Desde Barcelona
UNO Días atrás, Rodríguez leyó la necrológica del escritor William Peter Blatty, muerto a los 89 años y autor –por encima de todo– de una novela publicada en 1971 que vendió millones de ejemplares. Y Rodríguez se acuerda –cortesía de las diabólicas babas de la memoria– de que ese libro fue el único que alguna vez vio leer a su abuela. Y que ella con una mano lo sostenía y con la otra se persignaba. Una y otra vez. Y que en la portada Rodriguezito leía con dificultad esa x: El exorcista. Dos años después fue la película dirigida por William Friedkin con oscarizado guión del propio Blatty. Y las colas a la entrada de los cines y los desmayos y alaridos en la oscuridad y la cabeza giratoria y el vomito verde y el hablar en lenguas de serpiente. Y el histérico aumento de casos de supuesta posesión demoníaca. Y la supuesta maldición sufrida por los actores participantes en el asunto y, a su manera, por Blatty (quien venía de la comedia, trabajando con Blake Edwards) y que se había tomado la escritura de su novela como sabático del que ya nunca pudo volver. A partir de entonces, Blatty viéndose obligado a redactar sucesivos “terror-thrillers teológicos” que nunca superaron en calidad o ventas al original incluyendo a un casi desesperado intento de parodia para auto-exorcisarse, titulado Demonios 5/Exorcistas 0, que no le causó gracia a nadie. En cualquier caso, desde entonces, el viento caliente del maligno asirio-babilónico Pazuzu sopla sobre los tejados de Washington D.C. Como la semana pasada -durante la toma de, sí, posesión– cuando las imágenes de los noticieros mostraban a manifestantes sosteniendo carteles donde se juraba que “TRUMP IS THE DEVIL”. Carteles en los que nada se aclaraba en cuanto qué eran –¿adoradores?, ¿poseídos?– los que le regalaron su voto y le vendieron su alma y creen en sus tuits/mandamientos donde asegura que será “el presidente con mayor creación de empleo jamás creado por Dios”.
En cualquier caso, los apellidos pasan; pero el olor a quemado o a por quemarse permanece. Y –ahí Blatty estaba confundido– el Mal puede ser tan pero tan gracioso y divertido y ocurrente.
DOS A Rodríguez la idea de los demonios y de los endemoniados se le hace muy pensada por estos días. No sólo porque ha venido viendo la más que correcta versión para tv de El exorcista; o el formidablemente estúpido remake de El bebé de Rosemary; o esa tontita variación de Castle (que ya era tontita) que es Lucifer; o la cancelada Damien; o la muy asustadora serie Outcast, en la que el actor que alguna vez fue ese chico de Almost Famous de gira con banda de rock (¡la música del simpático diablo siempre gustoso por sonar en reversa en ciertos discos!) ahora expulsa a puñetazo limpio a los indeseables okupas de cuerpos ajenos. Más allá de los distintos nombres del Innombrable, todas tratan de lo mismo, tema universal si lo hay: un ser querido empieza a comportarse de manera extraña, como si se les hubiese metido adentro algo y –como suele ocurrir en las mejores familias– lo mejor y más fácil es convencerse de que la culpa siempre la tiene alguien de afuera. Y el obituario de Blatty evocaba al autor diciéndose que no iba a escribir más que un modesto divertimento pero que, a mitad de camino, supo que “iba a ser un gran éxito y no podía esperar el momento de terminarlo para volverme alguien muy famoso”. Así fue y, enseguida, los problemas de ser tomado demasiado en serio por gente poco seria y la inquietud de Blatty porque en la adaptación fílmica no se entendiese del todo el que, al final, el Bien vence al Mal. En serio. De verdad. Te lo juro por Dios.
TRES Aunque siempre gane Dios –por lo general encarnado en su hijo Jesús– el suyo no suele ser un rol codiciado. Además, lee Rodríguez, es un papel que da mala suerte y que los actores prefieren rechazar. En cambio, todos los grandes histriones se apuntan sin dudarlo cuando se trata de levantar sobre las tablas al ascendente Ángel Caído. De Niro, Nicholson y Pacino estuvieron bajo su piel en películas malas, de acuerdo; pero quién les quita lo tentado. El papel del exorcista, en cambio, es el del intermediario. Un fixer que llega para arreglar las cosas pero que, a la vez, se rompe fácil y al final está hecho un demonio y salta por una ventana del 3600 de Prospect St. y rueda por esas escaleras abajo en un callejón de Georgetown que ya figuran en todas las guías de turismo.
La duda, ahora, es qué tipo de entidad será Trump. Apocalíptico o bobo, efímero o eterno, poseído o poseedor. Por lo pronto ha hecho todo para ocupar con entusiasmo el casillero de Gran Mal en versión Mel Brooks. Trump y su corbata escarlata como el argumento ideal para que fanáticos fundamentalistas, ingenuosos (mitad ingenuos, mitad ingeniosos) de vetustas progresías go home estilo Podemos & Co., y fans de El señor de los anillos lo identifiquen y estigmaticen como personificación del Antitodo sin antídoto. Y está más que claro que a Rodríguez este tipo le parece un indeseable. Y que su discurso en las escalinatas del Capitolio olía un poquito a azufre. Y que a ese Trumpito (su hijo más nuevo y Mini-Me) no estaría de más buscarle un 666 en el cuero cabelludo. Pero, también, Rodríguez hace un gran esfuerzo para no caer en el automático facilismo de inaugurar a alguien a quien achacarle todos los pesares. Porque es algo demasiado fácil y cómodo. En cualquier caso, siempre habrá tiempo (no más sea el segundo que se demora en presionar un botón rojo) para arrepentirse y confesar que se estaba muy pero muy que muy equivocado y mea culpa mientras se silba la muy difícil de silbar “I’m Afraid of Americans” de David Bowie, canción que acaba repitiendo una y otra vez “God is an american”.
CUATRO Así que –para distraerse e informarse– Rodríguez revisa recortes de su carpeta dogmática y ahí se encuentra con otras necrológicas (la de Corrado Balducci, conocido como “el exorcista del Vaticano” y la del sacerdote Gabriele Amorth, fundador de la Asociación Internacional de Exorcistas, convencido de que Hitler y Stalin estuvieron poseídos y que ahora es el turno del Estado Islámico, y quien llegó a realizar 70.000 expulsiones arrojando agua bendita entonando el estricto y añejo Rituale Romanum o el más moderno y reblandecido De exorcismis et supplicationibus quibusdam); con el caso del mexicano Ángel V. (al que sólo el Papa Francisco pudo limpiar luego de pasar por más de treinta profesionales); con la noticia de la puesta en marcha de un call center para appleificados y poseídos establecido por la Curia de Milán; y con la advertencia de que los exorcismos tienen los minutos contados porque no hacen otra cosa que “postergar el diagnóstico y tratamiento de patologías de tipo psico-neurológico” disfrazándose de Halloween para jugar a juegos peligrosos.
Juegos como al que parece jugar ahora Donald Trump, acaso confundiendo el mando de un país con una partida de Monopoly. Ahí lo vio Rodríguez: poseído en su posesión; con ese pelo que debe ser motivo de estudio para Christopher Walken (actor que nunca hizo de Belcebú porque le resultaría muy obvio y fácil).
Después, en la pantalla, se plasmaban las escenas de la ola polar-siberiana azotando a Europa, con los refugiados descalzos en la nieve y mirando al cielo de rodillas, pidiendo piedad.
Y es que en el infierno hace un frío de los mil demonios.