Desde Barcelona

UNO De un tiempito a esta parte, cuando le preguntan cómo está (y no es que se lo pregunten demasiado; porque la gente ya no pregunta esas cosas cara a cara a no ser que se respondan desde lejos y con simpáticos emojis que no exigen largas conversaciones a menudo agotadoras para quien debe soportar al agotado) Rodríguez responde: “Estoy fragmentado”. Porque esto, le parece, suena mejor y más interesante que “Estoy hecho pedazos” o “Estoy destruido”. El “tiempito” es el que va del inicio de la demolición de su matrimonio a estos días y noches. Jornadas en las que camina entre escombros y se detiene de tanto en tanto a recoger fragmentos de objetos rotos e intenta adivinar de dónde vienen, qué fueron, para qué servían. Así –piensa, se dice, quiere creerse– es como bien podría comenzarse la construcción de alguno de esos tantos exitosos y fragmentarios libros autobiográficos que andan dando vueltas por ahí. Y que, inevitablemente, provocan en el lector el pensamiento de un “Hey, yo también podría hacer esto” del mismo modo en que alguna vez se dijeron –según la generación a la que pertenezcan– “Hey, yo también podría cantar como Julio Iglesias” o “Hey, yo también podría cantar como Enrique Iglesias”. El tema es si se lo dijeron encantados o desencantados.

DOS Y el problema es que la vida de Rodríguez no tiene demasiado puntos vitales de interés. Infancia normal, juventud obvia, madurez predecible. Padres andaluces. Fantasmal prima muerta à la E. A. Poe. Ex esposa e hija que ya no ofician de tales. E hijo (acaba de salir de ver con él la nueva y potteriana Fantastic Beasts y a Rodríguez todavía le baila el cerebro por todas esas escenas sueltas como muestras de un frenético catálogo de efectos especiales) que ya comienza a internarse en ese acelerador de partículas que es la adolescencia. Redactor en agencia publicitaria comandada por dos mellizos argentinos. Y la fantasía de ser escritor. Poca cosa. No da ni para un episodio de Cuéntame. Le harían falta un abuelo muerto en la Guerra Civil, madre columnista en El País y progenitor con guitarra cantautora durante la Transición, pareja estrella en Podemos o en Ciudadanos (le da lo mismo), y él al frente de un comando que volaría por los aires al Valle de los Caídos para luego comercializar sus fragmentos como souvenir en plan Muro de Berlín. Pero no. Nada de eso. Ninguna trama tan entramada. Lo suyo son esquirlas, astillas, fracciones, pizcas.

TRES Así que ahora Rodríguez –con telediario de fondo– continúa desempacando su biblioteca. Y siempre le asombró  como los libros guardados de cualquier manera para su traslado parecen encontrarse ahí dentro. Le vuelve a pasar ahora. Saca los ensayos de Donald Barthelme reunidos en Not-Knowing y las reflexiones de César Aira recopiladas en Continuación de ideas diversas. Y a Rodríguez le sorprende cómo es que hasta ahora a ninguno de los estudiosos de uno u otro se les ocurrió relacionarlos. Está tan claro para él: ambos escriben desde el convencimiento del “no saber” qué ocurrirá o a dónde irá a dar todo; ambos son estructuralmente juguetones y son paladines de la libre asociación de ideas y del libre flujo de consciencia; ambos entran y salen de géneros por el solo placer de dejar la puerta abierta; ambos son dedicados estudiosos del arte moderno del que se nutren sin ningún tipo de problema; ambos defienden el fragmento como unidad básica de confianza y medición sin importarles la idea de lo sólido o preciso, como ese cilindro de platino-iridio bajo la protección de campanas protectoras en el sótano del Pabellón de Breteuil, en las afueras de París, jubilado luego de 129 años de dedicado servicio a la humanidad. Ese kilo prototípico y paradigmático y arquetípico cuya definición –a partir de ahora– ya no será mediante un objeto físico no del todo fiable por la imposible de impedir fluctuación de microgramos sino como “valor derivado de una constante de la naturaleza”.  

