A Lucía Pérez la mataron dos veces. La primera vez, los ejecutores directos; la segunda, quienes los absolvieron y así negaron que dos adultos que suministran cocaína para someter a una adolescente son responsables de abuso y femicidio. Quieren decirnos que su vida no cuenta, que las relaciones de poder que son la base de la violencia machista no existen, que el enorme movimiento feminista que llevó su sonrisa como bandera de lucha a todos los rincones del país tiene que callarse. No lo vamos a hacer, nosotres no perdonamos, no olvidamos, no nos reconciliamos. Fue femicidio.
Esta sentencia que deja sin culpables el crimen de la joven de 16 años cuya conmoción impulsó el primer paro nacional de mujeres, en octubre de 2016, quiere reponer el poder patriarcal sobre nuestras vidas. Al negar la figura de femicidio produce algo más profundo que impunidad. Quieren desaparecer todos los sentidos que elaboramos desde las calles de lo que significan las violencias machistas en las vidas concretas.
No es casual que esto suceda el año que millones de mujeres nos movilizamos por el aborto legal, y que nos enteremos mientras marchábamos por el 25N, día internacional contra las violencias hacia las mujeres y las disidencias desde los feminismos antirracistas, populares, comunitarias, indígenas, afro/negras, afrodescendientes, lesbianas, trans, travestis, migrantes, villeras. Denunciamos la revancha patriarcal, que quiere consagrar nuestros cuerpos como botín de guerra y territorio de conquista para las economías ilegales y para los abusos del poder. Esta sentencia es una forma de terror anímico contra todas las luchas que piden justicia. Volvemos a gritar, hoy y siempre,
#NiUnaMenos #VivasNosQueremos