Aquí se sabe poco y nada sobre los crímenes de Andrew Jackson Borden y su segunda esposa Abby Durfee Gray, pero son una auténtica leyenda en un país con toda una mitología alrededor de la violencia como los Estados Unidos. Los cuerpos fueron encontrados con incontables hachazos en sus cabezas en un caserón de un pequeño pueblo del estado de Massachusetts en agosto de 1892. Aun cuando él tuviera unos cuantos enemigos producto de sus negocios con la compra de tierras a campesinos que no podían pagar sus créditos hipotecarios, todas las pistas señalaron como potencial culpable a su hija menor, y fruto de su primer matrimonio, Lizzie. Una culpabilidad que, sin embargo, nunca fue probada en la Corte, por lo que hasta hoy los crímenes permanecen impunes. Estrenada en el Festival de Sundance de este año, El asesinato de la familia Borden no indaga, como su título local haría suponer, en los pormenores de la causa ni en la investigación policial, sino en el complejo entramado familiar establecido puertas adentro de una casa donde el patriarca movía los hilos con mano de hierro, haciendo y deshaciendo a su voluntad.
La primera escena transcurre inmediatamente después del hallazgo de los cuerpos, cuando Lizzie (una Chloë Sevigny a cara lavada) testimonia ante la policía con evidente nerviosismo, para luego retroceder seis meses hasta el primer día de trabajo de la joven irlandesa Bridget (Kristen Stewart, siempre enigmática y melancólica) como parte del servicio de mucamas. Las órdenes son claras: se hace lo que se le pide y está prohibido extralimitarse. Esa opresión opera como punto de encuentro entre ella y esa hija menor que no sólo carga con el mote de oveja negra de la familia sino también con una epilepsia que debilita aún más su posición frente a un padre intransigente y gélido. Tan gélido como la paleta de colores elegida por el director de fotografía Noah Greenberg, que ilumina los espacios con tonalidades claras pero sin brillo, como si en ese fuera de campo constante demarcado por las paredes externas de la mansión se viviera un día nublado eterno.
Descastadas y solitarias, las dos establecen un vínculo que va de la curiosidad a una atracción física que no tardará en materializarse, para disgusto de un padre que por esas casualidades que suceden en el cine justo las ve. Resulta difícil saber si la relación entre ellas se debe a la consumación de un deseo genuino o a una manera de marcar las líneas de la cancha donde se disputa el juego de poder que las une aun cuando no lo parezca, pues el director Craig William Macneill apuesta por una distancia emocional con esos personajes que de dan monolíticos por momentos resultan impenetrables hasta para el propio guión. Ese carácter enigmático tiene más sentido en el último tercio, que inicia en el mismo punto donde arrancó la película pero ahora avanza hacia adelante. Los encuentros posteriores entre ellas, sumado a un largo flashback explicativo destinado a poner las piezas faltantes del rompecabezas en su lugar, coronan un relato que deja flotando el misterio sobre la verdadera personalidad de Lizzie, quien tranquilamente podría ser tanto una lunática como una víctima del maquiavélico sistema que papá Borden se encargó de construir y, por qué no, de terminar.