“Una Navidad sin regalos no es una Navidad”: es uno de los comienzos más famosos de la literatura, y quizás hoy sea difícil dimensionar la novedad y la importancia de un libro que se abre con la voz de una chica –y de una chica que se queja–. La voz es la de Jo, como saben, apócope de Josephine March y uno de esos personajes de la historia literaria gastados y deformados por el uso; como el gorro para escribir que Jo se calzaba cuando subía a la buhardilla, pocas chicas no se han probado a este personaje, ya sea porque es una figura que cristalizó sus sueños literarios en la aspiración romántica de vivir de la escritura, o porque se identifican con la quinceañera no muy señorita a la que constantemente le estaban recordando cómo se tenía que comportar y ver una mujer, una experiencia que atraviesa los siglos. Pero a pesar de ese tono de queja por la pobreza y los placeres perdidos, que la novela rectifica en una lección sobre cómo ser generosx y enfocarse en lo importante, no es tan fácil acomodar a Mujercitas en el estante de los libros que le enseñarían a las niñas y mujeres jóvenes un repertorio de perfecciones morales. Porque somos las menos las que retuvimos esa clase de enseñanza y más las que sentimos como jóvenes lectoras de Mujercitas, quizás por primera vez, que ser una chica y estar entre chicas estaba buenísimo.
Publicada en 1868, Mujercitas fue la respuesta a un encargo de una autora que hasta el momento había tratado de hacerse un lugar en el mundo de la literatura a través de relatos góticos o sensacionalistas firmados con seudónimo. Cuando un editor le preguntó si podía escribir un libro para niñas, Louisa May Alcott vaciló, porque no le gustaban demasiado las niñas, pero pensó que en todo caso podía escribir algo decente sobre sus hermanas y ella, las únicas chicas que conocía bien. Años después pondría en boca de una Jo ya adulta y autora triunfante esa sencilla máxima, “Escribí sobre lo que conocés”, que a ella le ganó un lugar en la tradición literaria además de un bestseller inmediato. Alcott tenía 35 años cuando escribió Mujercitas y Las mujercitas se casan casi una detrás de la otra, para responder a la demanda de las miles de personas que habían quedado fascinadas con la primera parte, y por primera vez en su vida pudo darse ciertos lujos y sostener la economía familiar. Formada en una familia que el padre, Bronson Alcott, había educado en los principios del trascendentalismo estadounidense, que predicaba un equilibrio entre la confianza en uno mismo y la inspiración divina para alcanzar el éxito, Louisa no pudo dejar de percibir como adulta que a su propio padre no le había ido demasiado bien al tratar de aplicar este discurso y que incluso había traído varios problemas a lxs suyxs, entre ellos penurias económicas. Quizás por eso en Mujercitas –además de que pasó al padre a un discreto y silencioso segundo plano, ausente durante casi toda la novela por estar en la Guerra de Secesión– la prédica de principios aparece, sobre todo en la voz de la madre, pero lo que se impone con más energía es la búsqueda de experiencias de cuatro chicas que buena parte del tiempo se manejan con bastante libertad, lejos de la supervisión adulta.
Libros protagonizados por mujeres los había muchos para la época en que Alcott se sentó a crear a sus cuatro hermanas, pero esta pequeña ventana al mundo doméstico de chicas que tratan de formar sus personalidades y su futuro a través de deseos y opiniones propios, un mundo que es espiado desde afuera como algo deseable por distintos varones (especialmente Laurie, el vecino ricachón y aburrido de las March), eran algo menos frecuente. Mujercitas no era el primer libro en retratar la vida cotidiana de mujeres: había una muy incipiente línea de escritura de este tipo que había sido inaugurada poco antes, pero no había producido ningún libro que tuviera la cuota de realismo y sobre todo la atención al habla estadounidense que hizo de Mujercitas una historia creíble y habitable (a pesar de que, en comparación con la vida más dura en la que está inspirado, la de Louisa Alcott y su familia, algunos aspectos de la vida de lxs March aparecen revestidos de una pátina dorada). En todo caso y más allá de la trayectoria de cada una de las hermanas March, lo que hizo Alcott fue darles estatuto literario a las vidas de las chicas de clase media, al deseo de conocimiento y educación a la par de los varones y al derecho a forjarse una vida a su antojo, ya fuera como esposas o como trabajadoras independientes, o las dos cosas a la vez. Es cierto que Alcott misma sentía rechazo por el matrimonio, nunca se casó y tuvo que casar a sus mujercitas por la presión de editores y lectores, pero aun así nadie diría que los personajes de sus novelas crecen moldeadxs por la autoridad o el deseo de los varones.
