El viernes pasado, la artista rosarina Eugenia Calvo inauguró la última muestra del año de la galería Diego Obligado (Güemes 2255). Bajo el ambiguo y enigmático título de El inicio del movimiento, la muestra equilibra placer intelectual y sensible en la fina línea que su autora traza y recorre entre disciplinas. Se trata de obras-instructivos que incorporan elementos de la arquitectura, la poesía, la música, la fotografía, el diseño y las ciencias del lenguaje, a la vez que dialogan con la obra anterior de Eugenia Calvo. El resultado de estas complejas y lúdicas operaciones, lejos de presentarse como un caos, no podía estar más rigurosamente organizado. Su impecable belleza armoniza con el gusto austero de la generación millenial, pero además el alimento que brinda al pensamiento al ser decodificada es rico en sentidos y en referencias al pasado cultural de la ciudad.
Para realizar algunas obras de la muestra, la artista plástica trabajó en colaboración con una diseñadora y un músico. La frase El inicio del movimiento (que compendia guiños a la física y la historia política) es también el título de una de las obras, una pieza gráfica con diseño de Joaquina Parma que hace referencia a otra obra del mismo título, un video que registra una acción. La pieza gráfica funciona, en teoría, como un “instructivo” para realizar esa acción: hacer pendular una araña de caireles.
Toda la muestra sigue más o menos esa lógica, con apasionantes variaciones. Una obra arquitectónica (la casa de la autora en Rosario) es el punto de partida en La marcha de las funciones. La obra es al mismo tiempo una serie rítmica de acciones cuidadosamente pautadas, llevadas a cabo con la casa; el video que la registra, y la partitura de Luciano Schillagi que con diseño de Joaquina Parma fija y orquesta esa serie de acciones de tal manera que cualquier “intérprete” pueda, en teoría, seguirla y realizarlas exactamente de la misma forma. El video no se exhibe en la sala pero se encuentra disponible para su visionado en trastienda. Diego Obligado, el galerista, aguarda a que el público se detenga atraído por la belleza neo constructivista de la partitura (que puede verse desde la calle) y entre a verla de cerca; cuando lo considera oportuno, les cuenta lo que está cifrado en esas formas. “Ven el video y les encanta”, dice.
El punto de partida de otra de las piezas exhibidas es una obra arquitectónica de Hilarión Hernández Larguía (1929-1969). Se trata de la casa que el destacado arquitecto rosarino (co-autor del actual Museo Castagnino) proyectó y realizó como su vivienda y estudio particular en San Luis 448. Está cerrada desde hace ocho años. Eugenia Calvo compuso un poema ilustrado que se puede llevar como souvenir de la muestra y que se deja leer como un conjuro para la apertura de la casa. En otro orden de cosas (menos mágico pero no por eso menos eficiente), la galería sigilosamente le hace el aguante a la artista de cara a la posibilidad de destrabar el encierro en forma legal y legítima, para poder crear a partir de allí una nueva obra.
Una serie de fotografías, que incluye cada una un texto cifrado en un alfabeto creado especialmente para la obra, se expone acompañada por el código indispensable. Las fotos son tomas nocturnas de frentes de casas iluminados únicamente por las luces de seguridad que se encienden al pasar un transeúnte. El juego de ponerse a descifrar los criptogramas, escritos en un sistema de puntos y rayas que evoca al mismo tiempo el código Morse y el alfabeto Braille, arroja como resultado una serie de frases no menos misteriosas que su cifrado. La acción de desciframiento que se requiere para leer los textos evoca también la perdida práctica de las mesas danzantes, que fue furor a mediados del siglo XIX. Esta consistía en la comunicación con misteriosos emisores invisibles a través de un sistema de lenguaje basado en los golpecitos que una mesa daba con una pata en el piso, movida por quién sabe qué o quién. Pasar por una vereda y que una luz se encienda sola, como activada por alguna oscura conciencia, provoca un temor ominoso parecido al de aquellos gozosos escalofríos. Tanto la escritura encriptada como la iluminación inteligente pertenecen a una distopía paranoica, regulada por las tecnologías de la sospecha.
Otro de los instructivos de la exposición (diseñado, al igual que todos los demás, por Joaquina Parma) es una partitura musical que se interpreta con una mesa y serruchos. Una serie de líneas quebradas van guiando al intérprete o a la intérprete en el serruchado rítmico de las patas de la mesa. El ciclo, teóricamente, se repite hasta que la mesa se queda sin patas. La pieza funciona como una falsa precuela o un falso making-of de una instalación de Eugenia Calvo que consiste en una mesa con sus cuatro patas cortadas puestas a los lados.
La obra de Eugenia Calvo consiste coherentemente en estos mínimos gestos muy estudiados, aparentemente gratuitos pero a la vez cargados de cierto humor excéntrico y de múltiples simbolismos. Son como actos en un sueño o como las minuciosas catástrofes calculadas de la comedia muda, en la era heroica del cine. Si los videos de Lila Siegrist parecen nietos de Jacques Tati, las acciones civilizadamente bárbaras de Calvo son bisnietas de Buster Keaton: heredaron la precisión de sus acrobacias catastróficas y su semblante impasible.