Entrar en la casa de Verónica Laurino implica ingresar a un jardín de las delicias vernáculo, a un patio borgeano repleto de parras anacrónicas y aljibes inexistentes. El patio-jardín de Verónica, por metonimia o sinécdoque, se convierte en el reino donde ella reina, reside, recibe a sus invitados. Tal es así que las dos veces que fui a su casa permanecimos la mayor parte del tiempo en esa zona privilegiada del hogar. La última vez ocurrió la semana pasada (o la otra, o la anterior, eso depende): instalados ya en las postrimerías del año nos merecíamos una cervecita bajo la refrescante sombra concedida por un sinnúmero de plantas y flores con nombres absolutamente desconocidos para mí, una rata de ciudad, una ratita urbana que en general desconfía del color verde naturaleza, y casi siempre del color verde esperanza. Sin embargo, ningún reparo puede obturar la sensación de novedad que siente el visitante cuando pisa la casa-patio-jardín de Verónica: uno penetra en una especie de bosque tropical y un rato después, por diversos efectos (incluidos, claro, los del alcohol), se cree inmerso en un cuadro de Jheronimus van Aken (El Bosco, para las mayorías).
El primer comentario que me hizo la semana pasada (o la otra, o la anterior, etc.) fue que aparentemente el colibrí estaba “refaccionando su casa” (la del colibrí). La verdad, por más que la cite textualmente, no logro recordar con exactitud la expresión exacta, aunque lo importante acá no es tanto la precisión memorística como el giro antropomórfico subyacente en la referencia de Verónica al trabajo arquitectónico del colibrí, un antropomorfismo tan asombroso que la convertía de alguna manera en algo que en principio distaba de ser. ¿Eh? O sea, ella a veces parece ser otra cosa de lo que es y hasta he llegado a pensar seriamente que Verónica proviene de otro planeta; un planeta lejano cuyos habitantes cuentan con la capacidad tecnológica para enviar, a pesar de la distancia medida en años luz, emisarios con cualidades humanas difíciles de encontrar, paradójicamente (o no), entre los humanos.
Una vez, hace mucho tiempo, le dediqué un posteo sobre su (¿ex?)tinte de cabello (Negro Intenso, su pseudónimo en Facebook) y en otro posterior jugué con su nombre, una marca de lácteos y el título de la extraordinaria película de Krzysztof Kieślowski. El miércoles pasado (etc.), cuando nos volvimos a ver después de un largo período sin vernos, tomamos como de costumbre una cerveza, fresca tirando a natural, y comimos unos cuadraditos de queso acompañados de unas rodajas de pan y tres chipás aportados por mí. ¿Tres? Sí, tres chipás como las celebérrimas tres empanadas de Luis Brandoni (un Brandoni anticipatorio del Brandoni actual, defensor acérrimo de las políticas neoliberales llevadas a cabo por su gobierno contra las clases populares y medias que en noviembre del 2015 decidieron tirarse, con todo el derecho del mundo, una canita al aire). Tres, porque en la panadería del barrio de Verónica lo único que tenían a esa altura de la tarde eran bolas de fraile rellenas con dulce de leche o chipás, tres chipás. Confieso que si hubiese sido la casa de otro ser humano no me habría atrevido a llegar con una cantidad tan miserable (la cantidad en sí no es miserable, la Santa Trinidad demuestra lo contrario, lo que hace miserable la cantidad es el objeto de esa cantidad: chipás), pero teniendo en cuenta la predisposición siempre amable y encantadora de Verónica me sentí cómodo en la escasez.
A los pocos minutos de haberme instalado bajó desde su trinchera “el Marce”, como le dice ella, un reconocido artista plástico de la ciudad, quien nos acompañó en el módico banquete durante menos de dos minutos, para retirarse luego a seguir trabajando. Otro convidado se habría sentido de piedra por la actitud del “compañero” de Vero, yo no.
