No soy muy cinéfilo. La cosa arranca así, por la negativa. Siento que decir eso, nombrar este tipo de cosas, me acercan o las asocio a situaciones de la vida como cuando alguien alude o enuncia que no es amante de los animales. En ese momento, el ser, que es receptor del mensaje, empieza a generar un distanciamiento y un extrañamiento sobre la mirada del otro. La desconfianza se acerca con cautela y miedo. Como si por un instante, el que dijo algo honesto, empezara a perder, paulatinamente, sus rasgos de “humanidad”. Y ahí divago y me auto-digo ¿Por qué? ¿Por qué soy este monstruo? ¿Por qué no conecto amorosamente con las mascotas de departamento? ¿Por qué no puedo estar sentado durante dos horas y media en un sillón observando una pantalla que va a proyectar una secuencia de imágenes combinadas con sonidos? Creo que sí, me pierdo o se me apaga la atención, se corta la señal. Tengo déficit intenso en concentrarme solo en una cosa entera y a la vez. De todos modos caigo en esos lugares, en los de abrazar a los gatos o colgarme mirando películas, cuando me siento bien oscuro. Ahí sí, así sí. Se me arma una contención emocional óptima con ese tipo de acontecimientos, los del caniche y el cable cerca, cuando siento el corazón medio roto o con agua.
Camilo y Camila funcionaron como un apoyo, uno me dijo el título y el otro me dio el DVD. En ese tiempo, todavía, las cosas se veían gracias a unos discos. Yo acepté porque hacía dos semanas me había separado y es difícil entrar en el estadío de la soltería cuando se sostuvo un vínculo amoroso en una línea de tiempo de seis años. Para ese entonces yo tenía veintitrés y tenía que empezar a decirle chaucito a las conversaciones continuas y frenéticas. Tenía que despedir a ese interlocutor presente y compañero. Tenía que hacerme el bolso y cambiar de casa. Por momentos suelo pensar que la pareja solo existe para comprobar que uno está vivo. A veces me pregunto, me digo y afirmo: yo sé que estoy triste porque el otro me está oyendo o mirando triste, pero si el otro no estuviese cómo puedo cerciorar que esto, realmente, me está pasando. Entonces para frenar la máquina tengo que sedarme y encontrar espacios de respiración. Supongo que tiene que ver con desconectar o, por el contrario, con conectar, aún más, en ese tiempo y lugar corrido del no tiempo, me refiero a ese momento de limbo que genera el arte, o a un tiempo más cruzado del que se supone. Porque la vida sigue siendo pero por esos minutos uno, que es un mortal más, va a respirar durante un ratito en una otra ficción.
En ese periodo me repartía los días de la semana para dormir entre la casa de Camilo y la casa de Camila, no quería ni podía volver a mi departamento. Esa posibilidad trivial y simple de encierro y soledad me ponía, desgarradamente, más dramático. Entonces durante las pocas horas que pasaba en mi habitación escribía o de vez en cuando miraba alguna que otra cosa en la computadora.
Recuerdo esa tarde porque pasé por la casa de mi reciente ex, le toqué el timbre para que bajara con una caja naranja recubierta por una bolsa de plástico rosa. Es que hacía unas semanas me había comprado, por primera vez por internet, unas zapatillas azules, que aún conservo, y había tenido que usar su tarjeta de crédito. Y por eso, en una seguidilla de excusas por doquier, la dirección de entrega era su domicilio. Bajó con la mirada neutra y una bolsa de supermercado que adentro tenía el cubo recubierto de plástico rosa roto. Nos miramos y me dijo: “están re buenas”. Agarré el calzado, con la mandíbula tensa, y abracé la caja como cuando se quiere proteger a un perrito mojado, la apreté mientras los ojos se me iban haciendo vapor. Intentaba reprimir el dolor, el desconsuelo de recibir, quizás, el último objeto y por dentro pensaba ¿Qué es un último objeto? ¿Quiénes están re buenas? ¿Para qué me sirve tenerlas? ¿Eran estas zapatillas, ahora, un nuevo devenir para mi yo amante? Ahí me di cuenta de que la cabeza me estaba empezando a funcionar más fácil y tonta. Así que agarré la bolsa y caminé, llamé a Camilo con las lágrimas de la adolescencia, me tomé el 109, bajé en la esquina de su casa, toqué el portero y me abrió con la propuesta de ir a tomar helado. Me contó que había conseguido un 2x1 en una heladería por una linda compra de productos de cuidado estético que había hecho en una farmacia muy conocida en su barrio. Caminamos por esas cuadras, rodeados de señoras ricas, y mientras le dábamos a la charla barajamos la idea de empezar a entrenar, tal vez, en un gimnasio. El plan de liberar endorfinas era uno de los consejos más típicos entre mis amigos. Supongo que lo veían como una de las maneras de ayuda, más rápidas y eficaces, que me podían brindar. Yo estaba siendo una persona pseudo deprimida. Y en ese abanico de sugerencias para distraerme de la angustia apareció la película griega de Yorgos Lanthimos. Sucede que acepto y disfruto los filmes menos amables sobre la mirada o a la narrativa clásica. En general, tengo la sensación de encarcelamiento cuando miro un largometraje en el que debo “entender”, me refiero a esa idea de causa y consecuencia. Ese “realismo” me confunde, de manera insoportable, porque siento la presión del deber comprender. Soy un mal amigo en esos eventos. Arruino la experiencia del otro en el momento en que tengo que ratificar, mediante preguntas de por medio, si: “ese que ahora está saliendo del auto era el padre que nunca quiso reconocerla, y ahora, por casualidad del destino, es su abogado”. Es que la duda del “realismo” me urge y obliga a saber, a recolectar datos, para llegar con la información adecuada, perfecta y necesaria al fin de la trama y no quedarme afuera. Por eso Canino era, para mí, una seda. El juego con las palabras entre su significado y su significante, los símbolos y las imágenes en continua manipulación, las pruebas, de manera lúdica, sobre la resistencia del dolor, la existencia y muerte de un hermano, tácito, del otro lado del muro, la pulcritud o la calma inmensa que deviene en amenaza, lo inabarcable como carácter, esa forma que se hace y se deshace para convertirse, ininterrumpidamente, en otro estado o materia. Yo, acostado sobre mi cama, de una plaza, quedé abatido y pendiente en un modo donde la incertidumbre le iba ganando a mis neuronas y producía, en mí, el abismo ante los conceptos preestablecidos de la vida.
Canino me hizo bien porque en ella el “mar” es un sillón de cuero, la “autopista” es un viento fuerte, un “coño” es una lámpara antigua, la “excursión” es un material muy resistente con el que se hacen los pisos, un “zombie” es una flor amarilla pequeña y una “escopeta” es un hermoso pájaro blanco.
Juan Gabriel Miño es autor de dramaturgia y narrativa, director y actor. Como actor trabajó con Alejandro Tantanian, Lisandro Rodríguez, Jérôme Bel, entre. Como dramaturgo y director es autor de Las prodigio, Agua que corre al mar o Paraguay, el musical, y creó la Compañía Escénica GANGA, junto a Natalia Casielles, donde co-escribe, dirige y actúa en Ningún pibe nace cheto. Actualmente forma parte de Sagrado bosque de monstruos en el Teatro Nacional Cervantes, y su cuarta obra como autor y director, De vez en cuando me derrumbo, cuya entrada consiste en elementos de higiene y alimentos no perecederos para el centro de integración Frida, va los miércoles, a las 21, en Los vidrios, Guardia Vieja 4257.