Los hermanos Coen se fueron aproximando al western tardíamente y de modo tangencial. Primero en Sin lugar para los débiles (2008), que si bien no era estrictamente un western evocaba al género a través de su paisaje y también de algunos tipos, como el sheriff encarnado por Tommy Lee Jones. Dos años más tarde con Temple de acero, que sí lo era plenamente, hasta el punto de ser una remake de un clásico originalmente protagonizado por John Wayne. Vuelven al género en su última película, una producción original de Netflix que esa plataforma acaba de poner online tras su presentación en el Festival de Venecia, donde recibió un León al Mejor Guion. La balada de Buster Scruggs se abre con un libro de cubierta trajinada, que lleva por subtítulo “Cuentos de la frontera americana”. Seis cuentos, cada uno de los cuales toma por motivo algún topos propio del western, variando estilísticamente de uno a otro, en un rango que va de la farsa a la melancolía. 

La primera imagen que se ve en La balada…, después de la del libro (que incluye el hojeo característico de tantas películas clásicas de origen literario) es del Monument Valley, al que después de tantos westerns podría llamarse “el país de John Ford”. ¿Qué representa ese país para Joel y Ethan? Lo ignoramos. Salvo por uno de los “cuentos”, tal vez dos, La balada… no parece marcada por ninguna deuda o voluntad de homenaje. De hecho, parecería guardar más relación con las crónicas de Bret Harte, el más famoso y prolífico narrador del Oeste, que con la épica del género, que domina su rendición cinematográfica. Protagonizado por un payasesco cowboy cantor, al estilo Roy Rogers, el cuento que da título al “libro” es el más Coen de todos, si se identifica a los Coen como los farsescos realizadores de Educando a Arizona, El gran salto, Quémese después de leer o, cómo no, Barton Fink. Encarnado por Tim Blake Nelson, ese flaco dientudo que los Coen habían estrenado en ¿Dónde estás, hermano?, Buster Scruggs es un ridículo que tiene, sin embargo –hete aquí el twist del asunto– una virtud descomunal, que lo convierte en rey del Oeste. Esa virtud no es la un chiste verde, y esto es todo lo que se dirá, para no arruinarle la sorpresa a nadie.

La sorpresa es también la clave del segundo cuento, en el que James Franco llega a asaltar un banco que parece “papita para el loro”: sin clientes, en medio de la nada y atendido por el cajero más asaltable del mundo. Pero no todo será tan así. Más que un cuento se trata de un gag largo, cruel y simpático. Con respecto a lo imprevisto en los Coen, conviene tener en cuenta que no se trata de un mero mecanismo narrativo, sino la expresión del carácter incomprensible que la mecánica cósmica asume para los autores de Simplemente sangre. Piénsese en las mencionadas Educando a Arizona, Barton Fink, El gran Lebowski o Un hombre serio y se verá cómo en todas ellas el Destino es un viento que sopla en cualquier dirección. 

La tercera historia se prestaba para la farsa más salvaje, y sin embargo los Coen toman, como el destino en sus creaciones, para el lado más imprevisto. Liam Neeson es el dueño de uno de esos teatritos ambulantes que a lo largo del siglo XIX recorrían el país de punta a punta. A propósito, cabe señalar que los Coen pueden tomar a broma a sus criaturas, pero no sucede lo mismo con la fidelidad histórica y la puntillosidad en la recreación de decorados, que llegan hasta la obsesión arqueológica. La troupe de Neeson se reduce a un único actor, de formación y dicción shakespereanas, que es un puro tronco con cabeza y cuello, sentado sobre una silla. Carece de los cuatro miembros. Hay un respeto total de los narradores para con este personaje, y también hacia el empresario, que podría haber sido un explotador inescrupuloso y se comporta en verdad como un padre. Más allá de que toda clase de “fenómenos” eran un espectáculo usual en esa época, es imposible no recordar la relación de protección que Anthony Hopkins tenía por su “criatura” en El hombre elefante (donde David Lynch también sofrenaba, dicho sea de paso, sus demonios satíricos). Hay una enorme melancolía en este episodio, totalmente infrecuente en el cine de los autores, generada no sólo por todo lo que le falta al hombre-tronco sino por la escasa repercusión de público que tiene el espectáculo. Escasez que Neeson toma con una resignación que en el remate adquirirá toda su amargura.

