La tabula rasa es un vocablo latín cuya traducción sería “tabla sin escribir”. Esa expresión fue utilizada por John Looke para desarrollar su teoría del conocimiento. El filósofo renacentista sostenía que el hombre no tiene ideas o principios innatos. Según su visión, el estado original de la conciencia humana era una tabla rasa. En otras palabras, la mente del recién nacido es una hoja en blanco. Es la experiencia la que “crea” conocimiento.

Mao Tse Tung describía la sociedad china como “una hoja de papel en blanco, desnuda, (en la que) se pueden escribir las palabras más nuevas y hermosas y pintar los cuadros más originales y bellos”. Sin embargo, la sociedad esta muy lejos de ser una tabula rasa. Por caso, la memoria histórica no puede suprimirse por decreto. 

El 5 de marzo de 1956, la Revolución Fusiladora prohibió la utilización de “elementos de afirmación ideológica o de propaganda peronista”. La furia antiperonista incluyó el secuestro de los restos de Eva Perón y su entierro clandestino en Italia. La historia continúo su curso. “La proscripción del peronismo que era la ideología política mayoritaria, buscó canales alternativos para manifestarse. Lo hizo a través de panfletos, pasquines y pintadas, pero también con cánticos desde las tribunas de fútbol que adaptaron las marchas partidarias prohibidas”, explica Emilio Petersen. 

Esa reacción popular no fue casual. La irrupción del peronismo produjo cambios profundos y duraderos en la cultura política. Es “el momento en que los trabajadores acceden a una situación económica e institucional desconocida hasta ese momento”, sostiene Eduardo Basualdo en Los primeros gobiernos peronistas y la consolidación del país industrial.

Perón adhería a las teorías económicas subconsumistas en boga. Estas explicaban que las crisis capitalistas eran causadas por una demanda insuficiente. La solución era apuntalar el consumo vía mejoras distributivas. El salario deja de ser considerado un costo de producción y ocupa el rol de factor dinamizador de la economía doméstica.

“El incremento del poder adquisitivo de los asalariados se entendía entonces como condición imprescindible para el desarrollo [...] Desde el punto de vista teórico, la idea fuerza consistía en alimentar el poder de compra de la población para evitar el peligro de los que se definía como una ‘crisis de subconsumo’”, explican Marcelo Rougier y Martín Fiszbein en su libro La frustración de un proyecto económico. El gobierno peronista de 1973-1976. 

Ese proyecto político-económico, aún con sus imperfecciones, moldeó una sociedad más equitativa que sus pares latinoamericanas. En la actualidad, la Alianza Cambiemos lidia con esa “dificultad” cuando intenta modificar la matriz distributiva. “Nadie puede pretender cobrar más de lo que vale su trabajo”, es el eufemismo utilizado por el presidente Mauricio Macri para justificar las rebajas salariales. El desafío gubernamental es que los trabajadores acepten esa nueva “normalidad”. El asesor presidencial Alejandro Rozitchner declaró que resultaba imprescindible avanzar en una “mutación psicológica de los argentinos”. 

La pretensión oficial es terminar con las mejores tradiciones igualitarias de la Argentina. La tarea no es imposible pero resulta compleja en términos políticos. La sociedad absorbió con mayor facilidad el ajuste de 2016 por las expectativas generadas por el nuevo gobierno y el colchón de bienestar heredado. La intensificación de los recortes en 2019 generará un escenario complicado. El informe técnico del FMI advierte que “es probable que sea difícil mantener el apoyo social y político para el ajuste propuesto por las autoridades, especialmente cuando la desaceleración económica se profundice. Este riesgo se ve agravado aún más por el hecho de que habrá elecciones nacionales en octubre de 2019”. La multiplicación de las protestas sociales demuestra que los ajustados creen que, como dice León Gieco, “la memoria estalla hasta vencer”.

[email protected]

@diegorubinzal