“Cuando mi padre se suicidó me llamó mi madre. Se había ahorcado. Lo miré. Cuando la gente se ahorca se le salen un poco las órbitas de los ojos. Algo de eso hay en mis personajes. Entonces fui a mi casa, lo descolgué, hice todos los trámites legales. En ese momento sentí que todo lo que hizo, lo hizo en contra de uno… Dejó un libro ahí abierto, un libro de Pirandello que se llama La vida que te di, un libro muy amargo”. El que habla es Pablo Suárez: así le contaba a Laura Batkis la escena en la que encontró muerto a su padre.
“Su empresa había quebrado”, siguió. “Dos días antes conversé con él y tuve una charla fulera, porque era muy negativo, estaba muy escéptico. Es más, le habían ofrecido encargarse de toda la parte de ficción de la librería El Ateneo, y él no, porque decía que no era vendedor de libros. Sí, no era tal cosa, no era tal otra, pero podría haber sido cualquiera de esas cosas porque mi padre era un fenómeno. Por supuesto que podría haber seguido y que había salida, claro, pero para él ninguna salida era tan suntuosa como su vida y él no estaba dispuesto a bajarse del caballo. Bueno, en esa conversación le dije que si las cosas eran así, si veía que todo estaba tan mal, no entendía para qué seguía, y que se suicidara directamente. Desde ya que yo no estuve muy elegante al decir eso”.
Esta entrevista, brutal, candorosa, plena de pasajes que reflejan la fascinante personalidad del artista, se incluye en el libro catálogo junto a ensayos de los curadores; Batkis era muy amiga de Suárez y las conversaciones van desde 1994 hasta los últimos días del artista, que murió en 2006. Con un centenar de obras, que incluyen pinturas, dibujos, objetos y esculturas, la mayoría de colecciones privadas y otras pertenecientes a varios museos, más material de archivo inédito, la deslumbrante exhibición Narciso plebeyo, en el Malba, con curaduría de Jimena Ferreiro y Rafael Cippolini es la primera retrospectiva de Pablo Suárez en nuestro país.
Complejo, agudo, locuaz, ácido, seductor empedernido, señorito plebeyo y narciso indomable, Suárez hizo su primera exposición individual en la galería Lirolay, en 1961. Colaboró con Marta Minujín y Rubén Santantonín en La Menesunda; intervino en Tucumán Arde y renunció a participar en Experiencias 68 con una carta memorable dirigida a Jorge Romero Brest, director del Centro de Artes Visuales del Instituto Torcuato Di Tella. En esa misiva, Suárez lanzó: “Si yo realizara la obra en el Instituto, ésta tendría un público muy limitado de gente que presume de intelectualidad por el hecho meramente geográfico de pararse tranquilamente en la sala grande de la casa del arte. (…) la legibilidad del mensaje que yo pudiera plantear en mi obra carecería totalmente de sentido. Si a mí se me ocurriera escribir Viva la revolución popular en castellano, inglés o chino, sería absolutamente lo mismo (…)”.
El mítico taller de Barracas, auspiciado por la Fundación Antorchas, donde enseñó junto con Luis Benedit, fue un semillero de artistas de la talla de Nicola Costantino, Martín Di Girolamo, Claudia Fontes, Leandro Erlich y Marcela Cabutti, entre otros. Maestro rebelde, confrontaba y enseñaba; muchas de sus obras resultan icónicas, inolvidables, tienen la marca del deseo y de una sensibilidad enraizada en lo local, en la vida observada.
Bellos y plebeyos
Hay en los narcisos-chongos de Suárez –quien se autoproclama “narciso” y consideraba a la belleza un atributo fundamental, después de la inteligencia– un erotismo popular y plebeyo. Con cuerpos esculpidos a fuerza de trabajo proletario y narices gruesas y prominentes, sus chongos –como denominó a sus modelos– escapan de la estética apolínea: integran una nueva tipología masculina de nuestras pampas.
Desnudo y de espaldas, con zapatillas y medias rojas (las mismas que usaron sus muñecas bravas), “Narciso de Mataderos” (instalación escultórica, 1984/1985) se mira en el espejo de una cómoda con exultante admiración. Acerca demasiado su rostro huesudo, algo tosco, al cristal. “La idea básica era hacer que cuando uno mirase esta escultura se aproximase a la figura de un hombre desnudo, casi realista, y que cuando viese el reflejo en el espejo viese la caricatura de la misma figura. Es decir, como tener dos visiones, la visión irónica, burlona y terrible, y por otro lado una primera aproximación más realista desde atrás”, dijo Suárez sobre su Narciso.
