Cuando diciembre comienza a fulgurar entre los días, el cansancio del año se aploma y los destellos festivos empiezan a brillar entre las latitas de cerveza acumuladas en las veredas de la ciudad como las hojas del otoño muerto. El verano se aproxima con la falsa sensación de que todo termina. El calor trae amarrada la ilusión de que algo nuevo fermentará entre la humedad de los adoquines. En las calles se acumulan contradictorias humaredas: la lasitud del fin y la ilusión del verano caliente, el desaplomo del trabajo a presión y el regocijo de la brisa nocturna, el agobio agónico del fin del fin del fin de mes y la quimera de las fiestas.
En los espacios de formación, les estudiantes rinden los últimos exámenes. Los pasillos atestados de fotocopias, tráfico de resúmenes, libros y cuadernos, contienen el encuentro de la horda de jóvenes -y no tan jóvenes- que intercambian conceptos y afectos. Y es que diciembre es el mes donde la afectividad se vuelve indispensable. La vida intensificada por la llegada de la última exhalación del año, reclama para sí, una afición colectiva. Esto se vuelve diáfano en la tarea de aprender. El trabajo por el conocimiento, lejos de ser una gracia dada sin riesgo a la existencia, precisa de mucho esfuerzo y voluntad, virtudes que para poder ser montadas a pelo necesitan una compañía amorosa. Así, los exámenes finales se preparan en campamentos insomnes, los resúmenes se escriben a cuatro manos y se resaltan con colores inventados por la superposición de marcadores. Las monografías se piensan entre pizzas y cervezas mientras el desacuerdo conceptual reina en las bibliotecas. El conocimiento -dicen los ojos cansados de les estudiantes- será colectivo y afectivo o no será. El conocimiento -dicen los ojos cansados de les estudiantes que preparan los exámenes entre tren y colectivo, almuerzo y desayuno, turno y turno- será colectivo, afectivo, público y gratuito, o no será.
Diciembre, bien lo sabemos, es el mes donde las calles arden y se vuelve imperiosa la necesidad de salir. Por eso, los exámenes se preparan al aire libre. El trueque de apuntes toma las avenidas, las rutas y los puentes. La puesta en común de lo aprendido se pasea entre la Plaza de Mayo y el Congreso, entre el “Palacio Pizzurno” y la Legislatura. La forma de nuestra educación se cimenta ruidosa, estrepitosa y callejera. El conocimiento que producimos en nuestros espacios de formación pública está contaminado por los días y los días y los días de caminatas que exigen lo que sabemos tener y nos quieren quitar, está infectado por una manera de sentir construida con los pies sobre el pavimento. El nuestro, es un aprendizaje colérico que burla la mercantilización y exige la edificación de un saber libidinoso.