Marcelo también parece provenir de otro planeta, casualmente, del mismo planeta que Verónica, como si ambos hubiesen sido enviados por una civilización extraterrestre con el quimérico objetivo de mejorar ciertos rasgos de la nuestra. Ya sea desde el arte o de la literatura. Porque creo que aún no lo dije. Verónica Laurino es una escritora con todas las letras (¿cómo sería sin todas las letras? escri…sct…). De hecho, ella fue la primera escritora con quien tuve la posibilidad de un mano a mano. No recuerdo bien los arreglos previos al encuentro, pero una tarde estábamos frente a frente en el bar La Sede (Rosario). No era cualquier tarde, cabe aclararlo. Fue a principios de enero del 2014, agobiados por una ola de calor inédita, la ola de calor más prolongada vivida en Argentina desde que se iniciaron los registros. Y nosotros elegimos una de esas jornadas abrasadoras para encontrarnos y hablar de literatura, de su libro Breves fragmentos, que yo había conseguido en MercadoLibre, inmediatamente después de haber terminado de leer La montaña mágica (deuda saldada con demora), lectura que le comenté a Verónica con el fin de advertirle la dificultad notoria que tendría en calibrar el verdadero valor de su obra, a lo que ella respondió que entonces antes de leer Breves fragmentos me comprara un libro “malísimo” y después sí leyera el de ella. Decía que Vero fue la primera escritora de verdad que me prestó cierta atención, que me cedió parte de su tiempo.
Los días anteriores al encuentro yo estaba notoriamente tenso (en la casa de mi novia habían decidido prescindir de las bondades del aire acondicionado; ahora, retrospectivamente, reivindico su profética intuición), no sabía qué decirle. Me imaginé atrapado en los peores enredos. ¿Y si me pregunta algo que no sé? ¿Y si me toma un examen literario? ¿Y si se da cuenta de mi ignorancia? Ninguno de los presagios se cumplió. Al contrario. Conversamos muy distendidos durante una hora larga, cerveza de por medio, y ella tuvo la delicadeza de regalarme Jardines del infierno. Terminé escribiendo una reseña de su novela, y así la amistad se fortaleció; una amistad liberal, disipada, que no requiere de religiosas reuniones semanales y que durante meses hasta se da el lujo de prescindir del diálogo.
Verónica también colaboró para dignificar mi primer libro (hizo lo que pudo), me dio puntas importantes en una charla que tuvimos en otro bar, cerca del río, un sábado lluvioso, frío y gris (un sábado hermoso). Lástima que los pormenores del encuentro se mezclan o aparecen demasiado difusos como para intentar reconstruirlos. Lo cierto es que la conozco hace ya casi cinco años, y a diferencia de otras personas que luego de la publicación de mi librito se perdieron, ella me sigue alentando, sin especulación, a pura pérdida.
La última cara de Verónica la une definitivamente a Jorge Luis Borges: ella ejerce el oficio de bibliotecaria en la Hemeroteca Municipal de la Biblioteca Juan Álvarez (de Rosario). Quizás ese trabajo o ese vicio sea uno de los motores fundamentales de nuestros intercambios. Gracias a ella conocí a Alejandro Zambra y su Formas de volver a casa, y gracias a ella leí la conmovedora historia del maniático de Herzog cuando decide unir a pie Munich con París (840 km.) bajo la delirante suposición de que el esfuerzo salvará la vida de su amiga Lotte Eisner. En la última juntada me prestó el sorprendente libro (La invisible) de un joven llamado Fidel Maguna.
Como toda amistad (me pongo serio), nuestra relación tiene su costado oscuro. Diferencias irreconciliables. Diferencias literarias, por supuesto, las únicas que de verdad importan. El nombre-origen de los desencuentros es Roberto Bolaño; Verónica sabe por qué lo digo.
Así las cosas, el texto me reclama a viva voz un final. Un remate emotivo. Yo no le voy a dar el gusto.