Una Argentina parroquial desdeñó, en 1989, un dato clave de la biografía de George Herbert Walker Bush, que asumió ese año la presidencia y murió el viernes último a los 94 años mientras Donald Trump estaba en el G-20. Bush era el último presidente de los Estados Unidos que había combatido en la Segunda Guerra Mundial. Aviador naval, a los 20 años, en 1944, su Avenger fue atacado y él se eyectó sobre el Pacífico. “La cabina estaba llena de humo”, escribió en una carta a sus padres. Quedó vivo porque fue recogido por un submarino.
Para la generación nacida en los años 20, la guerra era un sello personal. Esa misma Argentina parroquial subestimó al embajador que envió el republicano Bush. Igual que su presidente, el demócrata conservador Terence Todman también había sido un combatiente de la Segunda Guerra. Solo que en la OSS, sigla en inglés de la Oficina de Servicios Estratégicos, el organismo de informaciones que fundó Franklin Delano Roosevelt y antecedió a la CIA, la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos.
Cuando asumió Carlos Menem en julio de 1989, la interpretación habitual en medios políticos argentinos era que el principal objetivo de los Estados Unidos era quedarse con muchas empresas. Error: el tándem Bush-Todman pensaba en términos estratégicos. Buscaba alinear a la Argentina con Washington de modo estructural y definitivo. Lo consiguió por ejemplo en 1991, cuando Bush persuadió a Menem de que enviara naves al Golfo Pérsico en la guerra contra el Irak de Saddam Hussein. Lo remachó con el Plan Brady, por el cual los bancos extranjeros canjearon los títulos de la deuda externa por activos en las empresas que Menem fue privatizando a manos de operadoras europeas. Mientras tanto, la dupla Bush-Todman siempre tuvo en claro que el alineamiento estratégico entre la Argentina y los Estados Unidos chocaba con cualquier proyecto de integración regional sin la presencia norteamericana.
Como vicepresidente de Ronald Reagan entre 1981 y 1989, y aunque odiaba a Raúl Alfonsín porque lo consideraba un izquierdista, Bush fue clave en el apoyo al gobierno constitucional contra el levantamiento carapintada de 1987. Como presidente, después, confirmó que la estabilidad democrática argentina era útil para su país. En diciembre de 1990 no dudó en mantener una visita ya programada a la Argentina incluso en medio de otra sublevación. Y hasta durmió en la residencia diplomática de Libertador al 3500, a 20 cuadras del corazón de la insurgencia.
Ese mismo experimentado Bush, ex director de la CIA y primer embajador en China después de la normalización de relaciones, fue un combatiente contra los intentos de integración.
Influyó sobre Reagan para apoyar con armas y recursos a los contras antisandinistas.
Trató de disolver intentos como el Grupo Contadora (México, Venezuela, Colombia, Panamá) y el Grupo de Apoyo a Contadora (la Argentina, Uruguay, Brasil, Perú), que buscaban una salida pacífica y justa en América Central.
Con la ayuda del gobierno mexicano, logró dinamitar el Consenso de Cartagena, el proyecto argentino nacido en 1984 para unificar los reclamos de la Argentina, Brasil y México sobre la deuda externa. La potencia del trío quedó diluida con la incorporación de otros Estados. A veces lo que abunda daña.
En 1990, al año siguiente de la caída del Muro de Berlín, Bush presentó la Iniciativa para las Américas, para crear un área común “de Alaska a Tierra del Fuego”. Seguía un consejo del ex asesor dilecto de Richard Nixon, Henry Kissinger, abanderado del plan que buscaría después fundar un área de libre comercio de las Américas, el ALCA que no nació en 2005 en Mar del Plata por la bolilla negra de Néstor Kirchner, Lula, Tabaré Vázquez, Nicanor Duarte Frutos y Hugo Chávez.
Con Bush y Menem presidentes en simultáneo durante cuatro años, el Mercosur surgió en 1991 como un bloque desprovisto de una meta productiva común. Nada de administrar la integración industrial con Brasil: solo comercio. Y cuidado con hacer política en el resto del mundo.
