Deben existir pocos lugares en el planeta donde se hagan tantos chistes negros por segundo como en el aeropuerto de El Palomar, ese extraño ejemplo de la Teoría del Derrame pero al revés, ya que allí fue el sector público quien le hizo la onda al privado. Cuando el actual gobierno nacional decidió reacondicionar un sector de la base aérea militar para permitirle operar a la empresa Flybondi –¿no había otro nombre?–, ese predio al oeste del conurbano bonaerense que supo ser una de las plataformas de los Vuelos de la Muerte durante la última dictadura pasó a convertirse en el primer aeropuerto para aerolíneas low cost no sólo de Argentina sino de América latina.
En esta aeroestación de juguete que cualquier Bin Laden podría vulnerar simplemente disparando desde el furgón del tren San Martín que pasa a dos cuadras, la seguridad es privada. Un dato llamativo, teniendo en cuenta que se trata de un espacio público y el Estado dispone de una fuerza específica: la Policía Aeroportuaria. Un pasajero que no imprimió su boarding pass intenta cruzar el último control mostrando el código QR. Pero el escáner no lo lee. “Pasá igual”, dice el agente. Qué buena onda, todos parecen amigues.
A pesar de intentar replicar un modelo de negocios que es exitoso en Europa, Flybondi selló a fuego su destino el día de su vuelo “inaugural” con una prueba que salió del aeropuerto de Córdoba el 23 de enero y aterrizó 12 minutos después en el mismo lugar. Fue debido a “una falla menor”, arguyó la compañía en su cuenta de Twitter. Una explicación imprecisa que, al revés de lo que se proponen los cambiantes dueños de la aerolínea, tuvo un costo altísimo: el de manchar la reputación de una empresa que en lo sucesivo siguió acumulando problemas de servicios y horarios.
“Hola, viejo. Te mando este video para decirte que te quiero mucho. Porque nunca de sabe, ja”, dice una señora mientras se filma con su celular camino al avión que la llevará –o eso intentará– a Jujuy. Detrás de ella, tres chicas se ríen: “¡Si esto se cae, vamos a ser noticia!”. El humor no es sólo un mecanismo para alegrarnos sino también para quitarle tensión al peligro latente. Eso lo saben los pasajeros y también la tripulación: “¡Levanten la mano los que van a Jujuy!”, invita una azafata por los altoparlantes de un vuelo que invariablemente conducirá a todos a ese destino, en el mejor de los casos. El chiste no surge efecto, entonces la voz amplía el recurso: “¡No los escuché! ¿Qué calor de locos que hace, no?”. Pero no hay caso.
La tripulación pretende establecer un trato más cercano. Quizás el mejor modo sería brindando un buen servicio, pero como eso no siempre es posible apelan a una herramienta inédita: el tuteo combinado por un lenguaje coloquial. “Podés guardar la mochi acá arriba”, sugiere un tripulante. Por un momento parece que uno volvió a la edad preescolar y está en un jardín de infantes. Pero todo vuelve a la realidad cuando pasa el carrito con bebidas y comidas: un café en el aire vale cien pé.
La voz reaparece y cuenta que el avión se llama Max. “Es el nombre de un cachorro mestizo encontrado en Córdoba que se ganó el cariño de todos.” Ahá. Poco después, el altavoz cuenta que es el mes de la lucha contra el cáncer de mama y que Flybondi se suma a la causa, aunque no explica cómo. En el momento de mayor ternura llega la seriedad: “Vamos a entrar en una zona de turbulencias. Les rogamos no se cambien de asientos por un tema de estabilidad”. Quizás la solución sea dormir un rato y despertarse donde sea. Pero, al menos en este vuelo, será difícil: a pesar de que el avión es joven como el cachorrito que le dio su nombre, Max tiene varios de sus asientos con la reclinación trabada. Tal resulta el costo de viajar en un bondi con nombre de perro y cuyo slogan empresarial es “la libertad de volar”. Asoma en el horizonte un cambio en los paradigmas de la aeronavegación en Argentina. Lo que aún no sabemos es si eso nos llevará a mejores destinos que los actuales o si invariablemente nos hará estrellarnos en la pista.