Hoy comienzan las restricciones por la reunión del G-20 y, al menos en la Ciudad de Buenos Aires, estamos más pendientes de las limitaciones del tránsito y de las recientes, amenazantes y falsas vanidades sobre detección de terroristas en nuestro país, que de la agenda que se supone ocupará a los protagonistas de esa Cumbre. No menos intensidad tuvieron los hechos del último fin de semana cuando quedó trunco el encuentro entre Boca y River.
No es solo la cercanía temporal lo que permite enlazar ambos sucesos, pues fue la propia ministra de Seguridad quien lo hizo hace pocas semanas, cuando –sin ahorrarse una bravata– sostuvo: “Si tenemos un G-20, ¿no vamos a dominar un River-Boca?”. Más aún, cuando Mauricio Macri se lanzó temerariamente a proponer que se juegue con visitantes, la misma ministra arengó: “El que no arriesga no gana”. Fue en esos mismos días que, otra vez, la funcionaria habilitó que “el que quiera andar armado, que ande armado”.
¿Cuál es la cifra de este puñado de eventos y dichos? ¿De qué modo se ligan las medidas por el G-20, la frustrada final de fútbol y la retórica oficial? No se precisa colegir demasiado para advertir que gobierna el exceso, que la desmesura es el signo de la política oficial.
Si cuando sube el dólar devenimos en economistas y cuando aparece un cadáver somos todos criminólogos, ante los hechos del pasado fin de semana tornamos a hablar como sociólogos. Sin duda, otro exceso.
Dos “hipótesis” prevalecieron en el decir de la “gente”: la crítica a los inadaptados y el indignado interrogante sobre ¿qué nos pasa como sociedad? con la consiguiente respuesta autoflagelante: somos una sociedad enferma.
Resulta curioso que –sin solución de continuidad– los Durkheim locales pasen de la particularización extrema (culpar a un pequeño grupo de presuntos inadaptados) a la también extrema generalización (seríamos una sociedad signada por la patología).
Pues bien, imaginar –o podríamos decir, alucinar– que lo sucedido el sábado en las inmediaciones del estadio de River es el reflejo de una supuesta sociedad enferma es una hipótesis que solo puede expresarse bajo la desestimación de toda regla de proporcionalidad y el imperio de la simplificación. Esto es, el retorno del exceso nuevamente.
Y si de inadaptación se trata, ¿bajo qué idea de adaptación se pronuncia? Por caso, ¿cumple con los criterios de adaptación todo lo que se moviliza en torno del G-20?
Es así que la clave para leer el actual espíritu de época es el exceso y cómo éste se expande en forma reticular. En efecto, y tal como afirmó Erasmo de Rotterdam en su Elogio de la locura, “si un monarca es víctima de cualquier pasión funesta, esta, por haber hecho presa en quien tan alto está, se contagia enseguida al pueblo”.
Cuando Santiago Maldonado aún se encontraba desaparecido, algún funcionario arrojó la hipótesis de un posible exceso de algún gendarme suelto, y no menos desmesurada resulta la tristemente llamada “doctrina Chocobar”. O también, ¿qué es lo que hace posible que, ante el dramático empobrecimiento de millones de argentinos, Eduardo Costantini no se inhiba de decir que “muchos dejamos de ser billonarios”?
El exceso, entonces, es la expresión o, si se quiere, un síntoma de la lógica política hegemónica que, luego, se expresará de modo caótico e impredecible.
Pese a que los llamados gobiernos neoliberales privilegian el ajuste y una presunta mesura del gasto público (al tiempo que descalifican a los gobiernos de signo opuesto por su presunto despilfarro o fiesta), lo cierto es que no dejan de exhibir un conjunto de desmesuras. No hay sino exceso en la quita de retenciones a sectores concentrados de la economía, en el endeudamiento público, el aumento tarifario así como también en el crecimiento significativo del desempleo. ¿No son, acaso, un exceso las estancias de Benetton o Lewis, por ejemplo? Asimismo, también resultan desmesuradas las acciones represivas en contra de todo tipo de manifestaciones. A la inversa, el tantas veces descalificado garantismo no es sino uno de los tantos diques ante los posibles excesos policiales y judiciales o, como dice Zaffaroni, una contención ante las pulsiones vindicativas.
Agreguemos que la pobreza simbólica del discurso que hoy prevalece también es signo y razón de la desmesura, toda vez que el lenguaje es expresión del procesamiento pulsional. En efecto, es notorio el incremento de la violencia verbal –y no solo verbal– que se despliega en sincronía con la argumentación vacía, ambigua y, por qué no, falsa.
Vale aclarar que Freud distinguió dos modalidades del exceso, a saber, cuando el contexto se presenta como incitación desmesurada o bien cuando resulta carente de toda estimulación. Cuando las magnitudes de los estímulos son más o menos acordes, el sujeto podrá afrontar tales incitaciones o bien fugarse de ellas. Sin embargo, cuando el mundo se caracteriza por la hiperpresencia (por ejemplo, la represión de una manifestación) o por la ausencia de estímulos (por ejemplo, el desempleo) el sujeto puede fracasar en la tentativa de afrontamiento y también en la fuga. Así, Freud sostuvo que el exceso por presencia conduce a un arrasamiento de la coraza de protección antiestímulo por una intrusión de la cual no es posible fugarse. En tanto, el exceso por carencia impide la creación de una diferencia, de una tensión vital para procesar las exigencias pulsionales y la pulsión de muerte. En este segundo caso, la fuga resulta interferida ya no por la desmesura de los estímulos sino por la ausencia de un mundo incitante del cual alejarse.
En síntesis, cuando el exceso es constitutivo del liderazgo, aquél no solo resulta devastador para la trama societaria sino que, insistimos, expande su lógica de manera reticular y caótica. Y también, no hay nada más excesivo que exigir del pueblo una adaptación a condiciones de vida a las que ningún ser humano puede ni debe adaptarse. Será por eso que en cada momento que escuché aludir a los inadaptados no pude sino evocar a Los miserables de Víctor Hugo.
Sebastián Plut: Doctor en Psicología. Psicoanalista. Autor de El malestar en la cultura neoliberal (Ed. Letra Viva).