Desde Barcelona
UNO “¿Debo leer este libro ahora? ¿Ha llegado por fin el momento de leerlo”?, se pregunta Rodríguez entre cajas abiertas como mandíbulas que escupen cuentos y novelas y que parecen reírse de sus vanos intentos de conseguir cierto orden en su flamante biblioteca de separado. Alguien alguna vez había dicho que la gran diferencia entre el exiliado y el émigrée es que el último alcanza a irse con sus libros. El separado, entonces, es una cruza entre ambos, piensa Rodríguez mientras mira fijo ese libro que no ha leído hasta ahora pero aún así compró, hace ya unos cuantos años, seguro de que tarde o temprano llegaría el momento, de que les llegaría el momento. A él y a el libro. Rodríguez se acuerda de que los japoneses hasta tienen una palabra para acorralar a este síntoma y estado de ánimo: tsundoku, comprar libros y no leerlos, verlos juntarse y amontonarse hasta que el tsundoku crece a tsunami, y....
DOS El libro es del 2010 y se titula The Interrogative Mood y se subtitula A Novel? Y su autor es el norteamericano Padget Powell (Gainsville, Florida, 1952). Y fue traducido al español un par de años después por la editorial de Barcelona Alpha Decay como El sentido interrogativo. Y esta es la particularidad del libro: está total y absolutamente compuesto por preguntas sin respuesta (de ahí lo de “A Novel?”). Y son preguntas que van de lo trascendente a lo vacuo, de lo sublime a lo vulgar. Las primeras líneas/preguntas del libro son: “¿Son puras tus emociones? ¿Son ajustables tus nervios? ¿Como te posicionas respecto a las patatas? ¿Debería seguir llamándose Constantinopla? ¿Un caballo sin nombre te hace sentir más o menos nervioso que un caballo con nombre? ¿En lo que a ti respecta piensas que los niños huelen bien?”. Y así –en ocasiones las preguntas se extienden en riffs de más de una página, como la que implica la súbita materialización del espectro de Jimi Hendrix y del qué harías de producirse– hasta la página 164 en la que se despide con un “¿Ahora vas a irte? ¿Lo harás? ¿Te importaría?”. Pero antes de llegar allí –si se lee con cuidado y entre líneas– se advierte una trama secreta que pasa por el sentido del honor, por el correr del tiempo, por lo efímero de todas las cosas de este mundo, por la obligación y la responsabilidad de no olvidar. Y acaso lo más importante de todo: el argumento final y definitivo de The Interrogative Mood no es otro que lo que uno se va respondiendo a todo eso que le preguntan –para alcanzada la última de las preguntas– comprender, por fin, si le importa o no irse.
TRES Y Rodríguez se acuerda que se lo compró alentado por cosas que había leído en la prensa de EE.UU.. The Interrogative Mood se había convertido en pequeño pero intenso fenómeno cult, siendo alabado por gente como Jonathan Franzen y Rick Moody y Jonathan Lethem y Amy Hempel y Richard Ford y Luc Sante. Y, por supuesto, abundaron las reseñas entre elogiosas y extrañadas compuestas únicamente por interrogantes. Enrique Vila-Matas publicó –con gracia e inteligencia– una de ellas donde apuntaba que uno de sus grandes méritos era el de hacer que no parases de hacerte otras preguntas mientras pasabas sus páginas e interrogantes. Estuvieron, también, los que, on line, no demoraron en abrir blogs hoy seguramente abandonados en los que contestaban, una a una, a todas las cosas que preguntaba Powell.
