Para entrar y ver el partido hay que conocer a alguien o saber la contraseña. Se dicen las palabras indicadas en una entrada algo disimulada entre chapas sobre Avenida de los Constituyentes y enseguidase abre un pasillo por el que se accede a La Cancha de Cachito, en Villa Martelli. Al final del pasadizo donde no penetra la luz, y después de varios perros nada guardianes, el último obstáculo es una chica con una riñonera, que parece casi una adolescente. Vende las entradas y tiene perfectamente fichados a los invitados especiales: aquellos a los que no les debe cobrar (habla de los “grandes” y menciona a uno que apodan El Patrón). Tampoco pagan entradas las mujeres, lo cual no representa casi ninguna pérdida para la organización porque La Cancha de Cachito es un ambiente a pura testosterona.
La previa
A la mitad del pasillo se abre un potrero, con reflectores LED, acondicionado para jugar al piqui voley, un deporte que combina el dominio de la pelota con los pies del fútbol pero con las reglas y el uso de la red del voley. “Nderevalei” (“No servís”) se escucha desde el otro lado de la red: un jugador le grita desde el piso y entre el polvo a su compañero. “E ñe’e”, se queja un rato después porque el problema persiste. “E ñe’e” quiere decir “¡Hableme!”: lo que le reprocha es que el coequiper no se acostumbra a avisarle si va a ir o no a recibir la pelota, lo que los lleva a pisarse. La que traduce para los recién llegados estas palabras en guaraní es la misma chica, la de la riñonera de la entrada, que ahora arrastra por los bordes de la cancha a dos niñas colgadas del cuerpo, sus hijas de edades escalonadas. Reparte las rifas que funcionan como tickets y más tarde levantará las apuestas en la cancha y con cancha.
Hay otras tres mujeres en la cocina preparando un arsenal de comida para jugadores y público, que mientras meten y sacan empanadas de una freidora industrial, especulan acerca de si vendrá o no “El Campeón”. Si viene,lógico, se venden más porciones de ravioles, escalope, pollo frito, sopa paraguaya. Otra de las escasas presencias femeninas son las botineras del piqui, como se apodan así mismas un poco en broma. Siguen a sus parejas, jugadores en ascenso, a partidos por el Cono Sur, y hasta apuestan por ellos: “¡Y casi siempre me va bien! Hasta mil pesos llego. ¿Y cómo no voy a apostar por él? Lo único que falta es que lo haga por el contrincante”, aclara los tantos Gracilda, trabajadores doméstica, sub 30 y compañera de Jesús, quien a su vez es una joven promesa de la cancha de tierra, que mientras su novia conversa con este diario se bate en un picado previo al gran espectáculo con premio consuelo –cuatro cervezas–.
La matriarca del Piqui
Con brillos y un vestido de red, la Reina del Piqui, Rossana Duarte, hace su aparición en el precalentamiento. “Aquí conozco absolutamente a todos: a los que juegan, a los aficionados, a los que vienen a mirar por mirar, a los que vienen en familia por el show y la comida casera, a los que apuestan un poco, a los que apuesta bastante”, se presenta, despampanante y lúcida, con las riendas en mano de todo lo que pasa en el potrero y alrededores.
“Ella es nuestra patriarca, ¿viste? Ella pide, nosotros hacemos. Yo vivo en el sur del conurbano, la otra punta, y vengo porque ella me llamó. Yo juego de chico al piqui y ella me enseñó muchas cosas, casi todo lo que sé”, dice un todavía muy joven ex jugador que está sentado en la hinchada. “Ella me habló por primera vez del akasyi”, añade porque sabe que esa palabra va a hacer enojar a la Reina, que lo hace callar entre risas. Lo que sigue es un intercambio en guaraní entre ambos donde no queda claro si pelean o se divierten. “El akasyi –contesta finalmente la Reina ante la indagación de este este diario– significa tantas cosas, que si lo empiezo a explicar, me quedo hasta las tres de la mañana”. Horas más tarde el significado de esa palabra tan musical cae por su propio peso. Quiere decir muchas cosas, es cierto, pero en la cancha de piqui el “akasyi” es instar a un jugador para que pierda un partido y asegurar así una apuesta importante.
