Apartheid es la palabra más difundida de una lengua que hablan pocos, el afrikaans, idioma de la tribu blanca de Sudáfrica. Y se difundió porque define con exactitud una tecnología social, una manera de reprimir. Es el mismo caso que nuestra palabra “desaparecido”, que se usa en chino como en inglés porque engloba lo siniestro de una manera de matar mañera, cruel.

El significado literal de apartheid es nada más que separación. La fama le vino en los cincuenta, cuando los nacionalistas que habían tomado el poder en 1949 comenzaron las dos tareas con que soñaban desde hacía medio siglo: liquidar toda conexión con los odiados ingleses y mantener a los negros en su lugar. Lo primero fue fácil, con la proclamación de una república y la salida del Commonwealth. Lo segundo fue dañino, largo y al final inútil.

La Sudáfrica tradicional era de un racismo paternalista, en la que cada uno conocía su lugar y se quedaba ahí. Era un país rural, de a caballo, con ciudades pequeñas y simples, con una población agauchada, protestante de la manera más rígida posible, violenta. Como los boers eran pocos, grandes territorios eran efectivamente reinos africanos autónomos en los que nadie se metía y con los que se comerciaba ganado. En las tierras que los blancos sí habían tomado, los nativos eran mano de obra o gente que vivía de prestado hasta que hubiera que echarlos. El nativo “integrado” era el que hablaba afrikaans, usaba pantalones, saludaba con un humilde “baas” –jefe– y no andaba pidiendo salarios.

Para 1949 el sistema había estallado. Sudáfrica era una sociedad que se industrializaba, donde ya no había tierra que no se usara, urbanizada, con autos y crímenes. Ya no funcionaba el viejo sistema donde cada uno tenía un lugar y donde no hacía falta andar viéndose. Los blancos vivían entre negros, rodeados de negros, superados por los negros. Con lo que se pasó un sistema de leyes draconiano y simple: nada de matrimonios mixtos, nada de sexo entre razas, nada de barrios multirraciales, nada de compartir espacios. Las calles estaban abiertas de seis de la mañana a seis de la tarde, cuando sonaban sirenas y el que estuviera en el barrio equivocado iba preso. La noche era aparte, como los cines, los bares, los restaurantes, el transporte público, la escuela, la plaza. La idea del sistema era que las razas se encontraran sólo como patrones y empleados, señoras y sirvientas. Que jamás se conocieran, que no se tomaran un trago ni se contaran un chiste. El amor de colores distintos pasó a ser algo sencillamente irreal: las razas eran como especies que ocupaban un mismo espacio pero sin tocarse. La represión más feroz hacía el resto, aceitaba el sistema donde hiciera ruido. La mucama que tenía que hacer un mandado después de las seis llevaba un “pase” firmado por la patrona para que la policía no la llevara. El trabajador de turno nocturno comía en la fábrica y no salía ni a fumar antes de las seis de la mañana. El que se hacía el gallito terminaba como mínimo con la cara rota en el peor calabozo de la peor comisaría. Y es notable que en Sudáfrica casi no haya mulatos.

El resultado fue una ceguera notable, de la un sociedad donde tantos ni miraban a los demás, no los querían oír ni conocer, no tenían la menor idea de lo que era el de al lado. El apartheid funciona así por acá también, entre blancos no tan blancos y marrones no tan negros, entre patrones y empleados, entre señoras y sirvientas. Son construcciones para no ver al otro, no oírlo, no entenderlo.