Armonía (Huenu Paz Paredes) eleva la mirada hacia la copa de los árboles que la rodean y les suplica a sus padres –los imaginarios, que en su juego de niña de 6 años pueden sentirse muy concretos– que vengan a buscarla, que la rescaten. Los otros, los reales, Papá Pablo y Mamá Julia, insisten en encontrar en la vida en sintonía con la naturaleza, sin luz ni agua potable ni escuela, en una improvisada cabaña de madera en algún lugar del sur argentino, una existencia alejada de las urgencias y demandas de la vida en las grandes ciudades. Lejos de “los burgueses”. El primer largometraje de Natural Arpajou, luego de varios cortos exhibidos en festivales de cine, tiene todas las marcas de la película autobiográfica, si no literalmente, al menos en ciertas señales de la trama; el nombre de pila de la realizadora no haría más que apoyar esa intuición, como así también el período histórico indefinido durante el cual transcurre el drama, que bien podría ser algún momento de los años ‘80. Hay incluso en Yo niña algo cercano al pase de factura, al exorcismo personal: los padres de la protagonista, pelirroja furiosa e inquieta, nunca terminan de caer en la cuenta de que su obstinación va adquiriendo las formas de la miopía. De la ceguera, incluso. De vivir hoy en día, los padres de Armonía podrían perfectamente formar parte del reaccionario grupo de padres antivacunas.
Cuando a poco de comenzar el relato Armonía termina con un brazo y una parte de su torso quemados por un accidente hogareño, las curaciones se acaban cuando ya no queda plata. Y una forma temporal de ganar algo de dinero –la venta de un poco de “lana”, eufemismo para cierta sustancia ilegal– no hace más que complicar aún más las cosas. Antes de que eso ocurra, Pablo (Esteban Lamothe) invierte la parábola de la manzana podrida en el cajón e intenta enseñarle a su hija que lo putrefacto es la sociedad y que ellos intentan ser la fruta saludable. Julia (Andrea Carballo), en tanto, más allá del amor que le profesa a su hija, comienza a dejar entrever que el abandono puede acercarse por momentos a la desidia. Corte a la ciudad más cercana, adonde el trío viaja por necesidad, y al primer bocado de milanesa casera, un recreo del vegetarianismo más riguroso. Y a la escuela, en la cual Armonía no logra responder a la gracia consignada en su DNI, Nora (eran tiempos más rigurosos a la hora de registrar un nombre), y en donde comienza una primera amistad con un chico de su edad, truncada fatalmente por la incomprensión y, desde luego, el miedo a lo diferente.
Son las mejores instancias de Yo niña, antes de que el guion se ensañe con todos los personajes: los adultos, que por diversas razones atraviesan la frontera del descuido y no logran escapar de un egoísmo por momentos indefendible, y la pequeña, testigo de distintas clases de borracheras, peleas verbalmente virulentas e indefensiones varias. Hay castigos de toda clase para los primeros, en algunos casos disfrazados de factibilidad biológica, y un rayo de esperanza para la segunda, dispuesta a dar batalla ante el primer vislumbre de rebeldía. Arpajou se apoya en la fotografía de Pablo Parra para crear un universo de rayos solares difuminados y colores rojizos, en contraste con el verde de la naturaleza patagónica, superficies visuales con algo de idílico para un relato que dista mucho de serlo.