Se trató de uno de los atentados más sangrientos cometidos durante la última década y como tal tuvo amplia trascendencia mediática. Se trató de dos atentados, en verdad, ultimados con escasa diferencia horaria, el 22 de julio de 2011. En la tarde de ese día, una bomba colocada dentro de una furgoneta detonó en el distrito gubernamental de Oslo, Noruega, dejando un saldo de ocho muertos, y provocando graves daños en el Ministerio de Energía y otras oficinas gubernamentales. Dos horas más tarde –el tiempo que lleva recorrer en auto la ruta que va de Oslo hasta la vecina isla de Utoya– un hombre joven, vistiendo uniforme policial, se presentó ante los coordinadores de un campamento organizado por el partido de gobierno, el Laborista Noruego, y comenzó a disparar delante de lo que se le presentara, asesinando a 67 personas, la mayoría de ellas adolescentes, antes de ser detenido por un cuerpo especial de la policía. El realizador británico Paul Greengrass, que había abordado los atentados de las Torres Gemelas en Vuelo 93, encaró el episodio en 22 de julio, film producido por Netflix, que se presentó en el Festival de Venecia y desde hace unos días la plataforma sumó a su programación.
Antes, durante y después: ése es el plan de Greengrass, quien además produjo y escribió –a partir de una crónica de uno de los sobrevivientes– la película, protagonizada por un elenco íntegramente noruego y anglohablante. La primera parte narra en paralelo los preparativos del autor del atentado (un terrorista solitario llamado Anders Behring Breivik) y los de los concurrentes al campamento, con fragmentos más breves dedicados a la actividad de rutina del Primer Ministro, Jens Stoltenberg. Quien no sólo tenía la responsabilidad de lidiar con ambos atentados sino que, en su carácter de representante del Partido Laborista, era, aunque más no fuera en sentido simbólico, uno de los blancos elegidos. Como va a quedar claro en su grito de guerra en medio del tiroteo (“Mueran, marxistas, liberales, miembros de la élite”), Breivik apuntaba, desde el extremo derecho, hacia la cabeza del gobierno noruego. Y en sentido concreto, sobre sus sucesores, como si fuera un Herodes de Oslo.
Siempre bebiendo de lo real (salvo en la saga Bourne, claro, de la cual estuvo al frente en las últimas tres entregas), en dos ocasiones hasta ahora Paul Greengrass se mostró interesado en lo que sucede en un momento de máximo dramatismo, durante un período lo suficientemente breve como para que dé la sensación de que se lo está narrando en tiempo real. Esas ocasiones fueron la de Vuelo 93, donde contaba lo que sucedía en uno de los vuelos secuestrados por los terroristas de Al Qaeda el 11-9-01, y la de Capitán Philips, donde mostraba el asalto de un buque de carga por parte de un grupo de piratas somalíes. En su película consagratoria, sin embargo, Greengrass trabajaba sobre un encuadre más amplio, mostrando un enfrentamiento trágico, pero también el contexto que le dio lugar. Se habla de Domingo sangriento (2002), sobre la célebre masacre producida por el ejército británico en el Ulster en 1972.
El Greengrass de Vuelo 93 se hubiera concentrado en los 45 minutos en los que Breivik, avanzando a paso firme entre el bosque de la isla, armado con una pistola y un rifle, iba dando cuenta de sus jóvenes víctimas, como quien caza conejos. Un plano general hubiera sido digno de Brueghel, con chicos atrapados entre el bosque y las rocas próximas a la playa, otros huyendo hacia todas partes entre el humo de los disparos, a la distancia los que se arrojan al agua buscando ponerse a salvo, muriendo muchos de ellos ahogados. Cualquiera de esos modos de representación hubieran sido abyectos, teniendo en cuenta la diferencia de poder, determinación y control del factor sorpresa por parte del ejecutor. El único punto de vista posible para impedir esa no deseada perversión del relato hubiera sido el de uno o más sobrevivientes. Es el que adopta Greengrass, focalizando sobre un chico llamado Viljar, sus mejores amigos, su hermano menor y un poco a la distancia una campamentista con la que intercambia algunas miradas.
Algunos sobrevivirán, otros no. Algunos de los que sobrevivan ya no volverán a ser los mismos. Viljar es lo más parecido a un héroe, si es que pudiera establecerse como tal un relato en el que los hechos importan más que los personajes (si el realismo inglés tuviera un héroe sería ése, los hechos). Héroe porque el relato lo sigue a él, señalándolo como tal, y por otros par de motivos. Antes de que Breivik llegue a Utoya, e invitado por una coordinadora del campamento a imaginar qué clase de sociedad le gustaría liderar en el futuro si le tocara hacerlo, Viljar hace votos por una que sea como la del pueblo en que vive, donde conviven en armonía vecinos de distintos cultos y creencias. O sea: exactamente la clase de sociedad noruega que Breivik (que además de antiliberal y antimarxista se confiesa, obviamente, como antiislamista y opuesto a toda corriente inmigratoria hacia Europa) quiere abortar a los tiros.
Con Breivik el “villano” y Viljar el héroe –si se lo quiero considerar así–, el odio mutuo se consumará en una suerte de duelo del Oeste en el que la munición es ideológica, y no se dispara de pie sino sentado. Ese speech final de Viljar, que como tantos alegatos brillantes de los films de juicio de Hollywood expresa la “idea” básica del film, pudo haberse evitado, de modo de hacerla menos explícita. Para llevar sus ideas a los hechos y para mayor coherencia, la chica aquella a la que conoció en Utoya, y con la que está iniciando una relación, es hija de inmigrantes musulmanes. El carácter ultrarracional de Breivik, capaz de reconocer que lo que hizo es “atroz pero necesario” (como podría haber dicho más de un militar de la última dictadura argentina), deriva sin embargo en la loca megalomanía de pretender convertir el juicio en una “confrontación” con el Primer Ministro y otras autoridades, como si se tratara de un debate preeleccionario. O en la mentira lisa y llana de querer presentar su acción como producto de unos presuntos Caballeros Templarios, de identidad muy improbable, cuando en verdad se trata del típico “loquito solitario”, como los que suelen aparecer del otro lado del Atlántico.
Como forma de corroborar la soledad en la que se halla, en un momento se presenta en el tribunal un ideólogo de ultraderecha, de quien Breivik fue, en cierta medida, discípulo, desautorizando su atentado por su carácter personal. Es ese otro, que lidera un grupo, al que conviene temer más que a este loquito suelto, es una conclusión posible para 22 de julio, y convendría tenerla presente.