Desde hace tiempo una duda inquieta a este columnista: ¿acaso nuestro país está siendo gobernado por un hato de psicópatas? ¿O tal hipótesis es exagerada? Una respuesta llega casualmente esta semana: desde Alemania un lector a quien no conozco –Bernardo Kuczer, músico e investigador argentino emigrado en 1979, según informa Wikipedia– me escribe un mail del que extraigo una idea tan sorprendente como atinada: “¿Es posible jugar al ajedrez con alguien que, cuando quiere o necesita, cuando es de su conveniencia, usa las reglas, y cuando no, inventa las suyas propias? ¿Debe jugar ese juego el honesto? Es imposible jugar/ganar en esas condiciones. Que le brindan además al tramposo la magnífica chance de presentar su victoria como verdadera”.
El lector Kuczer dice que decidió el contacto porque cree que “estamos tratando, sí, con estafadores, mentirosos, mala gente, elitistas, oligárquicos, etc., pero, por sobre todo, lo estamos haciendo con psicópatas”. Y envía artículos reproducidos en periódicos alemanes (Der Spiegel y otros) acerca de CEOs y psicópatas. Sugiere guglear, además, cómo “la relación entre psicópatas y políticos” se está estudiando en el mundo y destaca recientes artículos de John W. Whitehead, presidente del Rutherford Institute, con sede en Virginia, EE.UU., y de Claudia Wallis, directora editorial de la revista Scientific American Mind.
Es obvio que nadie en sus cabales jugaría al ajedrez con un psicópata que subvierte reglas, inventa las que le convienen y encima niega reconocer lo que obviamente hace. La pregunta, entonces, es por qué no vemos, o no queremos ver, que en la política mundial esto es pan de cada día. Ahí están el Sr. Trump y su gabinete como posible muestra, y aquí en la Argentina esa especie de mafia que se hizo del poder por un colosal error democrático y ahora se ilegaliza día a día sin que se los denuncie con todas las letras.
Estos tipos son, en general, psicópatas. Cierto que hay buenas y sanas personas entre ellos, que cumplen funciones incluso desde cierto idealismo que aún les queda. Pero no ven, o no quieren ver, que son protagonistas inconscientes, por ende involuntarios, de una democracia que está siendo velozmente mutilada. No es la de 1983, la de Alfonsín; ni siquiera es la de Menem. Ni mucho menos la de Néstor y Cristina, que con todas sus contradicciones, equívocos, superficialidades, incompletitudes, necedades y metidas de pata fue, por lejos, el punto más alto que alcanzó la democracia en la Argentina de las últimas décadas.
El retroceso ahora es feroz. Total. Y por eso mismo el enfrentamiento debe ser total en los principios, la letra y el espíritu. No se les debe dar tregua ni caben medias tintas en el combate de las ideas. Estos tipos son hoy enemigos de la Patria por colonizados y corruptos, pero también por insensibles y por cínicos. Es decir, porque en general son un gobierno de psicópatas.
El psicópata suele ser el más encantador de los mentirosos. Sabe mentir mirando a los ojos y es capaz de llorar, bailar, cantar y encantar mimetizándose con los sentimientos de sus víctimas –personas a las que debería cuidar en lugar de dañar– para manipularlas. Y eso se debe al concentrado e irrefrenable egoísmo del psicópata, maestro en el arte de fingir generosidad. Por eso el psicópata es tan peligroso: porque jamás se exhibe como tal, siéndolo. La culpa no forma parte de su repertorio y es así como puede pasar del encanto a la violencia.
Todo profesional de la psicología sabe, además, que si hay algo difícil con los psicópatas es probar que lo son, debido justamente a su capacidad de seducción y sus habilidades de convencimiento. Por eso ahora hay estudios en el mundo que muestran que los psicópatas son mucho más comunes en la política, los negocios y el mundo empresarial que lo que solía creerse.
En estos tiempos argentinos de degradación institucional, dictadura mediática y gigantesco retroceso social (la educación, la salud, las jubilaciones, el trabajo y la verdad son las principales víctimas) parece aconsejable ser cada vez más directos y combativos con ellos. Si la política queda en manos de personas como los Sres. Massa o Stolbizer, Urtubey o Lousteau, Bossio o Picheto, y las decisiones las toman funcionarios como Peña Braun, Frigerio, Caputo, Triaca o Aranguren, todos ellos y muchos más mentores de un mentiroso serial de poco seso y cero transparencia, y a su vez todos protegidos por un mafioso sistema de antijusticia y otro de periodismo igualmente psicopático, es necio pretender y esperar diálogos y elegancias que sólo conducirán a esta nación al cadalso.
Es evidente hoy en el mundo que las democracias capitalistas seguirán nombrando cada vez más a CEOs como presidentes, ministros y otros cargos ejecutivos. Hombres en su mayoría, y también mujeres, que no tienen ideología y se ufanan de ello, y para quienes pueblos y países deben ser manejados como empresas. Es por eso que se fastidian tanto y son tan tenaces en el combate al papel rector del Estado y al salario mínimo, las paritarias, los subsidios sociales y a toda inversión (que llaman “gasto”) en educación, salud y previsión social.
Estos políticos contemporáneos son personas esencialmente desalmadas, en cuyas empresas jamás importaron ni interesan los daños que causan –empezando por los ambientales– ni se conmueven por lo que cualquier persona sana considera valores, por ejemplo la decencia, la igualdad social o la memoria colectiva. Gobernar, para ellos, es puro ingenio para infringir la ley y encontrar atajos que conduzcan a altos resultados econométricos, dejándoles de paso pingües ganancias casi siempre inmorales. Que a lo sumo disimulan con el ropaje de la “responsabilidad social empresaria”. No ven, ni aceptan ni les importa, el hecho elemental de la política: que gobernar pueblos como si fueran empresas es una contradicción en sí misma que, ineludiblemente, conduce a la desigualdad y por eso es éticamente insostenible.
Así, un poco psicópatas y otro poco simples cínicos, son un enemigo que desafía nuestra inteligencia y ante el cual urge reaccionar para enfrentarlos con la firmeza que se merecen hasta echarlos a votos no electrónicos, como es perfectamente posible.