Y muchos, claro, se hicieron la pregunta más intrigante de todas: ¿qué le había pasado a Powell como escritor? Porque Powell había debutado en 1984 con una novela “normal”, Edisto, que parecía perfectamente diseñada para convertirlo en el nuevo titán del naturalismo sureño confesional con héroe adolescente à la Holden Caulfield. Uno –otro– hijo de Carson McCullers y de Flannery O’Connor al que tótems como Saul Bellow y Walker Percy entonaron loas y quien enseguida fue nominado al National Book Award de ese año. Pero, ah, Powell había sido alumno/discípulo del polimorfo y perverso texano Donald Barthelme. Y pronto comenzaron a notarse los radiactivos efectos residuales de semejante educación y así fue derivando hacia –según sus palabras– “líneas surrealistas”. Luego de nueve años sin publicar, Powell encendió este artefacto que –decide Rodríguez– irá en el mismo estante que esos otros libros que parecen fáciles de escribir y de imitar pero no-no-no, niños y adultos, no intenten hacerlo en sus casas: las novelas de David Markson y Mary Robison y los cuentos de Lydia Davis y Diane Williams, Ejercicios de estilo de Raymond Quenau, los Me acuerdo de Joe Brainard y Me acuerdo de Georges Perec, Ray de Barry Hannah, Facsímil de Alejandro Zambra, Pensamientos de Blaise Pascal. Y, también, del siguiente libro de Powell: You & Me y del que Rodríguez leyó nada más que la solapa para enterase de que es el beckettiano diálogo sobre el todo y la nada (amor y sexo y cadillacs y Miles Davis) de dos tipos sentados en un porche y, también, haciéndose tantas preguntas.
CUATRO El problema para Rodríguez reside, claro, en cómo mantener la pureza y gracia de los interrogantes propios y que no se le cuelen cosas como ¿el Tribunal Supremo español es justo? o ¿de verdad que ya tengo que preocuparme por el fin de los automóviles con motor de combustión en el 2050? o ¿Pedro Sánchez es un genio de la supervivencia política o tan sólo es algo así como el papa de una religión en la que Dios también es él? o ¿de verdad los independentistas catalanes se creen esas cosas que dicen? o ¿por qué un teléfono “inteligente” que podría durar unos doce o quince años reduce su tiempo de funcionamiento a apenas dos cortesía de la “obsolescencia programada” por sus propios fabricantes? o ¿se aprobará a la brevedad un decreto ley en el que se obligará a toda familia a guardar por un día al cadáver de Francisco Franco? o ¿existirán grabaciones del Partido Popular en las que se habla nada más que del clima? o ¿cómo es posible que los tertulianos políticos se indignen por el poco sentido ético de los espías del gobierno cuando el espionaje, por definición, nunca puede ser ético? o ¿falta menos para que Europa deje de ser Europa y se convierta en Eurrota? o ¿qué hace Rajoy ahora que puede hacer nada sin que nadie se de cuenta de que no hace nada? o ¿es Rosalía tan genial como aseguran? o ¿La Marca España (ahora rebautizada como España Global) es algo bueno o malo? Y acaso lo más importante de todo: ¿significa algo –porque algo tiene que significar– el que las muertes de Douglas “HAL 9000” Rain y Stan Lee hayan sido anunciadas el mismo día?
CINCO Powell explicó que la idea para The Interrogative Mood se le ocurrió a partir de la cantidad de emails que recibía día tras día con preguntas sueltas y supuestamente cuerdas y que, atomáticamente, le provocaban contrapreguntas locas. Y que las fue coleccionando. Y que, cuando tuvo unas cuantas, se las publicaron en The Paris Review. Y que pronto reunió todo un posible libro de ellas. Y que se lo editaron. Y que, tan deprimido como maravillado, Powell concluyó que “alguna vez pensé que sólo los escritores jóvenes se arriesgaban a la composición de libros ocupándose de ideas imposibles de demostrar. Tal vez esté equivocado o me he vuelto loco. Soy joven otra vez”.
SEIS Y ya se dijo aquí: Rodríguez aspira a usar/justificar su separación (su abandono de la Nave Desmadre o el haber sido abandonado por la tripulación de su familia, todvía no lo tiene del todo claro como tampoco se ha respondido a ese “¿Fue en verdad Oumuamua una sonda de origen extraterrestre?”) para dedicarse, por fin, a la invocación sólida del fantasma de ese libro suyo que lo acompaña desde su juventud. Ser joven otra vez, sí. Y el método de Powell, claro, es tan tentador porque si algo le sobra a Rodríguez son preguntas. Si algo le falta son respuestas. Y, entre todas ellas, una terrible y definitiva: ¿Se puede ser joven otra vez sin antes volverse loco?
En el último libro de Powell –Cries for Help, Various– uno de los cuentos allí reunidos se titula “The Imperative Mood” y ya pueden imaginarse no de qué pero sí cómo va.
Va en plan ve.
Y Rodríguez va.
Y viene.