Además de Infernales, la biografía magnífica de Laura Ramos sobre lxs hermanxs Brontë, en los últimos meses se publicó El legado de Mujercitas. Construcción de un clásico en disputa, de la investigadora y docente estadounidense Anne Boyd Rioux, y los dos libros son iluminadores para pensar cómo y bajo qué condiciones las mujeres pudieron acceder a la escritura en el siglo XIX, cómo se abrieron paso en un ambiente predominantemente masculino y, en el caso de Boyd Rioux, cómo se fue modificando la percepción posterior de estos libros. Porque El legado de Mujercitas, publicado por Ampersand, traza la historia del modo en que Mujercitas se relacionó con las distintas épocas: desde las últimas décadas del siglo XIX y su búsqueda de lo nacional en que se lo leyó como un fiel retrato de lo norteamericano hasta la conservadora posguerra, que lo tomó como un modelo de costumbres domésticas, y su recuperación durante el auge feminista de los setenta y ochenta, el libro analiza cómo fue leído en cada caso para adaptarlo a las necesidades del momento y cómo, sobre todo, terminaría por ser etiquetado, en un proceso que duró décadas, como un libro para nenas. Es que en la época de su escritura, explica Boyd Rioux, no estaba establecido el límite entre libros para adultxs o para niñxs, así como tampoco se lo leyó como un libro específicamente destinado a las mujeres. La autora anota con claridad esta paradoja: ningún otro libro escrito por una mujer estadounidense ha tenido mayor influencia literaria. Y al mismo tiempo, “es precisamente por el hecho de ser un modelo de literatura para mujeres y niñas que Mujercitas ha sido excluida de la categoría literaria”, señala Boyd Rioux.
Quizás las lectoras no estemos tan lejos de entender esa paradoja, que es un poco la de nuestras vidas: por más que hayamos disfrutado como nenas de la lectura de Mujercitas o del consumo de cualquier producto cultural con contenido marcado como femenino, cuando crecimos un poco se nos enseñó a despreciarlo como algo menor. Es historia conocida. Lo que es un poco más impresionante es que 150 años después de ser publicado por primera vez, Mujercitas se siga considerando material para nenas y hasta se trate de disuadir a los varones de su lectura, como relata Anne Boyd Rioux en un capítulo muy valioso dedicado a seguir el rastro de la novela de Alcott en los programas de lectura escolares (y en el que la autora analiza con agudeza la segregación actual del mundo editorial en términos de género). Como siempre, nenes y nenas pueden leer Tom Sawyer en la escuela, pero la novela sobre la vida de cuatro muchachas debe ser material de lectura privada y secreta de las chicas –algo que no está tan lejos de lo que pasa en la actualidad con prácticamente cualquier libro, no que esté escrito por una mujer, porque eso es secundario acá, sino que trate temas de género–.
Como antídoto contra ese encasillamiento feroz, que en última instancia transmite la idea de que lo que se considera socialmente como masculino es de interés universal, mientras que los varones no tienen por qué interesarse ni aprender lo que piensan y sienten y experimentan las chicas (suponiendo, porque de eso se trata la distinción misma realizada por las instituciones, que hay una diferencia esencial entre ambxs), Anne Boyd Rioux recupera la influencia de Mujercitas por doquier, desde el cine y la televisión hasta las carreras literarias de escritorxs de todo el mundo, y despliega la hipótesis más interesante de que Mujercitas, en todo caso, no enseña cómo ser una chica sino que el género, lejos de resultar natural, es una construcción laboriosa: las chicas no nacen, sino que se transforman, en mujercitas. Y acaso las resistencias que oponen al proceso –como lo hace Jo, que preferiría ser varón, o Laurie, al que se lo cuestiona por su sensibilidad femenina– son lo más verdadero y estimulante.