadas por amigos de corazón como Víctor Hugo Robles, el Che de los gays.
Lemebel oral es a la vez mesa espiritista y continuidad de un proyecto en desaparición del que tal vez no lo tenía: la autobiografía de una voz .
El título no es descriptivo: las chorreras metafóricas de Lemebel a menudo fueron conseguidas por los entrevistadores a través de las citas a ciegas de un Chat -–qué escritor no se resiste a que lo devuelvan a la saliva, sobre todo cuando del otro lado suele haber un entontecido a quien no le da el pinet para la conversa, menos por ignorante que por cagazo a caer en las garras de la sedición colisa o promover la censura del jefe de redacción que pide sólo los camellos del Corán, es decir exotismo marica–, o sea, permítanme el chiste boludo para ganar unas líneas, Lemebel oral a menudo es Lememail o Lemechat. Sólo que el Lemebel escrito aprovecha, y hasta la barroca saturación, la oralidad, la va como protegiendo y archivando para inyectarla en la escritura, poder que identifica a Pizarro y a la conquista y que él combate en nombre de la lanza lingüística de un Atahualpa.
Lemebel oral envuelve a bucal y bucal: no es sólo por el chupón o la mamada personal y glotona sino el beso como práctica política con rigor de encuesta. Porque Lemebel fue un degustador de defecciones ideológicas en cuyos formularios precisó haber degustado insectos muertos en los labios de García Márquez y hierba en los de Joan Manuel Serrat (estaba esperando cruzarse con Fidel). Escrachar a besos era también para él poner en situación el fantasma homofóbico hit, el del contagio, un contagio que se afantasma como virus pero que sigue teniendo como eje la voz como rapto homo.
Más allá de este libro, puede decirse que todo Lemebel sería oral ya que él solía utilizar ese recurso que Carlos Monsiváis describe en la crónica como uso impreso del habla cotidiana.
La lengua popular
Ya se que me pongo en vieja catete –linda esta chilenada oral– con las repeticiones y que otra vez voy a hablar de La Loca como figura política y de su voz estratégica. Pero justifico confesando que cuando lo hice la primera vez fue para escribir sobre Lemebel y sus silabeos hipnóticos.
“La loca” es una invención crítica del poeta Néstor Perlongher para levantar la figura del marica popular, visible y escandaloso, un modelo político para oponer al “gay” gringo, al “leder” identificado con un bravucón de metales pesados. Cuando hablamos, mejor dicho cuando escuchamos, solemos poner entre paréntesis la voz para atender al sentido. La voz está cubierta por el sentido, pero en La Loca el sentido está también en su voz. Cuando La Loca habla quiere decir algo pero también hacerlo como loca. Quizá por eso se le atribuye el hablar con doble sentido o tener lengua de víbora, es decir, dividida en dos, metonímicamente zigzagueante. (El zigzag es una palabra fetiche para Lemebel, un voto antirrealista que apunta tanto a un desvío del referente como a una estrategia subte para desorientar al enemigo, táctica tero y acechanza crítica permanente como de Viet-Cong). La voz de La Loca es cooptadora, hasta el punto de fundirse voz y seducción y seducción y caída en la tentación de toda insurgencia. Las redes de seductoras “La loca del frente”, en Tengo miedo torero y de Molina en El beso de la mujer araña son fundamentalmente fónicas Lemebel escribía sus crónicas para espacios como La nación, Punto final y The clinic pero en el programa Cancionero transmitido desde su cuchitril de radio Tierra, necesitaba leerlas en voz alta, tal vez porque en La Loca, la voz de autor, la fónica y la poética se funden indiscernibles en el cuerpo haciendo a la obra imposible de interpretar por otro sin desfiguración y pérdida de identidad.
