Para este concierto, Alejandro del Prado pensó varios títulos: La Cortada, porque en épocas de dictadura por aquí mismo había un boliche que ahora visualiza como un espacio de resistencia. O Zitarroseando, por los temas que le dedicará al uruguayo. O Tangos, murgas y milongas. Continuación. O Cantapoetas. Al final no quedó ninguno y tuvo que aceptar que fuera al frente su nombre. Y que, de un modo u otro, todos estos títulos están incluidos en su sola mención. Así que Alejandro del Prado se presentará mañana a las 21 en Caras y Caretas Café Cultural (Venezuela 330), junto a Luciano Pallara y Nacho Piana, dos jóvenes músicos que no duda en definir como “estupendos”. “Caí en la cuenta que hace cuarenta años tocamos en esta dirección con Saloma, en un ciclo con Rodolfo Mederos. Abajo había una sala llamada Teatro de la Cortada”, trae a la charla con PáginaI12 el grupo hoy mítico anterior a su carrera solista. “Dadas las circunstancias, me parecía bueno recordar aquellas épocas, y recordar a Zitarrosa. Pero después esos títulos quedaron bochados. Bah, me los boché yo solo”, se ríe.
–¿Y cuáles serían esas circunstancias?
–Aquella época de La Cortada era de dictadura. Pero tocábamos y se seguía adelante con la cultura, al margen de lo terrible que estaba pasando. Es una fuerza que no te pueden parar, aunque quieran. Eramos chicos y le metíamos un esfuerzo bárbaro, llevábamos el sonido y todo lo demás en un par de Citroen... Si me pongo a pensar, esa fuerza, esa intención musical, fue siempre la misma. Hago lo mismo desde que tenía 16 años.
–¿Y a Zitarrosa por qué lo rescata especialmente?
–Me va a dar mucho gusto hacer sus temas, pero no quise generar la expectativa de que iba a ser un concierto especial en este sentido. Conozco muchos temas de Alfredo, me gusta mucho escucharlo y tocarlo. Cuando estuve tocando con él yo era muy joven, pero esos dos años en México, y después en esos tres días alucinantes en Obras, en su vuelta del exilio, no me los olvido más. Y fue muy valioso porque él cantaba en programas populares de la TV, de folklore, y en las letras mostraba una ubicación política muy interesante. Es un sincericida terrible... ¡La caga a pedos a Doña Soledad! (risas). Por eso cuando dicen que está mal que se politice o se ideologice el arte... ¡qué ridiculez!
–¿Qué cree al respecto?
–Hace tiempo que no escuchaba una canción tan ideológicamente intencional como el reggaetón. Lo escucho como una especie de milonga lenta y como una murga, hace veinte años poníamos ese ritmo con las máquinas: ¡pum tum tum, tum tum! Es innegable que tiene una ideología muy definida, y una protección del mercado que inunda y marca una línea. Y hagas la música que hagas, ¿cómo hacés para decir: no, yo no me politizo? ¿Te cortás, te diseccionás? Es imposible, desde el momento en que tu arte te define, dice quién sos, cómo te parás en este mundo.
–Y habiendo transitado tantas experiencias y junto a tanta gente diversa, ¿a usted qué lo define?
–La guitarra. En todo este tiempo estuvo siempre la viola. Yo hice siempre música argentina. Era lo que se escuchaba en mi casa, por mi papá (el humorista gráfico y periodista Calé, recordado por su trabajo en revistas como Rico Tipo, que en realidad se llamaba también Alejandro Del Prado). Era muy melómano, con una cabeza muy abierta. Había ido a ver Amor sin barreras, con música de Leonard Bernstein, y vino copado conque bailaban en la calle. Era un admirador de Horacio Salgán, de Piazzolla, de los muchachos de la edad de él, ahí empezó todo el asunto. Y también con mi tío, Roberto Pérez Prechi, bandoneonista de Fresedo y gran autor. Así que en un principio fue la música folklórica, el tango, y la guitarra.
–Pero luego se abrió paso desde el rock...
–Cuando grabamos con Silvio Rodríguez (en la canción “Qué cazador”) yo estaba en el rock, convocaba desde ahí, y el productor fue Litto Nebbia, que puso un teclado. Es un espíritu, un modo de emprender las cosas, llevar tus equipos, armar... Es como hacer el equipito de fútbol, son esas ganas. A propósito: siempre pensé que era una lástima que las chicas no tuvieran esa posibilidad. Con el tiempo eso llegó también, es buenísimo. Como en la murga: cuando era pibe, las chicas estaban prohibidas en la murga.
–¿Eran murgas solo de varones?
–Hasta el advenimiento de la democracia las chicas estaban para coser los trajes. Por ahí se bailaban todo pero no las dejaban salir. Cuando se abrió, apareció cada tía genial... Y ahora gran parte del asunto está en manos de las pibas. Los tipos tocan el bombo un rato y se cansan (risas). La murga tiene algo fabuloso: se baila libre y en grupo. Y el bombo, que se ganó el lugar de instrumento folklórico porteño. El glorioso y querido bombo, el de la cancha, las manifestaciones... Con esa historia, a mí me encanta cómo las pibas y los pibes han tomado la posta en la murga, la dedicación que ponen. Los veo ensayar en la plaza de Almagro, y en Carnaval, como la murga pasa por la esquina de casa, salgo con ellos. Ahí ves los niñitos, esa posta maravillosa que se ha formado.
–Es decir que no todo tiempo pasado fue mejor.
–¡No! Hace cuarenta años esto era impensable. Tampoco había cientos de grupos de percusión, ni cientos de bandoneonistas, ni estos jóvenes haciendo tango, preparándose. El pibe que toca conmigo, Nacho Piana, es nieto de Sebastián Piana. Yo los jodo y les digo que toco con Piana y Manzi, porque son dos musicazos, y él es un estudioso de todos los ritmos. Ahora vienen así los pibes, se les ha dado por estudiar... (risas).
–¿Está componiendo?
–Escribo palabras, la música la hago por otro lado. Pero en este momento se me definen muchas canciones que hace tiempo empecé y no podía terminar, porque me faltaba un concepto. Tiempos como estos ayudan a definirlas. Porque la canción es un medio excelente para expresarte contra eso fulero de la humanidad, lo trucho, lo egoísta, lo que te hace perder el sentido. Eso no es solamente un mal gobierno, pero un mal gobierno te lo expone, lo amplifica. Y también, como toda expresión artística, la canción me alimenta, me da motivos, me consuela, me acompaña, me educa. Eso no se puede parar, ni con una brutal represión. Eso sucede, y te da mucha fuerza. Además, hoy tengo dos nietas, una de doce y otra de dos años. Ellas me contactan de nuevo con mundos muy diferentes y geniales: una, preadolescente, me pide que le enseñe a patear y hace rabonas. La otra en una edad que es una locura, vuelvo a estar tirado por el piso y a llevar caballitos en mis manos. Es algo que siempre disfruté y valoré, pero ahora me emociona. ¿Será esto la vejez? No lo sé. Por lo pronto, es estar vivo.