Sin que le costara mucho, porque Menem apostó a lo que su canciller Guido Di Tella bautizó como “relaciones carnales”, que para ser honestos con la historia él explicaba como un modo de intercambiar cosas concretas por cosas concretas, Bush logró convivir con una América Latina y una Sudamérica desarticuladas. Bill Clinton aprovechó esa situación desde que asumió, en 1993. Con George Bush hijo desde 2001, y Torres Gemelas mediante, el lobo actuó con menos energía que antes en el vínculo con el bosque de sus vecinos del sur. Junto con la crisis del ultraliberalismo, la relativa ausencia de los Estados Unidos en Sudamérica fue una de las condiciones que permitieron de hecho el surgimiento de los gobiernos soberanistas e inclusivos de comienzos del siglo XXI.
Las necrológicas de Bush publicadas por The New York Times y The Washington Post, y también sus comentarios editoriales, presentan a un presidente finamente ocupado de tejer lazos con sus aliados y deshacer conflictos secundarios mientras desgastaba a la Unión Soviética. Un miembro del establishment clásico, teniente de la Marina y abogado de Yale que hizo fortuna con el petróleo. Siempre ubicado en sus expresiones. Ambos diarios parecen mostrarlo como la contracara de Donald Trump. Aunque Trump no haya mezquinado alabanzas. Decretó 30 días de bandera a media asta, recordó que fue el piloto más jóvenes de la historia norteamericana y lo presentó como “una gran vida americana, que combinó y personificó dos de las grandes virtudes de nuestra Nación: el espíritu emprendedor y el compromiso con la función pública”.
Las comparaciones personales siempre son difíciles. Y el mundo de 2018 no es el de 1989. Pero algunos objetivos son permanentes. Mientras pueden, como es lógico para sus intereses los Estados Unidos actúan de manera unilateral. Solo admiten un bloque cuando pueden comandarlo. O cuando ese bloque corona una realidad económica ya existente, como el Nafta que Trump acaba de relanzar justamente en el marco del G-20. Si alguien tiene dudas de cuáles son sus prioridades, que registre ese dato.
El negocio de Washington y Trump es el bilateralismo. Así aprovechan la formidable asimetría de poder con países como la Argentina. Lo llamativo es que también ésa es la postura estratégica de Mauricio Macri. La Argentina llegó a ser la anfitriona del G-20 con la menor densidad regional de la historia reciente. Macri y Michel Temer pulverizaron Unasur con la excusa de enfrentar a Venezuela. Lo mismo hicieron con el Mercosur, una marca que solo aparece en sus preocupaciones cuando los gobiernos de la Argentina y Brasil la relacionan con la Unión Europea y un acuerdo que no acaba de madurar. Si no, el Mercosur no existe.
Trump no se anduvo con vueltas. Antes de su reunión con Macri dijo a la prensa que hablarían “de muchas cosas buenas para la Argentina, para los Estados Unidos, incluyendo el comercio y la compra de armas”.
La página web de la Casa Blanca, más profesional y rigurosa que su mediocre copia argentina, publicó el viernes un texto con este título: “El presidente Donald Trump promueve la prosperidad regional y la seguridad”. En el caso de la Argentina se felicita de haberse asociado “para combatir el crimen organizado y el terrorismo”. En general, “expandir las relaciones comerciales con los vecinos es una parte clave del esfuerzo del gobierno para rechazar las prácticas desleales de comercio e inversión y proteger la seguridad económica de la región”.
“Una creciente inversión en la Argentina y en la región mejorará la solidez de nuestros socios frente a los préstamos depredadores”, dice el documento de Trump. Es obvia la referencia a China. En la retórica trumpista la palabra “predatory” siempre va asociada a Beijing. Es una suerte para Macri, que por voluntad propia y ayuda decisiva de Trump ató su suerte a otro monstruo depredador, el que encabeza Christine Lagarde.