La gran candidata a presidenta del frente antineoliberal dijo, en un discurso medular, que no había que aceptar falsas oposiciones, como las que parten entre quienes rezan y quienes no rezamos o la que se expresa, colorida, entre los pañuelos verdes y celestes. La primera es una falsa dicotomía, porque rezan militantes de distintas creencias, hacedoras de oraciones varias, convencides de instituciones heterogéneas, conservadores y heterodoxos. Rezamos como activamos nuestras liturgias, no necesariamente encuadradas en iglesias monolíticas y jerárquicas. O no rezamos y somos creyentes de esas iglesias tradicionales. O todo a la vez. Pero la segunda no es un problema cromático ni puede reducirse a la tolerante visión de que en una sociedad y en un movimiento político sostenemos distintas posiciones. No es un problema de coexistencia de opiniones que deban considerarse a la par, respetables disidencias entre compañeres. No lo es porque un sector, con esa posición, intenta privar de derechos al otro, quitar libertades. Es como si se aceptara que en un movimiento haya algunos a favor de la esclavitud y otros en contra y plantear la equivalencia. No es posible, porque unes privan de derechos a otras.
La cuestión que se discute frente a los armados electorales y a la presencia en ellos de activistas feministas no es la cuestión de las alianzas, de la amplitud (imprescindible) de los frentes que se avecinan, de la confluencia entre laicos y religiosas, ateas y creyentes. Lo que está en juego es si en los acuerdos que sostienen esos armados se reconoce la necesidad de que no haya ciudadanas de segunda, privadas de decidir sobre sus cuerpos, sus deseos, sus maternidades. También se juega el reconocimiento de la movilización feminista, de su capacidad de expandir horizontes, de poner valores en escena, de conformar un programa. El aborto no debe contarse entre los acuerdos electorales solo porque opinamos a favor de un derecho, sino porque una política democrática implica el diálogo con lo que los sectores más activos de una sociedad exigen, construyen, conceptualizan, simbolizan. Los feminismos populares vienen poniendo eso en primer plano. Obviarlo es menoscabar esa potencia creadora, que es capaz no sólo de construir su propia agenda sino de comprender de un modo más abierto y más profundo la defensa de la vida democrática. Una fuerza creadora que insurge y alimenta, que debe comprenderse desde una nueva institucionalidad porque así como se reconoce que hay otros poderes más allá de las instituciones políticas tradicionales, también estamos exigidas de pensar que el contrapeso surge de la misma sociedad civil, en sus movilizaciones e inventiva, incluso en lo que tiene de resistente a su traducción partidaria.
Los feminismos populares conmovieron la escena política argentina. Ningún actor deja de dialogar con ellos. Ya sea para convertirlos en objeto de ONGs y fundaciones, en productores de núcleos temáticos para engalanar la gobernabilidad neoliberal; ya sea para solicitarles que enrollen por un rato las banderas (o guarden los pañuelos para colorear sus propias marchas) y sumen voluntades en un frente antineoliberal. La primera intentona funciona cuando el gobierno logra sumar feministas a la gestión o convierte nuestra perseverante fuerza en motor de campañas publicitarias. La segunda, cuando se repone la escena que diferencia lo urgente de lo postrero, lo inmediatamente necesario de lo que se puede postergar hasta tiempos más amables.
Ante el primer movimiento, el gubernamental, solo cabe la denuncia. Darle la espalda desde los feminismos populares, aunque cautive no pocas almas libres, aliviadas de no tener que lidiar contra una derecha que además de explotadora sea explícitamente misógina. Responder al segundo es más complejo, e implica considerar críticamente la cuestión de las etapas o de las contradicciones primarias y secundarias. ¿Está el derecho al aborto después del derecho al trabajo o a la satisfacción del hambre? ¿No es falsa la idea de temporalidad para pensar esas cuestiones? Más bien, suprime algo fundamental: el hacer visible que la privación del derecho de una parte de la población a decidir sobre sus propios cuerpos está en el corazón de otras explotaciones, de los mecanismos persistentes de desposesión a los que los sectores subalternos somos sometidos. Cristina, en el mismo discurso, analizó con precisión cómo el neoliberalismo construye una ideología antiigualitaria y meritocrática a partir de la vivida afirmación de la singularidad. Del mismo modo, se produce una conversión de la generalizada defensa de la vida humana en núcleo de una ideología privadora de derechos. Que reconozcamos lo primero –la aspiración a la diferenciación, la resistencia a la igualación entre sujetos, la defensa y el festejo de la vida– nos obliga a desgajarlo críticamente de su presentación ideológica. Nos exige decirles, a quienes portan pañuelos celestes, que la defensa de la vida –de una, de dos, de miles– se hace defendiendo derechos y libertades. Y que si no aliamos la idea de vida a la de autonomía, vida se reduce a reproducción biológica, a supervivencia, a conservadurismos que rutinizan el daño que el neoliberalismo provoca sin cesar. Es decir, que si no aliamos vida y autonomía quedamos condenades a no romper con el neoliberalismo.
No es cuestión de coexistencia de opiniones. Ni de etapas. Ni de contradicciones fundamentales y secundarias. Sino de desplegar las herramientas crítico-político necesarias para poder ampliar la fuerza con la que enfrentamos un régimen de oprobio y actuamos ante una sociedad derruida. Ampliar una fuerza política no es sólo contar uno a uno los aliados posibles, sino conformar un vínculo intenso con lo que se inventa fuera de ella, en las calles, en los pueblos, en los movimientos, los libros y las redes. Porque inventamos mucho en las calles y en las asambleas, y lo hicimos con pañuelos verdes, nos atrevemos a decir que no son lo contrario a ningún frente, que no son la falsa ruptura de un movimiento nacional y popular, que no son una finura liberal ni una ensoñación clasemediera, sino el punto en el que se condensa una idea de vida imprescindible para combatir y fundar alternativas a la vida dañada.