En tiempos de desencuentros, el abrazo y el encuentro son conceptos políticos. De artesanía profundamente emocional. La escena transcurre en julio de 2016 en Matagalpa, ciudad del interior de Nicaragua donde, en enero de 1985, 120 brigadistas argentinos habían viajado para concretar sus sueños y poner el cuerpo y el corazón en la defensa de sus ideales. La Federación Juvenil Comunista los había enviado a participar en la cosecha del café de la revolución sandinista. Treinta y un años después, cuatro de aquellos brigadistas volvían a Matagalpa con más dudas y sombras que certezas, dispuestos a abrazarse con los campesinos que pudiesen encontrar, con los sobrevivientes del ejército de adolescentes que los había custodiado entre los surcos, en los cerros, de los disparos de los contras. No era un viaje cualquiera, no. Era el miedo de encontrarse con las sombras de uno mismo representadas en otros, tres décadas antes, cuando nada hacía imaginar el regreso, porque a los 25 años recordar tres décadas es impensable. Y en esa búsqueda, en Matagalpa, casa por casa, golpearon a una puerta y abrió una mujer. Claudia Cesaroni, una de aquellas brigadistas que había regresado, relata el diálogo, ahora, y se le anuda la voz como aquella vez. “Le dijimos ‘señora, somos parte de los 120 brigadistas argentinos que estuvimos en 1985, acá mismo, en La Cumplida cosechando café. Capaz que usted no se acuerda’. Y ella nos dijo ‘cómo no nos vamos a acordar, si cuando ustedes se fueron nos llenamos de tristeza’”.
El regreso, el reencuentro con los fantasmas del pasado fue impulsado en derredor de la película “Los 120, la brigada del café”, que relata el regreso para traer al presente el pasado. Como ocurre con frecuencia, la idea surgió de un encuentro fortuito en una reunión social entre Maria Laura Vázquez, directora de cine y en este caso de “Los 120” y Dimitrof Augusto Casanova Chávez, pragmáticamente conocido como Chicho, que participó en la cosecha de café. En esa oportunidad, Chicho le contó la gesta de los 120 en 1985, le dijo que unos pocos se encontraban cada tanto para rememorar aquella aventura militante, y que tenían en mente volver alguna día a La Cumplida, en Matagalpa, y a La Trampa, en Jinotega, las dos haciendas desde donde partieron durante un mes, enero y febrero del 85 respectivamente.
“En seguida me di cuenta de que la historia y el regreso de los brigadistas era una película”, recuerda ahora Maria Vázquez. Durante un año, la directora reunió material, escribió de madrugada, organizó el plan fílmico, mientras simultáneamente los brigadistas organizaban encuentros y seguían la huella del pasado para reencontrar a los perdidos.
Los cuatro brigadistas que volvieron a Matagalpa, los mismos cuatro están reunidos en la casa de uno de ellos para describir tres relatos, tres representaciones diferentes, la brigada de 1985, el regreso de 2016 y el presente, hoy, el relato de los relatos. La emoción se cuela entre los intentos del discurso político por mantener la argumentación militante y hace barullo. El encuentro palpita con cierto desorden, como se precia cualquier encuentro de rememoranzas vitales. Los cuatro son Claudia, Chicho, Marta Rosín y Pablo “Pitu” Sposato y, claro, Maria (sin acento, se encarga de aclararlo).
“Los granos se sacan así”, explica Claudia, la anfitriona, hace el gesto con los dedos, y todos observan y controlan que la representación del movimiento sea la correcta. Alguien corrige mínimamente la posición del dedo pulgar. Para el cronista es prácticamente lo mismo. Hay mate, aunque se ofreció café, para la ocasión.
“Se usaban unos palos para levantar la planta, se llaman garabatos”, explica Claudia.
