Ingmar Bergman, el director sueco que retrató el silencio de Dios, personificó a la Muerte como un Gran Maestro de Ajedrez, puso en imágenes y sonidos un gran aparato de miedos, angustias y ansiedades experimetadas por la psiquis humana post psicoanálisis, hubiese cumplido 100 años el pasado julio. A pesar de tantas angustias y emociones contradictorias, tuvo, paradójicamente, una vida extensa e intensa. Vivió hasta los 89, se casó cinco veces, y tuvo tres amantes de larga duración y nueve hijos. Sin embargo, una imaginable vida doméstica agitada no atentó contra su efervescente productividad teatral y cinematográfica. Dirigió más de cincuenta obras de teatro (propias y sobre todo ajenas, Shakespeare, Chejov, Albee, Ibsen, y la lista sigue) y casi cuarenta películas entre largos y telefilmes. 

El Festival de Mar del Plata organizó una muestra bajo el nombre “Che Bergman”, que planea extenderse hasta Buenos Aires y otros rincones de la Argentina. La muesta tuvo como resultado un libro, que lleva el mismo título, con material visual, historietas y textos críticos, escritos por Paula Vazquez Prieto, Adrián Mouyo y Diego Schulman, entre otros. Curada por Raúl Manrupe, la muestra puso el foco en el impacto que tuvo el cine del sueco en el público argentino, que siempre fue fiel a cada uno de sus estrenos. Se pudieron ver afiches con leyendas sobre posibles “imágenes intimidantes”, la lucha del distribuidor Néstor Gaffet por estrenar sus películas en los cines de la calle Lavalle y sus operativos para sortear la censura, y la calurosa y acalorada recepción de una bohemia porteña que, al mismo tiempo, abrazaba el psicoanálisis con euforia. 

Bergman impactó en el público argentino sin crear una gran corriente de nuevos cineastas. Sus seguidores fueron, más bien, pensadores, críticos, psicólogos y muchos –hay que decirlo– también charlatanes. Que se lo haya visto desde la teoría psicoanalítica hizo que se resaltaran, por lo general, la dramaturgia y la caracterización de los personajes (en lo que era, por supuesto, un maestro), mientras que otros aspectos de su cine, como la sensualidad, la irreverencia, el uso de los cuerpos, el ritmo interno de los planos, quedaron relegados por debajo de “los temas”. Bergman se convirtió en sinónimo de “lo profundo”, “lo inteligente”; en definitiva, lo pesado. Y la fuerza de su cine, el montaje siempre al servicio del ritmo y el trabajo fotográfico (la dupla con Sven Nikvist es descomunal y conforma una de las mejores parejas creativas de la historia) no fue revalorizado por los cinesstas argentinos de la época en su justa medida, quizá atraídos por un cine político y urgente, más en sintonía con los movimientos convulsos de la época. A diferencia de, por ejemplo, Francia, donde fue la figura central para entender la nouvelle vague: recordemos que el movimiento se inicia cuando Antoine Doinel roba un afiche de Un verano con Mónica (1956). En Estados Unidos, el cine de Bergman inspiró al género de terror: Wes Craven tomó muchas cosas de La fuente de la doncella (1960) para diseñar su Pesadilla en Elm Street. Y es clara la influencia estética de La hora del lobo (1968) en el cine de David Lynch o de Michael Haneke. 

“Quisiera que mis películas fuesen solo de imágenes” anota Bergman en su cuaderno de trabajo, y la frase sintetiza hasta qué punto estaba preocuado por la naturaleza misma de lo cinematográfico, más allá de los dilemas sobre Dios, la angustia y el ser. Por motivo también de su centenario, la editorial española Nórdica rescata y publica justamente su  Cuaderno de trabajo, bajo ese mismo título. Libro extenso, comprende desde el año 1955 hasta 1974, y es apenas un fragmento de los sesenta cuadernos espiralados que Bergman llevó a lo largo de su carrera hasta su muerte en año 2007. El recorte de esta edición retrata los comienzos de su carrera, tras la inquietante agitación que produjo Sonrisas de una noche de verano (1955) hasta el rodaje de la bella La flauta mágica (1975), un Bergman maduro e igual de inseguro, aislado en su isla, quien había abandonado las desdichadas preguntas por la existencia de Dios y había decidido bajar la cámara de su contrapicado para ponerla en un eje terrenal: las pasiones y emociones de sus personajes en clásicos memorables como El huevo de la serpiente  (1977) y Escenas de la vida conyugal (1973). 

No es lo primero que se publica de Bergman. Sus fanáticos recordaran los dos libros de memorias editados por Tusquets, Linterna Mágica (1987) e Imágenes (1990). Muchos de los pasajes de esos libros son en verdad reescrituras de anotaciones volcadas en los cuadernos. ¿Es este un diario personal? Sí y no. En un cineasta la escritura de un diario o cuaderno tiene una función no solo estética o poética, sino también práctica. El mundo personal, los temas, obsesiones, lecturas, de Bergman se mezclan y chocan con la esfera pública: las críticas, los problemas de los rodajes, las actrices y los actores, los productores, los rubros técnicos, los festivales; sumado también a su intensa labor con director y puestista de teatro. En Bergman hay una lógica cansina y neurótica, cuya búsqueda insaciable por cierta paz (que algunos llamarán empecinadamente felicidad) se ve manifestada y frustrada por la constante relectura y reescritura de sus guiones. Por el imperativo del trabajo. 

Con la lectura asistimos al proceso de maduración de cada una de sus películas; el proceso que le toma la comprensión de una línea narrativa o el por qué de ciertas decisiones internas; el debate que libra el solo frente al material. Se refleja hasta qué punto precisaba de la escritura para “ver” con claridad una película. Si bien no es un diario en donde Bergman intenta capturar lo inasible de la experiencia, se percibe, aquí y allá, la desazón que le produce el, parafraseando a Cesare Pavese, oficio de vivir. Desde el fastidio y el odio que le genera no entrar a Cannes (aunque finalmente lo logre), hasta frecuentes recaídas anímicas e hipocondríacas que lo llevan a institutos médicos, desde donde escribe varios de sus guiones y desde donde parece también obtener inspiración e información. La convulsionada vida personal  apenas está referida, salvo algunos casos, y en ese sentido, se agradecen las notas contextuales del crítico Jan Holbmer que ofician como una biografía involuntaria, ya que ese contexto en verdad, era lo que atentaba, según él, contra su potencia creadora. “Voy a escribir como siento que debo y como quieren mis personajes. No como quiere la realidad exterior” anotó e Bergman, en un paréntesis sintético, el núcleo de su fobia. Es ahora esa “realidad exterior” la que le rinde tributos y, más allá del centenario, quizás encuentre un nuevo público y una nueva camada de cineastas que pueda revisarlo y revisitarlo.