El Hombre Araña quedó huérfano nuevamente. El título de tapa del diario francés Liberation resumió mejor que ningún otro el sentimiento global que esta semana acompañó la noticia de la muerte de Stan Lee, a los 95 años. Si bien sus últimos emprendimientos empresariales terminaron en fracasos contundentes, y los rumores y noticias que en el último tiempo llegaban desde Los Angeles hablaban de una vejez nada tranquila y mucho menos respetable –luego del fallecimiento el año pasado de su mujer de toda la vida, y con una lista interminable de denuncias y disputas legales, incluso con su única hija y heredera–, su rostro era conocido por los millones de espectadores del universo Marvel a través de los infaltables cameos en cada una de las películas basadas en sus personajes. Pero, a diferencia de Alfred Hitchcock, amo y señor de cada uno de los films en los que se dejó ver en escenas similares, Lee apenas si tuvo algún tipo de vínculo creativo con cada uno de ellos. Y mucho menos económico.
En su libro Marvel Comics: The Untold Story (2012), Sean Howe recuerda que en una entrevista realizada para el estreno de El Hombre Araña (2002), Lee aseguraba que no había hecho ni un centavo con ella. “La gente naturalmente asume que sí, pero no”, era contundente ante el Times de Londres. “Pero he tenido una gran vida, la he disfrutado, y he formado una nueva empresa que promete”, agregaba el siempre entusiasta guionista, que sin embargo a fines de ese año iniciaba el juicio contra Marvel por el que terminaría consiguiendo las únicas ganancias relacionadas al imperio cinematográfico montado sobre los superhéroes que –ayudado por el no siempre acreditado pero indispensable aporte de dibujantes como Steve Ditko (en El Hombre Araña) o Jack Kirby (casi todos los demás)– supo crear medio siglo atrás.
El de Stanley Martin Lieber –Stan Lee fue su seudónimo, que luego del éxito terminaría adoptando como su nombre legal– es un ejemplo contundente de ese segundo acto en la vida de los estadounidenses en el que F. Scott Fitzgerald no creía. A los 38 años, después de dos décadas como oscuro responsable de una editorial de historietas de segunda línea, antes de renunciar decidió hacerle caso a su mujer, que lo alentó a escribirlas a su manera. “¿Qué pueden hacer? ¿Despedirte?”, es la frase que le atribuye la leyenda. Por la puerta abierta del pedido de su jefe de que copiase a la exitosa Liga de los Superhéroes, a comienzos de los años 60 se abrió paso –con Los 4 Fantásticos a la cabeza, a los que se sumarían Hulk, X-Men y siguen las firmas– una revolución encarnada por superhéroes conflictuados, llenos de dudas y vulnerables a los problemas más cotidianos.
Si Superman y Batman son los mejores representantes de la edad de oro de los superhéroes norteamericanos durante los años 40, el éxito de las creaciones de Lee y su equipo es considerado como la edad de plata. Aparecidos entre el fin del macarthismo y la llegada de Los Beatles a Norteamérica, los superhéroes de Marvel supieron hablar en el idioma de su época, al punto de que por entonces tanto Federico Fellini como Alain Resnais visitaban las oficinas de la editorial en Nueva York, y en una encuesta realizada por la revista Esquire a mediados de los 60, la imagen de El Hombre Araña y El increíble Hulk rankeaban entre las favoritas en las universidades, al lado de Bob Dylan o el Che Guevara.
Cincuenta años y más de una revolución generacional apropiada por el mercado después, los posters de las películas de Marvel comparten lugar en donde sea que los desplieguen los adolescentes del nuevo siglo al lado de artistas musicales de reality y personajes de dibujos animados, y han quedado muy lejos de los actuales Dylans o Guevaras, si es que los hubiese. Mal que le pese a Gil Scott-Heron, la revolución no sólo fue televisada, sino que también fue diluida, empaquetada y vendida todas las veces que hiciera falta, hasta vaciarla de significado. Pero como en este mundo propenso a las teorías conspirativas hasta las posturas apocalípticas se muerden la cola, incluso desde el lugar más integrado los personajes imaginados por el buen Stan siguen cantando la misma canción. En los 60 los X-Men reflejaban la lucha por los derechos civiles, y ahora esos mutantes adaptados al cine –mal que les pese a cualquier preocupado especialista en marketing– les siguen hablando a los desclasados de todo tipo, que continúan buscando su lugar en un mundo avaro que nunca supo qué hacer con ellos.
Mientras tanto, el jamás apocalíptico pero tampoco tan integrado Lee sostuvo hasta el fin de los días que su sueño siempre fue ser novelista, dramaturgo o guionista de Hollywood. Hacer historietas para él fue nada más que un trabajo, nunca una vocación. “Todo lo que escribí, lo hice de una sentada”, dijo alguna vez. “Soy un escritor veloz. Tal vez no haya sido el mejor, pero sí el más rápido”.
Tan hijo de su tiempo que termina estando bien al día, Stan Lee suena como si estuviese hablando ahora mismo desde la entrevista que le hizo su ex secretaria convertida a periodista Robin Green a comienzos de los 70 y puso a Marvel en la portada de Rolling Stone cuando su revolución ya estaba consolidada. “Me considero un comunicador”, decía entonces quien no se consideraba ni hippie ni conservador. “Una de las cosas más terribles del mundo es que pensamos en blanco y negro, héroes y villanos, buenos y malos, ‘si no estás de acuerdo conmigo voy a destruirte’. Por eso pienso que el único mensaje que he tratado de comunicar es el de ser tolerante. Si sos radical, no creas que todos los conservadores tienen cuernos. Y si sos conservador, no creas que todos los radicales quieren hacer explotar la nación y violarse a tu hija. Tal vez suene ingenuo, pero creo que todos queremos lo mismo: tener una buena vida, estar en paz, sin que nadie nos lastime y poder disfrutar de lo bueno que tiene para ofrecer la vida”, decía entonces Lee, el hombre que dejó filmados sus cameos para las próximas películas de esos personajes que no son ni buenos ni malos, ni héroes ni villanos, sino blancos, negros y de todos los colores posibles.