“Ante todo cuidá la ropa (y que Dios te cuide el culo)”, “El Perla, retrato de un taxi boy” (hecha con resina epoxi, esmalte para uñas nacarado, cuero sintético, metal y madera) y “Sandwichongo”, entre muchas obras clave, evidencian las formas en las que Suárez representó a una de las figuras centrales de su iconografía. Sabía cómo hacer los cuerpos masculinos: conocía de memoria las tensiones musculares por su pasión por el boxeo. En la sala Alejandro Bengolea de Colección Fortabat, con nueva lectura curatorial a cargo de Marcelo Pacheco, en “Previsible destino de Pretty Boy González”, estremece una de sus figuras masculinas, atada a un poste, lacerado, con marcas similares a los estigmas de Cristo. Cerca, el hombre de “Mar de lágrimas” mira, ya casi perdiendo su forma humana, una foto de “La Familia Obrera”, de su amigo Oscar Bony.
“El sillón azul” es un desnudo naïf, sereno, aniñado, que tiene como protagonista a Horacio Campillo, quien fue su pareja. De él también se exhiben una serie de fotografías (algunas de ellas desnudos escenificados). En el universo Suárez, lo plebeyo no está anclado a la cultura gay, sino que, como sostiene Ferreiro, se expande en formas de erotismo popular. “Oralidad” es una escultura de bulto que hizo ya en los años 80 remitiéndose a la estética de sus muñecas bravas de los 60. Representa una mujer, la boca entreabierta y los ojos fuera de órbita, que, con su camisa abierta y anudada en la cintura, exhibe sus pechos; en una de las manos lleva una banana pelada. “Muñeca brava”, (1964) es la única sobreviviente de la impactante ambientación Muñecas bravas, que presentó en la galería Lirolay y en la que muchas de las escultóricas damas de caras angulosas y narices gruesas parecían travestis. Suárez le regaló esta pintura ensamblada (cuyas piernas se han perdido) a Marta Minujín.
La política de los sueños
Suárez, que rechazaba el arte contemporáneo por su código elitista, estaba convencido: “A mí me resulta muy difícil pensar en un arte en el que no esté latiendo algo ideológico”, decía en diálogo con Batiks. “Pero ideología en el sentido de un sistema de ideas que nace de la relación práctica con la realidad”. En ese juego latente entre arte y vida, consideraba central que la obra uniera el discurso de las artes plásticas con la sexualidad, los sueños y la política.
“Mendigo”, “Para escapar de la exigua realidad”, “Asalto”, “Los que comen del arte”, “El hijo del hombre”, “Exclusión” (cuadro objeto de un hombre colgado, con inigualable expresión de pánico, de un tren en movimiento, con el que ganó el Premio Costantini), “Sobrevivientes” y “Una ayudita por amor de Dios”, entre otras obras, condensan su mirada irreverente e irreversible sobre el mundillo del arte, y sobre la exclusión social y el dolor que provoca.
Suárez, además, amasó su propia biografía. “Era un mentiroso exquisito”, señala Cippolini, que desde sus 16 años frecuentó al artista. “Le encantaba hablar, te envolvía. Tenía latiguillos, que después me enteré que se los decía a todo el mundo: ¿Vos nunca te masturbaste mirando una escultura?, me preguntó una vez”.
“Era un tipo que fabulaba, pero era encantador y fascinante en la manera de contarte algo”, dice Cippolini, que sostiene que el Suárez falsificador de obras es parte del mito que erigió el propio artista: “Yo lo vi en su casa diciendo ¿querés que te haga la firma de Spilimbergo? Mi hipótesis es que en alguna cosas él ponía un amplificador desmesurado: puede ser que haya hecho algo, pero no era un falsificador; de la misma manera que haber sido sparring no es haber sido un boxeador”.
Quienes lo conocieron recuerdan que era un gran seductor, pero que también tenía la capacidad de zaherir con la palabra: “Con las mujeres más. Lloraban todas. Tenía una malicia más atemperada con sus cercanos: con Pombo podía ser malicioso, pero con Siquier, Ballesteros y Kacero era malvado. Tenía al mismo tiempo algo muy dual: podía ser malvado, pero venía alguien que no conocía y le decía que necesitaba una carta de recomendación para una beca, y él se la hacía. Veía que alguien estaba mal y le decía: Tomá, vendé esta obra y le daba una pintura suya”, recuerda Cippolini.
“Podía ser ácido, pero en su vida cotidiana era amoroso”, dice Miguel Harte, con quien mantuvo una amistad indisoluble, vivió en todas sus casas, y Suárez además le dejó la suya en Colonia (Uruguay). Sigue Harte: “Cuando hacía llorar a los alumnos o a otras personas era por su honestidad brutal. Podía ser malo, pero era multifacético y con el tiempo fue menos mordaz”.
Suárez deseaba permanecer en la mirada del otro. Eso, dijo, le tomó toda la vida. Hay humor corrosivo, paródico, y una extrema empatía en los personajes a los que les dio vida, de una vez y para siempre. Con aspereza e ironía, exhibe sus temores: llega al núcleo de esos hombres y mujeres hasta transformarlos, ante nuestra mirada, en adorables mitos contemporáneos.
Narciso plebeyo se puede visitar hasta el 18 de febrero en Malba, Av. Figueroa Alcorta 3415. De jueves a lunes de 12 a 20; miércoles de 12 a 21; martes cerrado. Feriados: 12 a 20.