They Shall Not Grow Old (Ellos no envejecerán), el notable documental sobre la Primera Guerra Mundial realizado por Peter Jackson, comienza con un grupo de soldados marchando por una calle. A medida que los hombres pasan por delante de la cámara no están seguros de qué hacer: probablemente nunca antes los hayan filmado. Algunos se mantienen extrañamente rígidos, tal como era el estilo al tomarse una fotografía. Otros sonríen. El sonido del celuloide al ser proyectado zumba en el trasfondo. Las imágenes son en blanco y negro. En los siguientes veinte minutos, Jackson –que examinó 600 horas de video y 100 de audio pertenecientes a los archivos del Imperial War Museum– se mantiene dentro de los confortables confines de la apacible campiña británica. Múltiples narradores, en grabaciones de hombres que pelearon en la guerra, ofrecen sus razones para alistarse. Muchos de esos jóvenes integrantes de la tropa están mareados por el hecho de irse a Bélgica, ansiosos por meterse en el estropicio. Cuando finalmente alcanzan el frente de batalla, su tono cambia. Y con él, todo el documental.
La pantalla de pronto se amplía y el blanco y negro vira a un hermosamente vívido color, un momento a la Mago de Oz que atrapa al espectador y le insufla una nueva vida a esas imágenes. El realizador de El Señor de los Anillos ha hecho funcionar su magia cinematográfica una vez más, agregando sonido (Jackson trajo a lectores de labios para descubrir qué estaban diciendo los hombres y contrató actores para repetir esas líneas) y fotogramas generados por computadora que ayudan a completar el material dañado.
Pero por más inmersivo e impresionante que They Shall Not Grow Old pueda ser, hay un debate por sostener acerca de si esta hiper restauración no bastardea la historia. En un escrito realizado para la sociedad UCL Film & TV, Milo Garner apunta a cierto sector de “la revoltosa comunidad conservacionista” que está indignada por la restauración de Jackson. Sugieren que “al hacer estas imágenes más ‘realistas’ se tiende a olvidar que no necesariamente representan la realidad. Buena parte del material utilizado está orquestado, o manipulado de alguna manera”. No solo eso, sino que al restaurar las imágenes se pierde el foco sobre el método con el que fueron registradas. Los conservacionistas ofrecen un ejemplo extremo: realzar estas imágenes, argumentan, es como colorear las pinturas rupestres de las cuevas para hacerlas más vívidas. Los dibujos serían ciertamente más realistas, pero los resultados no estarían representado el modo en que los humanos primitivos percibían y registraban su mundo.
De alguna manera, eso es cierto. Un teléfono inteligente, capaz de encajar en el bolsillo de un uniforme, puede tomar imágenes más claras que aquellas a las que se tenía acceso hace cien años con cámaras del tamaño de dos bombas de mortero. No se llevaban micrófonos al frente de batalla, con lo que Jackson tuvo que agregar el sonido: su película es un educado trabajo de adivinación sobre qué sonidos estaban experimentando estos hombres y qué decían. Ana Carden–Coyne, directora del Centro para la Historia Cultural de la Guerra en la Universidad de Manchester, puntualiza la falacia de ese argumento. Los artistas de ese momento, señala, utilizaban una manipulación fotográfica similar a la de Jackson para presentar la guerra al público. Los ejemplos incluyen a Frank Hurley y Paul Castelnau: el primero hizo confluir muchas imágenes una única y dramática foto; el segundo usó autofiltros para colorizar imágenes de la armada francesa.
El Museo Imperial de la Guerra parece coincidir con esa lectura. Su director del área fílmica, Matt Lee, dice: “Cuando el público que iba a los cines durante la Primera Guerra vio el material original, algunas de las películas habían sido tintadas o colorizadas. La música podía acompañar las proyecciones y los films podían tener una introducción hablada o incluso comentarios durante la exhibición”. Según Lee, lo que debería debatirse es cómo usamos, contextualizamos y le encontramos nuevos propósitos al material cuando se trata de construir textos históricos: “La discusión alrededor de estos temas es importante, y la película hace que nos cuestionemos los conceptos de transformación de archivo, la documentación y la naturaleza de la autenticidad”.
¿Y qué se puede decir de las implicaciones morales de una película como esta, que manipula las filmaciones para contar la narrativa que el realizador quiere? En un texto para el sitio especializado en cine Little White Lies, Adam Woodward apunta: “La súbita transición al color, lejos de agregar autenticidad o realismo, llama la atención sobre la artificialidad de toda la aventura. Nos deja examinando conscientemente el proceso –y la ética– de presentar una tragedia humana de la vida real como un brillante espectáculo”.
Ciertamente, la película es un brillante espectáculo. Una escena, por ejemplo, en la que se ve a los soldados yendo “a lo más alto”, metiéndose en tierra de nadie, es presentada como un momento aterrador. ¿Muestra la escena la verdad de lo que sucedió? No se puede negar que hubo hombres que siguieron órdenes bárbaras para animarse a la desalentadora tarea de marchar a territorio enemigo, pero las escenas en cuestión en realidad corresponden a un entrenamiento. Jackson nunca podría mostrar material de los hombres realmente cargando hacia tierra de nadie, simplemente porque ese material no existe. Los operadores de cámara hubieran sido patos de galería de tiro para los francotiradores alemanes. Geoffrey Macnab, crítico de cine de The Independent, argumenta que Jackson “se esfuerza por encontrar una verdad emocional” y que ha hecho “una película más honesta que, digamos, La batalla del Somme (1916), que era propagandística y altamente selectiva de qué se le podía mostrar al público británico”.
Quizá deba compararse el trabajo de Jackson al de directores de tanques cinematográficos como Steven Spielberg, quien se puso al frente de Band of Brothers y Rescatando al soldado Ryan. Carden-Coyne hace esta comparación y apunta que los avances tecnológicos implementados por los directores –más recientemente fue Christopher Nolan con Dunkerque– están conduciendo a estas películas del espacio del entretenimiento al de la conmemoración. “Es justo decir que la idea de humanizar el pasado es una de las cosas que el cine ofrece a las audiencias actuales”, señala. Como le dijo el mismo Jackson a la revista All About History: “Lo que espero que haga el film es que nos lleva a cien años atrás y nos haga pensar que esos que pelearon eran lo mismo que nosotros. No eran diferentes, y aun así lo que experimentaron fue algo extraordinario en todos los sentidos, buenos y malos. Su respuesta humana a lo que vivieron es extrañamente familiar porque todos atravesamos tiempos duros, de dolor, de sufrimiento y de placer. Escuchamos a estos tipos hablando de las mismas cosas que nosotros sentimos, y de pronto te das cuenta que cien años se han evaporado, que todo se hace más inmediato”.
A medida que Ellos no envejecerán sea vista por más gente, más probabilidades habrá de que los argumentos de “los revoltosos conservacionistas” queden a un lado. Es un imponente trabajo que probablemente alcance aquello que determinó al mismo Museo Imperial de la Guerra: inspirar al público a descubrir más cosas sobre los eventos que tuvieron lugar durante la Primera Guerra.
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para PáginaI12.