En enero de 2016 fue detenida Milagro Sala. Junto con ella, otras y otros dirigentes y militantes de la Tupac Amaru. Aún hoy siguen encarcelados o con prisión domiciliaria. Los expedientes se apilan al modo de una cinta que hace que al quedar absuelta por una causa –o sin condena– se habilite el siguiente como una máquina de nunca parar. Decenas de expedientes. Cada uno de ellos agitado por los medios, que encontraron en Milagro el caso testigo sobre el que confluirían la oligarquía judicial, los medios concentrados y un poder político surgido de las urnas pero escasamente democrático. Y si eso sería un rumbo para toda América Latina, también lo es en la demostración de que su sustrato es la reposición de las jerarquías sociales, de clase, raza, género, que los procesos populares, con sus balbuceos y contradicciones venían amasando. Sobre ese encarcelamiento se edificó una prueba: la del umbral de tolerancia hacia la injusticia. Nos mostraron a la presa ejemplar, la exhibieron, para disciplinarnos a todos pero también para probar hasta qué punto estaban vitales nuestras resistencias. Organismos de derechos humanos, como el CELS, ganaron una batalla internacional por su libertad y eso no fue aceptado por el poder político, mostrando que el respeto a la ley es prurito de republicanos y no de gobernantes respaldados por todas las fuerzas del conservadurismo.
No podemos pensar la violencia de género aislada de otros tipos de violencia. Porque hay un aprendizaje social de la violencia, una aceptación, una pedagogía de la insensibilidad. Que parece sólo agrietada cuando se construye a quien recibe violencia como víctima pura o buena víctima. Como objeto pasivo de un ataque. La figura de una militante nunca es sólo víctima: uno de los pactos más tristes de la democracia argentina fue el implícito que llevó durante años a desdibujar la identidad política de los detenidos-desaparecidos para que fuera posible reclamar contra el terrorismo de estado. Hoy, frente a la extendida y cruenta violencia hacia las mujeres y cuerpos disidentes, se nos reclama el mismo pacto. Que tracemos una diferencia entre Milagro y una mujer encerrada por un marido violento. Que no vinculemos los femicidios a la violencia institucional que se encarniza con las militancias populares. Que no señalemos que violencia patriarcal es también la que se despliega como ajuste, empobrecimiento, hambre.
Violencias, entonces. En plural y no aisladas. No privadas aunque los femicidios tengan como escena fundamental el hogar. No individuales aunque haya asesinos y golpeadores con nombre y apellido. Cada una se trama con la otra, se refuerzan, son alimentadas por una profusa red de creencias y prácticas. Toleradas.
La gobernabilidad neoliberal quiere retomar para sí algunos aspectos de la fenomenal experiencia masiva de los feminismos. Intenta traducir, releer, licuar. Primero, aislando un tipo de violencia, la que se ejerce contra las mujeres y disidencias en el marco de prácticas tradicionales (desde la violencia doméstica hasta el acoso callejero). Luego, montando sobre eso un argumento punitivista, que le solicita a las víctimas reconocerse sólo como víctimas y planteando el castigo como única salida. Si esto fue clarísimo cuando el Senado aprovechó la rabia social ante el asesinato de Micaela García por parte de un preso con salidas transitorias para endurecer el régimen de ejecución de las penas; lo es también, aunque menos visible, en los modos en que se interpela la victimización antes que la agencia en toda la discursividad social. Y finalmente, convirtiendo ese montaje en una ratificación de las políticas de seguridad, poniendo a las instituciones judiciales y represivas como garantes últimas de vínculos no violentos. En nombre de la prevención de las violencias contra las mujeres nos llaman a dejarnos cuidar por la ministra de seguridad. O sea, a convertir el combate contra la violencia de género en ratificación de la violencia institucional y de la violencia económico-social en nombre de la violencia de género.
Ese triple movimiento construye la violencia contra las mujeres y sexualidades disidentes como una cuestión de seguridad. El primer documento de Ni una menos, el 3 de junio de 2015, decía que los femicidios no eran un problema de seguridad sino de derechos humanos. Es necesario insistir sobre ese punto: implica considerar a todos sujetos de derecho (incluso a quienes cometen crímenes) y, a la vez, considerar el conjunto de derechos y su vinculación. Considerar algo como cuestión de seguridad implica pensarlo de modo individual y restringido a su individualidad (alguien comete un crimen, alguien lo sufre) y, a la vez, tratarlo como cuestión de policía y de castigo.
Ese recorte no es casual. Por un lado, legitima otro tipo de violencias o las opaca, las deja inadvertidas. Por otro, pivotea sobre una idea de vida que es acotada a la existencia biológica, a la reproducción de esa existencia, despojándola de sus potencias creadoras. La solicitud de que nos identifiquemos sólo en nuestra dimensión de víctimas o reclamemos por quienes estén solo en esa condición, aplana la idea de vida, resta capacidad de hacer, libertades para disentir, errores y pactos. Frente a eso, es necesario conjugar otra idea de vida, siempre política, siempre tensada por la autonomía y la disciplina, capaz de inventar y presa de sujeciones.
Milagro puede ser el nombre de todas esas disputas pendientes o en curso. Milagro, la presa emblemática. Cuerpo frágil y disruptivo, rebeldía insomne, esquiva a la clasificación, difícil y compleja, renuente a la empatía sin más, objeto de miles de discusiones, necesario nombre de debates al interior de los feminismos populares. Milagro. En ese nombre y en todos los modos de no nombrarla, de silenciar eso, veo conjugarse los dilemas del presente. Lo que no podemos pensar, lo que nos cuesta hacer, mientras una poderosa máquina de traducción se arroja sobre las fuerzas que despliega un movimiento heterogéneo, masivo y crítico.