Nada fácil ha de ser, para un poeta con más de 40 libros publicados, reunir su obra. El primer tomo de la Poesía reunida de Jorge Isaías, que abarca desde 1970 a 1976, se presentó hace ocho años. La misma editorial que lo publicó entonces, Ciudad Gótica, siguió trabajando silenciosamente junto al autor y fue así que el segundo tomo (1977 a 2001) se presentó el miércoles pasado. Siendo un autor vivo y en plena producción (para comprobarlo basta con echar un vistazo a las poéticas contratapas en prosa que publica regularmente en Rosario/12) cabe esperar un tercer tomo de la trilogía, testimonio de la dedicación de una vida a “la búsqueda incesante” (¡y al encuentro!) del poema, desde aquel libro de 1970 titulado precisamente así.

El segundo tomo de la Poesía reunida de Isaías (Los Quirquinchos, 1946, radicado desde 1964 en Rosario) se publica oportunamente en medio de un campo cultural local más receptivo a la obra de la generación que se formó con lecturas de los poetas italianos de la segunda posguerra, españoles de la guerra civil y latinoamericanos de las vanguardias de entreguerra. ¿Por qué son las guerras las que se usan para señalizar históricamente un arte tan pacífico? La división entre tomos está marcada por el nefasto golpe de Estado de 1976, que quebró la cultura nacional. Uno de los exilios a los cuales empujó parece armar el fuera de campo del tomo segundo.

Coetáneo de los autores coloquialistas que se reunían en torno a la revista El Lagrimal Trifurca, Isaías perteneció al staff de otra revista La Cachimba. Sus interlocutores eran mayores que él, quien recién llegaba a Rosario cuando Rafael Ielpi publicó su primer libro. Uno y otro, si se les pregunta por un poeta cuya lectura los haya influido, responden: Cesare Pavese. Trazas de aquellos diálogos se han perdido, al faltar ya figuras como Orlando Calgaro o Rubén Sevlever, pero pueden reconstruirse hablando con los que están. La poesía de Isaías surge en un tiempo de intenso ir y venir literario entre las regiones y el centro del país, con encuentros y debates donde se buscaba sintonizar la realidad nacional con la literatura universal. Las lecturas de Pavese y de César Vallejo templaron su lírica amatoria, dándole un tono más hondamente existencial, como se decía antes. “Vallejo” es precisamente la última palabra del libro.

Una vez escribió Elvio Gandolfo (a quien está dedicado el poema de la página 213 del primer tomo, compilación de los siete primeros poemarios y de muchos poemas sueltos de Isaías) que un libro de poesía suele contener un cierto poema que abre una puerta al libro siguiente. Dando vuelta la página mencionada, se lee un primer verso: “Tuve que ver con ella en un otoño”. El poema se titula “Del primer amor o las reiteraciones del otoño”. Esta es la clave o la llave al nuevo tomo, donde ella y el otoño retornan inagotables a la memoria.

Desde el comienzo del prólogo, advierte sabiamente el crítico y poeta Diego Colomba contra los acostumbramientos fáciles a lo ya conocido de una obra poética, y sobre la “incomodidad” que produce una lectura que guía a sus lectores por un rumbo inesperado respecto de aquel horizonte de expectativas. Y es que no están en este libro (en su comienzo al menos) los temas y los tonos que “tal vez por apresuramiento o pereza intelectual” solemos asociar con Isaías.

Colomba lo compara “con un pintor que procede por capas sucesivas” y que va agotando su tema con melancólica insistencia. El tomo reúne ocho libros: Cartas australianas, Poemas de amor, Un verso recordado, Violín de octubre, El cáliz recobrado, Lánguidamente su licor, Nuevos poemas de amor y Sombra de fresnos (publicado en 2001 por Ciudad Gótica). Todo ese arco está recorrido por la evocación de aquel primer amor, que se expande hacia los primeros recuerdos, creando al Isaías conocido en este siglo y a quien casi no encontraremos aquí.

No importa si “ella” es siempre la misma; lo es para el corazón de un hombre que cree, si no en “la” mujer, en las profundidades donde la experiencia de amar sumerge al alma. Y que insiste en evocar aquella experiencia, aquella mujer y aquel otoño, en “un tono/ menor/ de voz baja”, ya que “un amor nos pone a la intemperie”. Fiel al encuentro con aquella formidable inmensidad que fue el primer amor, fiel a ese vértigo, el poeta enuncia en su obra una constante plegaria secular.