De los últimos espectáculos en los que participó Lorena Vega, Imprenteros es el menos convencional. En este biodrama la actriz apela, con mucha creatividad, a diferentes recursos para compartir su historia familiar y homenajear a su padre fallecido, con un eje temático: su trabajo como imprentero, oficio y obsesión que delineó el microcosmos familiar. Aparte de monólogos a público, hay escenas del pasado recreadas por actores, una coreografía con sonidos y movimientos de taller, videos y fotos familiares y entrevistas en distintos formatos. Sin máscaras, siendo esta vez ella misma, la actriz de Yo, Encarnación Ezcurra y La vida extraordinaria despliega carisma y sensibilidad y hace participar del proyecto a sus dos hermanos, Sergio y Federico.
Con dramaturgia y dirección de Lorena Vega, la obra evoca el trabajo de Alfredo Vega en una imprenta –antigua, artesanal, ubicada en Lomas del Mirador–, detrás de la que fuera la casa de sus padres y en la que sus tres hijos tuvieron diferentes grados de participación. El hombre se dedicaba a la impresión de etiquetas, folletos y catálogos, fundamentalmente de embutidos. Aquel terreno en el conurbano bonaerense, donde Alfredo pasó toda su infancia disfrutando de un jardín con jazmines y árboles de higos y kinotos, había sido comprado por el abuelo de la actriz tras ganar mucha plata en una apuesta en el hipódromo. Ahora entró en remate judicial.
Hay muchas maneras de acercarse a Imprenteros. El biodrama puede ser visto, por ejemplo, como un acto de justicia poética. Resulta que al taller de Alfredo Vega se lo apropiaron los hijos que tuvo con su segunda mujer. Entonces, Lorena y sus hermanos –que crecieron entre resmas, olor a tintas y música de máquinas– quedaron privados del acceso a ese espacio. Es como si parte del recuerdo, al menos una parte del orden de lo tangible, estuviese para ellos vedada. El enojo con esta situación parece haber tenido que ver con la génesis de este espectáculo, alentado por Maruja Bustamante, curadora del Area de artes escénicas del Centro Cultural Rojas. La angustia metamorfosea en una suerte de semblanza que no recae en clichés ni golpes bajos, que tiene mucho humor y habilita la identificación porque en definitiva trata de los vínculos. También, este es el rescate de una historia y un emprendimiento familiar y la reivindicación de un oficio que se halla en un momento de cambios.
Alfredo Vega murió hace cuatro años. Era fachero, se hacía las manos. Era taurino y adoraba jugar al billar. Tenía ideas de izquierda y en los últimos años de su existencia apoyaba al kirchnerismo. Así lo describe su hija al comienzo. Los rasgos de este padre irán apareciendo a la par que se cuenta la historia de su trabajo y de su taller, como si su personalidad fuera inescindible de aquello. Sus hijos parecen muy distintos entre sí y son honestos con el retrato. Con Lorena es fácil empatizar: es instantánea la conexión con el público, al que esta vez mira de frente. Sergio es el que siguió los pasos del padre. Sin experiencia actoral, se atreve a estar en escena y es entrevistado, aportando particularidades técnicas, entre otras cosas. Federico, el tercer hermano, más distante, no está en el escenario, pero a cambio de una cena concede a Lorena una entrevista filmada. El proceso de construcción de la obra, con sus posibilidades, con sus limitaciones –como el Whats- App de un tío que se escabulle–, constituye a la obra misma.
Un choque se produce entre padre e hija cuando se acerca el cumpleaños de 15 de ella y él se rehúsa a imprimirle las tarjetas. Un grupo de actores –amigos de Lorena, a los que ella dirige en el momento– da vida al flashback e inaugura así otro de los recursos del biodrama. Esta familia de la ficción la integran Julieta Brito, Juan Pablo Garaventa, Lucas Crespi, Federico Liss, Viviana Vázquez y Vanesa Maja. En el recorrido de Imprenteros, el momento más desopilante ocurre cuando Lorena expone el video de su fiesta, a la vez que narra lo que se va viendo (su madre, Yeni, zamarrea invitados para que bailen el vals). La originalidad de la propuesta, estrenada en el marco del Proyecto Familia, no está sólo en el tema sino también en las herramientas de las que se vale. Sergio, el imprentero no-actor, termina comandando una coreografía con sonidos de taller, reproduciendo en el cuerpo los movimientos que suele hacer en su día a día. Un convite de salamines –“gentileza del frigorífico amigo de mi viejo”, dice Lorena– entre otras sorpresas para el público reafirman que, al menos en lo que dura este ritual, los hermanos Vega vuelven a tener la llave de esa imprenta del conurbano en la que crecieron.