El siguiente relato está protagonizado por un anciano prospector, esa palabra para la que el castellano no tiene traducción y que designa al buscador de pepitas de oro. El anciano, cabello y barba completamente blancos y la piel ardida por el sol, es… Tom Waits. Es uno de esos viejos medio locos, que hablan solos (éste le habla a la veta de oro a la que busca) y que cuando hallan una pepita se ponen a bailar a los saltos. Anda con la única compañía de un asno, animal al que se puede cargar con bolsas de oro, y ha venido a parar a un valle atravesado por un riacho, en el que está convencido de que yace una veta. Aquí sí hay un homenaje al género, de carácter no narrativo sino visual. Ese verde valle que parece de promisión, rodeado por hileras de frondosas coníferas y cercado por montañas ubérrimas, recuerda la clase de paisajes que le gustaba fotografiar a Anthony Mann, realizador de Horizontes lejanos y El hombre de Laramie, entre otras. En la obra de Mann ese contorno paradisíaco se ve confrontado por la ambición y crueldad de los hombres. Aquí también. 

El quinto cuento es uno de los puntos altos de La balada…, y también presenta, como el de Liam Neeson, a unos Coen inéditos. El motivo evocado es en este caso “la película de caravanas”, subgénero cuyo clásico es seguramente Caravana de valientes (1950), de Ford. Muy típico de los Coen, la heroína (Zoe Kazan) no es una colona que viaja al Oeste buscando abrir caminos de grandeza, como podía suceder en Ford, sino una chica que lo hace llevada por su hermano mayor, que la quiere casar con un tipo rico con el que piensa asociarse. Todo esto podría seguir muy en plan Coen, con la chica asesinando, por ejemplo, al hijo de puta de su hermano, con ayuda de algún galán más o menos torpe, siendo perseguidos ambos por un sheriff implacable. Y sin embargo no, un imprevisto lleva la cosa completamente para otro lado, con la chica cortejada por un guía tan apuesto como poco experimentado con las damas. Otra vez: los Coen de Barton Fink o Quémese después de leerse hubieran hecho de él un imbécil, mientras que estos otros Coen, más piadosos, narran con una delicadeza casi fordiana los encuentros entre ambos jóvenes, llenos de pedidos de disculpas, miradas al piso y tartamudeos. Si hay una balada en La balada…, la balada es esta historia de amor tímida, torpe y respetuosa.

El opus 18 de los nativos de Minnessotta se cierra con una miniaturización de otro clásico, el western “de diligencia”. Otra vez Ford: La diligencia. Pero ojo, también el Tarantino de toda la media hora inicial de Los 8 más odiados. Salvo los últimos planos, el cuento transcurre íntegramente dentro del carruaje. El espacio contraído del interior de la diligencia se presta a la charla, circunstancia que los Coen llevan al extremo, tanto como lo hacía el hijo de italianos de Knoxville. El episodio es una pura efusión dialéctica, protagonizado por cuatro personajes muy tarantinianos, y una quinta muy fordiana. Los tarantinianos son dos cazafortunas (como Samuel Jackson en Los 8 más odiados), sobre todo uno de ellos, dueño de una actitud sardónica que no se entiende muy bien a qué viene; un francés lenguaraz, interpretado por Saul Rubinek (el periodista de Los imperdonables) y un cazador muy oloroso y muy gracioso. El tipo se pasa un buen rato dormido y cuando empieza a hablar resulta un plomo que no para durante unos cinco minutos. La señora fordiana es la que va al medio, una puritana que, como las de La diligencia, quiere convertir a todos sus semejantes en gente de bien, y vive con cara de asco. La cosa no va mucho más lejos que esto, con un final sorpresa bastante debilón, pero ya se sabe que hasta los mejores discos tienen temas de relleno.