No es debido a los mitos fenecidos de mi alta edad que voy a citar a Sartre sino porque él, feo sapo hetero-cis propulsado a whisky y a anfetas, hizo de puto santo (Genet) y fue pionero en extrañar la voz política de La Loca extraviada en el barullo del tribunal psiquiátrico: “Lo que nos importa es que no nos hagan oír la voz del mismo culpable, esa voz carnal y turbadora que seduce a los jóvenes, esa voz jadeante que susurra durante el placer, esa voz canalla que cuenta una noche de amor. Es preciso que el pederasta permanezca como un objeto, flor o insecto, habitante de la antigua Sodoma o del lejano Urano, autómata que brinca en la candileja, todo lo que queramos pero no mi prójimo, no mi imagen, no yo mismo. Así pues es necesario que ese descarriado no sea más que una piedra y no yo”.
Hay algo cafiolo en esta lectura cis-hetero aunque existencialista incendiaria: delegación de la experiencia como nostalgia de la razón, deificación del margen como verdad per se, arrogancia de ser el único elegido capaz de llevar a la izquierda pacata una traducción inteligible de la transgresión. Habrá que inventar otras sólo que ya están inventadas.
Ladillas transandinas
La escritura insurrecta no tiene vuelo político si no dinamita los protocolos de conocimiento, desguaza paradigmas y puede hacer que un peo de rata, como llamaba Lemebel, con modestia afectada, a sus crónicas, asfixie al Ulysses de Joyce.
Cita riquísima de Lemebel oral en diálogo con Andrea Jeftanovic: “Cuando me enfrenté por primera vez a estos textos que podríamos llamar difíciles, como Lacan, Foucault, para mí eran chino, japonés. Pero había algo ahí, un rumor que me interesó. Y había un interés no sólo por entenderlos sino por identificar su proposición del mundo. En esos textos había un sonido desafiante para mí. Así me di el trabajo de entenderlos y de practicar esas escrituras pero desangrándolas hacia otros territorios ajenos a los de la crítica cultural” (...) “Yo tenía un bagaje, si no académico, sí perceptivo a través de contenidos que son praxis de las minorías, como la desterritorialización, el estar siempre en el deambular peligroso”.
No es que estos textos no sean difíciles para todos. Pero la desigualdad ante los saberes existe porque hay grupos privilegiados que se adentran en los textos, aún antes de entenderlos, con un sentimiento de propiedad como si se la diera por descontada como herencia, una familiaridad burguesa con el libro y el derecho de pernada sobre sus sentidos y aceptando los sistemas de promoción bajo el precario procedimiento del examen y las filiaciones obsecuentes: ni hablar de algunos resultados avalados por consensos sin críticas.
En cambio la pedagogía de Lemebel impone, en esta entrevista, que no hay código al que haya que acceder a través de pruebas determinadas por las autoridades catedrales, ni toga a obtener para poder hablar en lacanés, foucaultien o perlonghiano, que se aprende con el deseo, por el deseo como una necesidad y hasta llegando a la adivinación mediante la praxis. Como si dijera: “Entiendo porque deseo y es por mi urgencia insurgente lo que termino por encontrar desde mi corazón embarrado de activista, y entonces entiendo porque, en estos casos, como el deseo, el entender se vuelve inevitable”.
Libros como el de Marlene Wayar, Travesti, una teoría lo suficientemente buena, las columnas de Lohanna Berkins que van derecho hacia el libro –cuestión de meses y aún en las arcas culturales desiertas de Macriland para los textos desaforidos como llamaba la misma Lohana a los papeles disidentes– son fruto de ese ojo hiperlector que provee el deseo y cuyo logo es quizás la hoz y el martillo pintados con que Pedro Lemebel eligió leer por primera vez en un congreso de grupos de izquierda Hablo de mi diferencia que mezcla un medio bigote dalidiano con un monóculo gigantesco, al filo del ojo izquierdo pero nunca buscando su centro de cegamiento edípico. (Ya está: ya caí como tantos y de floja manera en el alhajero verbal de Pedro).
