La palabra sitio menciona la forma tranquila de un lugar o de una localización. El lugar receptivo donde habitan aceptablemente las cosas. Pero luego el vocablo sitio se usa para señalar una verdad oculta. La de que ese lugar puede ser cercado, rodeado, avasallado. El sitio de la pava y el termo es en la alacena o la repisa de la cocina. Hay aquí claridad situacional. El Sitio de Montevideo en el siglo XIX, en cambio, solo lo encontramos en los libros de historia rioplatense. Hay aquí confrontación. Sitio y acecho se confunden. En un caso el sustantivo sitio designa un emplazamiento que se liga con sus ocupantes en el hábito y la previsibilidad (objetos y personas, coincidiendo en sus ritos diarios). Pero en el otro caso, el sitio en su forma verbal, es una zona acordonada a los afectos de asfixiarla lentamente para luego ocuparla por la fuerza. Da origen a la expresión sitiar. Entonces, a esa zona se la inmuniza, se la atemoriza, se la amenaza, se fija cada elemento viviente en su lugar ritualizado. La pava y el mate se hallan en su sitio, pero ya no en el rincón de la cocina, sino como si fueran piezas acorraladas en la Troya de los antiguos, a la espera del Caballo traicionero.
En el primer caso, sitio es la descripción del alma de un lugar, la tapa o manija de un útil doméstico donde nuestra mano se acomoda automáticamente; en el segundo, una plaza designada por su valor militar donde los sitiados son sometidos al desgaste que produce la obturación de sus vínculos con el exterior. La técnica para apoderarse de ese local se denomina precisamente “sitio”. En el paso del sustantivo al verbo tenemos la vida cotidiana transformada en guerra. Sitiada. Es lo que ocurre en los infinitos episodios del sitio de Troya, de dudosa historicidad pero tocados por la más firme textura en nuestro lenguaje habitual, donde nombres como Agamenón, Aquiles, Patroclo, Héctor o Helena, vibran con extraña actualidad. No podemos calcular cómo se contarán dentro de miles de años los episodios vinculados al G20 –la rara cifra que quizás les cueste descifrar a los historiadores del futuro–, pero como si fuera una conocida historieta de Oesterheld, podemos denominarla El sitio de Buenos Aires. Ignoramos a qué mitos dará origen, pero los hechos hasta ahora comprobables son de naturaleza turbia y descabellada.
Podrán discutirse en el G-20 los más arduos asuntos del poder mundial –discusión ficticia, pues en lo esencial ésta no se hace en lugres visibles y siquiera con palabras reconocibles fácilmente– pero un efecto extraordinario que produce es el modo en que se paraliza a una ciudad de millones de habitantes. Se lo hace a través de bandos de estilo militar que señalizan estamentos urbanos vedados a la circulación y se enumeran nuevos armamentos artillados con recursos informáticos, buena parte de ellos donados por otras potencias para este acontecimiento especial. Impedido el heterogéneo andamiento habitual de la Ciudad, con su caos litúrgico, habrá una huelga de transportes terrestres y aéreos declarada práctica y oficialmente por el gobierno antihuelgas. Pero esta extraña paradoja es una mostración de poderes de vigilancia digitales, movilización de tropas especiales, miles de custodios, portaaviones, perros olfateadores, helicópteros fabricados especialmente que tendrán su bautismo de guerra en Puerto Madero o Corrientes y Esmeralda (símbolos del anunciado Sitio a Buenos Aires) y el curioso aspecto que asumirá una Cena en el Colón, donde para eso se hipnotizarán más de cuarenta manzanas a la redonda, mucho más que lo que Al Capone precisaba para cubrir sus cenas en los restaurantes de Chicago, un par de veredas nomás.
Un viejo axioma de los escépticos dice que el poder no está allí donde dice mostrarse; es cierto, pero como precisa mostrarse, la escenografía debe acudir a un orden visible de carácter amenazador. Muy pocas veces el poder dispersado en penumbras especializadas coincide con las luces que lo iluminan. En este caso, el poder de inmovilizar por las técnicas del sitio es tan desenfadado que no precisan finas argucias como las del Caballo de Troya. Lo que aquí hacen, tiene un sentido mayor. Superior a la trama de encuentros entre los líderes mundiales cuya especialidad es disimular las tensiones de la misma trama en que están todos sumergidos. Ese sentido es el demostrar qué es realmente un gobierno sobre las personas y las cosas. Se trata de generar oficialmente actos masivos de intimidación, mostrar que hay un orden basado en el férreo ornamento blindado de sitiar grandes urbes, paralizar la circulación tanto en su estructura repetitiva como causal, mostrar en vez del panóptico ya fuera de moda, un hechizo que diversifica las tecnologías de control. Y así, cada sujeto en movimiento debe tornarse en cosa atrapada en una red imantada de flujos inmovilizantes.
A esto suelen llamarlo “gobernanza”, palabra brotada del arsenal de los asesores que no creen ni en el gobierno ni en la gubernamentalidad. Esta última expresión, aunque de carácter crítico, conducía a la idea de gobierno a través de una disciplina exterior que los sujetos aceptaban porque la creían surgida de su propia condición de ciudadanos. Pero “gobernanza” es la muestra que ya nadie cree en que haya gobierno, sino que solo hay secretos que pueden partirse como un cristal y artefactos de guerra adecuados para fijar poblaciones al sitio o dispersarlas científicamente si se tornan díscolas. Pero los más lúcidos de esos jefes de estado, con sus aviones protegidos por óleos antimisiles y minimetralletas escondidas en los forros interiores de los bien trajeados guardaespaldas –visten más elegantemente que los ministros y usan corbata– saben que cuando dicen “gobernanza” tratan de intuir oscuros deseos propios y hacer cálculos sobre la inestabilidad del mundo. Gobernanza expresa un deseo de orden en el mundo que ellos mismos están descuartizando.
Una prueba esencial de que todo podría funcionar opíparamente para ellos es que resulte un éxito el Sitio de Buenos Aires. Ya los objetos agresivos que se revolearon en la avenida Lidoro Quinteros son el alerta para radares, robots digitales, tableros de comandos misilísticos y menús con recetas de blitzkrieg para las noches de gala en el Teatro donde se mostraron en un tiempo remoto Igor Stravinsky y Alberto Ginastera. Exhibir ante el mundo que se puede mantener sitiada a Buenos Aires, cegando sus energías, deteniendo sus trenes, fulminando con la mirada de rayos X de los servicios de inteligencia mundiales a millares de peatones, haciéndoles temer si concurren a una pizzería, un teatro o una cancha de bochas dentro del perímetro mortal vigilado, es un logro obtuso del macrismo. Dígase mejor, de la gobernanza macrista.