Todo lo sólido se desvanece en el aire, sí, y Rodríguez se pregunta si tal vez lo mejor para él no sería postergar la ficción y pasarse al ensayo. Uno de esos ensayos ahora tan populares y  ensamblados con la técnica y reflejo del zapping y del surfing. Un ensayo hecho de recortes y de trozos. Un ensayo como ese error que –a falta de un nombre mejor– se ha dado en llamar realidad.  

CUATRO Y las noticias siguen. La última porción de Trump del día; el hallazgo de un torso dentro de una maleta perteneciente a la novia de una especie de gran conman ibérico-gastronómico que se autodenominó El Rey del Cachopo; la desunión del pacto PSOE/PP por la Justicia cada vez más cegada; los inminentes nuevos ululares de Alejandro Sanz capaces de quebrar el cristal; la mayoría que llevó al insistente Sánchez a La Moncloa dada por “rota”; lo nuevo y genealógicamente enmarañado de George R. R. Martin que a Rodríguez le suena a póstumo Silmarillion pero publicado en vida; las flamantes encuestas preguntando lo de siempre y reconfirmando la ya de costumbre fractura de la sociedad catalana. Y Rodríguez apaga para encender: Merrie Land, el nuevo álbum —luego de once años en animación suspendida desde su debut— del súper-grupo The Good, The Bad & The Queen. Allí, el muy inteligente Damon Albarn (el responsable de Blur y Gorillaz y de tantos proyectos diversos y de esa maravilla distópica que es Everyday Robots), Paul Simonon (alguna vez en The Clash), Simon Tong (ex The Verve) y el casi octogenario Tony Allen (compañero de Fela Kuti). Y si su  primer disco era un canto a la condición londinense, ahora el polimorfo y perverso Albarn se pasea por todo el UK cantándole a la inminencia del Brexit. “Si vas a irte / Por favor no dejes de decir adiós”, es lo primero que se escucha y un “Si me dejas / De verdad que es triste / De verdad que es triste” es casi lo último que se deja oír. Diez tracks –producidos por Tony Visconti y unidos por el motivo visual de aquel maléfico muñeco de ventrílocuo en el clásico y episódico film de 1945 Dead of Night– con aires que evocan a The Beatles, David Bowie, Madness, The Specials y a The Kinks; pero a unos Kinks en negativo entendiendo el pasado no como algo a preservar y adorar sino como un retorno a tiempos peores. En cualquier caso, aires tan british que ya son de todos. Música inter/nacionalista para letras en postal arrugada y borrosa bajo la lluvia de una isla lista para aislarse y certificar así lo que todos siempre sospecharon: la Unión Europa nunca estuvo del todo unida. Y ahora, Eurrota, se dispone a asumir lo que jamás dejó de ser: fragmentarias piezas (Gibraltar incluido) de un puzzle complejo al que se demoró milenios en armarse y que una breve pero electrizante corriente de aire desarma y desangra.  

CINCO “Only connect”, instruyó E. M. Forster. “Cuerpo, corazón, alma, intelecto, nos conformamos a partir de partes. Pero nuestro ser completo, ¿qué podrá ser?”, enumeró Denis Johnson. “Vemos partes de cosas, intuimos cosas completas”, explicó Iris Murdoch. Y, mucho antes, Heráclito en sus Fragmentos cósmicos avanzando que “El acople invisible es más fuerte que el visible”. Rodríguez sigue sacando y poniendo libros en estantes por orden de reaparición, como vienen, de cualquier manera, sin saber y como continuando la diversidad de sus ideas. Y da un par de pasos atrás para contemplar mejor la vista. No está mal. Nada mal. Pocas cosas te hacen sentir más entero que los fragmentos de una biblioteca como constante de la naturaleza, piensa. Y lo anota en una libretita en la que van a dar todas esas cosas dispersas que se le ocurren y que, si hay suerte, quién sabe, cualquier desamarrado día de estos...  

Pero ahora las febriles masas están desesperadas porque ha vuelto a caerse Facebook y no pueden levantarse para contar sus raciones de vida a todos esos conocidos a los que jamás conocerán del todo y de los que sólo perciben partes y segmentos. Y Rodríguez puede sentirlos a todos, ahí fuera pero tan dentro de sí mismos. Todos sintiéndose falsamente unidos cuando están auténticamente fragmentados.