¿Hay legados sincrónicos, semi conscientes que los andurriales felices de una simbólica homoerótica permiten atravesar los Andes sin el modo patriarcal del parricidio y donde nada muere o caduca y no hay mayores a la borgeana sino iguales por un mismo sustrato insurrecto y libidinal para armar series forajidas como las tramadas entre Fernando Noy, Néstor Perlongher y Alejandro Modarelli? Lejos de la angustia de las influencias la marca de Perlongher en Lemebel instala la ladilla de la identificación colectiva, un más en la escritura que no genera epígonos sino un intercambiarse de archivos plebeyos ya desclasificados para todes y su novela Tengo miedo torero no es un homenaje a El beso de la mujer araña ni pariente pobre ni tardía, sino una continuidad soberana.
Sus palabras de entrevista peleona, a lo largo de Lemebel oral muestran que esta loca nunca se acomodó a la gloria final y parece transpirar desengaño al decirle a Flavia Costa: “Ahora las vocales mestizas, trolas, callejeras, cuneteras entran en la academia por la puerta de servicio y ponen su culo sucio en el salón letrado. También no se puede desconocer que hay una calentura mercantil por estos temas, donde cierta morbosidad de lo políticamente correcto mete su espéculo curioso”. Y jamás mostró agradecimiento porque Roberto Bolaño lo llamara “el mayor poeta de su generación”. Sabía que esa magnanimidad estudiada apuntaba menos a un reconocimiento desinteresado que a infiltrarles a las voces de lo que la poeta Mirtha Rosenberg llamó “machismo de altura”, la de una a ras del suelo sucio del Zanjón de la Aguada.
Inacadémico, Pedro Lemebel fue cría en revuelta de feministas académicas de izquierda y no hay el uno sin las otras, ni las otras sin el uno, patada al tablero patriarcal que determina quien pensó a quien o quien entroniza a, sino codo a codo en formación mutua de saberes diversos, de escritura a escritura en ósmosis micropolítica.
En otro libro imprescindible que acaba de salir (Abismos temporales, feminismo, estéticas travestis y teoría queer de Nelly Richard) hay una foto del velorio de Pedro Lemebel en el que un grupo de feministas rodean el féretro. Lo flanquean, es decir son las más cercanas a su materia en despedida y el epígrafe hace llorar: “Guardia de honor feminista con Kemy Oyarzún, Carmen Berenguer, Raquel Olea y Nelly Richard entre otras en el funeral de Pedro Lemebel, Iglesia La Recoleta Franciscana, Santiago, 23 de enero de 2015”. (Por ahí andaría la Soledad Bianchi para completar esta ristra nombradota”. Es decir, las feministas lo guardaban, eran la esquina de su corazón dentro del féretro bajo la bandera del partido comunista que lookeó con su cadáver apropiándose de una figura a la que nunca había terminado de asimilar. Claro que a la ortodoxia prepotente de la bandera la destrozó la presencia sobre el féretro de un par de stilettos colorados. Escribe Nelly Richard: “La contorsión de género(s) escenificada por la aparición de los zapatos lacados de color rojo y taco aguja encima del ataúd de Lemebel hizo que la bandera del partido comunista pudiese semejarse –imaginariamente-– a una fastuosa tela de vestir que Pedro pudiese incrustar en ella como motivo sentimental el recuerdo enjoyado de su amada Gladys Marín”.