Son cuatro, fueron 120, lograron recuperar a 70. “En 2009 Pitu abrió una página en Facebook, la Brigada Libertador General San Martín”, recuerda Chicho. “Nos empezamos a intercambiar fotos de aquel momento”, agrega Marta. El 27 de noviembre de 2010 organizaron el primer encuentro, después de 25 años. Los relatos, ahora, saltan junto con las décadas que van y vuelven. “Fuimos en un momento culminante –recuerda Marta–, la idea del viaje en aquel momento surge de un sector del Partido Comunista, de la Fede que dirigía Patricio Echegaray. Nuestra bandera era reivindicar al Che, al latinoamericanismo, y la revolución sandinista que fue contemporánea a nosotros. Era un giro importante y sentíamos que era caminar y militar por lo que habíamos soñado pero en el terreno mismo.”
El momento del país era especial: se acababa de salir de la dictadura, el viaje de los 120 fue atacado desde todos los sectores de derecha y se lanzaron campañas de presión en los medios, que titulaban con los riesgos de dejar ir a jóvenes a una zona de guerra. El presidente, Raúl Alfonsín, recibió presiones internacionales para que impidiera el viaje. En el foro regional, que una brigada de jóvenes argentinos desembarcara en Nicaragua se leería como que Argentina apoyaba al sandinismo. Y a Estados Unidos no le atraía la idea.
“Todos queríamos ir”, dice Chicho, hubo que juntar plata, porque todos aportábamos, había que tener mil dólares por cabeza”, “yo vendí mi Gordini”, recuerda Pitu con nostalgia. “Hubo mujeres que no pudieron ir porque no podían dejar a sus hijos chiquitos, y me lo dijeron llorando”, recuerda Marta, que fue jefa de pelotón. “Eran cuatro pelotones, dos tenían jefas mujeres”, añadió Chicho. De los 120, 100 eran varones. “Nos sentíamos elegidos”, agrega Pitu.
El 4 de enero del 85 partieron desde Ezeiza con el Lloyd Aéreo Boliviano, bajaron en Panamá, que en aquel momento era una sucursal de Washington, “teníamos la orden de no cantar consignas, nos vigilaban”, dice Claudia. Desde Panamá viajaron a Managua en Aero Nica. “Cuando subimos al avión nos largamos a cantar, ahí sí”, recuerda Claudia.
La cosecha la hicieron en Matagalpa y en Jinotega, más peligrosa porque estaba encima de las líneas de los contras. El regreso, en 2016, lo hicieron a Matagalpa porque en Jinotega habían cosechado junto a brigadas de nicaragüenses universitarios. “Fue imposible reencontrarlos a ellos –dice Maria– porque en aquel momento llegaban de lugares diferentes y después cada uno se volvió a su origen, en cambio en Matagalpa, compartieron con los BEP (Batallones de Estudiantes de la Producción) que eran estudiantes secundarios. A ellos los volvimos a reubicar, fue muy fuerte.”
Precisamente, “Los 120, la brigada del café” relata el reencuentro con aquellos jóvenes. “A través de Mario, un nicaragüense con el que mantenían contacto, consiguieron algunos contactos como para empezar a buscar –cuenta Maria–. Viajé primero unos 10 días para hacer los contactos, las locaciones, la producción. Y después viajamos con ellos cuatro y el equipo de filmación que éramos cinco. Allá se nos agregaron tres nicaragüenses al equipo”.
La película es el relato de los abrazos perdidos y recuperados con el reencuentro. “En 2016, en el viaje de la vuelta, logramos juntar a diez en la única escuela de Matagalpa –describe Maria y agrega–. Les proponíamos pasar un documental que había filmado uno de los brigadistas en 1985”. “Y mostrarles fotos. Ellos no tenían fotos. Y de repente escuché un grito porque una de las campesinas se había visto en la foto”, recuerda Marta, mientras la voz se le anuda, otra vez, como aquella vez.
Fue en la escena relatada al principio, o en ese reencuentro grupal en la escuela cuando Marta y Claudia y Chicho y Pitu, y también Maria descubrieron el valor que había tenido aquella decisión militante de los 120, “lo que los habían marcado con su presencia –explica Maria–. Uno de ellos decidió militar en el frente, ir a luchar por su revolución porque dijo que si esos 120 jóvenes habían dejado su comodidad y viajado 6000 kilómetros y se arriesgaron a la muerte para defender una revolución que no era de ellos, cómo no iba a defenderla él. A mí me impresionó mucho lo aislados que estaban. Recién ahí entendí el valor de esta película, era decir eso”.