El auge
El Piqui Voley tiene sus propios clásicos: duplas famosas de Paraguay retadas por duplas de jugadores argentinos. Hay desde partidos a todo trapo como los que se juegan en el Complejo Deportivo Ypacarai, en González Catán, donde los autos de lujo estacionados sobre la Ruta 3 dan la pauta de una circulación de público con cierto poder adquisitivo, hastaencuentros barriales, casi siempre en espacios semidescubiertos que no están abiertos a todo púbico, sino al enterado. Algunos hablan de un auge que la Reina calcula un poco a ojo, otro poco con la vara del bolsillo: en cada villa y barrio con fuerte presencia de la comunidad paraguaya del Conurbano se está instalando una canchita de piqui voley, donde se va a jugar por apuestas que en general son pequeñas. “A la gente que es pudiente –dice un apostador serial– no le llama la atención pero para el que vive del día a día ganarse mil o cinco mil pesos en un partido sí que le sirve”. “De repente, si venís siguiendo la cosa, si conocés quién es tal jugador, te podés llevar unos seis mil pesos”, acota otro aficionado desde el público.
El Piqui Voley florece en Buenos Aires desde hace unos dos años, según los cálculos de los más entendidos y de los más fanáticos. “Crece y crece por fuera de lo que muestra la prensa, por fuera de lo que conoce la gente que no es de la comunidad paraguaya, por fuera de cualquier auspicio estatal y privado. También va ganando popularidad en provincias como Misiones, donde me ha tocado ir y que los mismos chicos fanáticos me pidan que les llevemos a las estrellas”, dice Marcos C, un jugador de Piqui en ascenso que vino desde Marcos Paz. Las canchas más concurridas están en la Villa 21 24, Glew, Soldati, Villa Melo (en Villa Martelli) y González Catán.
Las estrellas
El flujo de jugadores se gestiona desde la Asociación Futvoley Paraguay. Los jugadores visitantes más novatos se quedan en casas de parientes y el público improvisa una vaquita para pagarles la comida y los pasajes. “Hay un gran número de familias paraguayas que armaron su propia canchita de Piqui en la villa”, cuenta Myriam, una de las cocineras del evento. Pero también existe un starsystem de jugadores de piqui cuyo caché se desprende de las entradas que pagan los cientos de interesados que van a verlos jugar. Y en esos casos la Asociación Futvoley Paraguay les ofrece habitaciones de hotel entre otras comodidades.
A los veintiséis años, Camilo M. se describe así mismo como una ex figura del piqui, una estrella apagada: “Esta panza de cerveza te lo dice todo”. Empezó a los catorce y conoce a todos los jugadores y aficionados que circulan por esta canchita oculta en un recoveco de Villa Melo. Hasta los diecisiete no paró de ascender como jugador en Paraguay. Y desde los veintidós vive en Buenos Aires y trabaja con su tío como ayudante de pintor. “Una vida de changas, con la que al final hago más plata que lo que me empezó a dar acá el piqui. Porque le falta desarrollo. Ni se gana también ni a mí tampoco me da el estado”. Pero el desgaste físico no es el único factor que ahora lo mantiene del lado de las gradas: “Me alejé porque empezaron a entrar otras cosas al Piqui. Empezaron a llegar caballos de Paraguay, los Messi, los Di María de Piqui”. Camilo M. cuenta que empezaron a llegar al país estrellas de tiempo completo, deportistas que entrenan todo el día porque tienen quien les pague por eso. “Y si vos tenés otro trabajo en el Piqui te quedás atrás. No hay otra”. También cuenta que de la mano de los caballos llegaron a Argentina las apuestas más pesadas “y yo me negué a jugar por plata, ¡más que nada porque perdía!” Cuánto se juega en esas “apuestas fuertes” es la pregunta del millón. Según Camilo M., “antes, en el 2013 o 2014, cuando había más plata, se apostaba más. También es cierto que ahora que el peso está tan desvalorizado se hacen apuestas en dólares y otras monedas: de 500 pesos a grandes apostadores que van con 10 mil dólares. Pero esos son los menos. Y el que no tiene más plata, apuesta sus muebles. ¡En serio! Hay gente que pierde la cabeza en estas canchas”.