Vamos por más
Quizás llegue el momento de preguntarse si la crítica a las políticas de género no tendría que hacer estallar aún más los géneros literarios y si la crónica no va ya hacia su vencimiento operativo ante las próstatas periodísticas. Que no nos manden a ese rincón de la gran cosa concedida para que nos arrastremos a dar las gracias: ¡gracias Poronga Novela por dejarnos un lugarcito al lado aunque nunca a nadie se le ocurra citar Loco Afán junto a Pedro Páramo! ¡Gracias por la parte de atrás del diario o revista, cuando el mismo Pedro concede que hizo siempre lo mismo sólo que de repente la hija guacha fue reconocida con un nombre (crónica) y entonces, lúcido como mañana de centro de rehabilitación, se queja ante David Bustos Mellado (revista Erato) del riesgo de que la anécdota pueda comer la intención de intervención, de que un estanco de cierta vertiginosa oralidad que lo adelante en la escritura, a veces, también se le adelanta a la reflexión en lo que está escribiendo. En buen Cayetano. ¿Cuándo se atenderá lo suficiente al factor analítico de la crónica y no a su extorsión de lengua inventora y aguafuerte de vidas intensas: ¿ni un maricón en la serie Martínez Estrada, Jauretche, González, todos bien firmes bajo la marquesina macha de “ensayo argentino” o el más mediático “intervención cultural” y ellos como intelectuales críticos. ¿Nadie de la patria del perímetro de afuera, que la dibuja más nítido, por exclusión? No nos tomemos tan en serio la parte de atrás por razones libidinales. Ensayos como Matan a una marica de Néstor Perlongher, Las lágrimas de Eros de Fernando Noy, cualquiera de las intervenciones de actualidad política que Alejandro Modarelli escribe en el suplemento Soy hubieran merecido una portada. ¿Qué? ¿Nos queremos siempre subterráneos como célula clandestina, ácaros entre los pliegues del poder? Tenemos que hablar.
Fiera, proleta, roja
En Lemebel oral vuelve como una letanía la figura del detenido desaparecido y no habría que confundir esa insistencia con la cantinela izquierdosa de las prioridades sino como algo que Lemebel define como un espacio por donde duele esa sombra. “Entonces todo eso (los NN) me hacía poner mi pulsión homo en segundo lugar, en tercero, no sé, ante la urgencia del momento. No me estoy jactando de eso, sino que fue así nomás. Uno siente por donde le duele esa sombra”, le dice a David Bustos Mellado. Y eso que Lemebel asociaba el testimonio a confesión y que la verdad con mayúscula le parecía paja estancada y filosófica ¿Hubiera considerado a Rodolfo Walsh en el linaje despreciado del periodista acusete, el de la “objetividad eclesiástica, de la que reniega? Sin embargo en el pañuelo negro con la cruz pirata que Lemebel portaba como bandera escondida, estaba también su nombre representado por esos huesos que él argumentaba como de detenidos desaparecidos. El encontraba en el Cadáveres de Perlongher no sólo la poética deslumbrante y hermanaza sino la crónica involuntaria del terrorismo de Estado y por esa sombra que dolía nunca dejó de restarse de las locas que le hacían los juegos florales a la dictadura pinochetista tapando los campos de concentración con luz negra de disco gay.
Si al mito Pedro Lemebel se le suma el rasgo sacrificial de que fuera justamente la voz lo que perdiera debido al cáncer, su genio la despidió en un susurro patotero con la autoridad –ese cuchicheo terrorista en el Malba–, bien modulado para el agravio, susurro que es el tono de los perseguidos por la ley, los forajidos del sexo, los conspiradores y herejes: entonces ese susurro no fue el fin antes del fin sino su última performance. Una huella de esa voz se levanta como una alucinación en este libro que fue presentado el miércoles en Brandon y en el día de su cumpleaños de Lemebel: nos olvidamos de las papas con cáscara que él servía para grandes ocasiones, manjar módico que unifica a la cuitca venida abajo y a la vecina de Pobla. Creímos escucharla venir en zigzagueo resentido, por tanta palabra, y pasar invisible bajo un puente de brazos como aquellos que levantaron la Nelly Richard y la Carmen Berenger cuando, de vuelta de un congreso sobre sexualidades torcidas, bailaron una especie de minué en los pasillos estrechos de un boliche rasca llamado Insomnio, voz que reclamaba zalamera que empezara de una vez la fiesta.