El sábado pasado, mientras en Buenos Aires culminaba el G-20, en la Ciudad de México se vivió una jornada histórica. Andrés Manuel López Obrador, más conocido como AMLO, asumió oficialmente sus funciones como el primer presidente posicionado a la izquierda del arco político mexicano. Este hecho constituye una significativa novedad luego de décadas de predominio solitario del Partido Revolucionario Institucional (PRI) que, a partir del año 2000, se alternó en el Poder Ejecutivo con el derechista Partido Acción Nacional (PAN).
En su primer mensaje como mandatario, desde la Cámara de Diputados del parlamento mexicano, López Obrador resaltó el sentido que buscará imprimirle a su mandato de seis años: “No inicia un cambio de Gobierno, es un cambio de régimen político. Una transformación política y ordenada, pero al mismo tiempo pacífica y radical”.
El líder del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) se refirió en varios momentos de su alocución a los dos temas principales que marcaron su campaña: la crítica al modelo político-económico que lleva más de tres décadas y la lucha contra la ola de corrupción y violencia que satura al país. “La crisis de México se originó no solo por el fracaso del modelo neoliberal aplicado en 36 años, sino también por el predominio de la más inmunda corrupción pública y privada… Lo digo con realismo y sin prejuicios, la política económica ha sido un desastre, una calamidad para la vida pública del país”, afirmó en uno de los fragmentos de su encendido discurso.
Una vez finalizado el acto de posesión de la investidura presidencial, López Obrador se dirigió al Palacio Nacional ubicado en el Zócalo de la Ciudad de México. Allí, retomó una tradición ancestral y recibió el bastón de mando de los pueblos originarios indígenas en una ceremonia cargada de simbolismo (foto).
Desandar la trayectoria de López Obrador, en el marco de la historia reciente del país, resulta clave para entender los principales desafíos y ejes que tendrá su sexenio.
Luego de haber perdido más que ajustadamente en 2006 con el panista Felipe Calderón en una elección salpicada de sospechas de fraude, y de ser derrotado nuevamente en 2012 por el priísta y muy cuestionado presidente saliente Enrique Peña Nieto, AMLO continuó batallando con tenacidad contra el bipartidismo dominante del PRI y el PAN que estructuró y ejecutó la profundización de la hoja de ruta neoliberal. En este contexto, el PRI y el PAN se encargaron también de enarbolar el paradigma de la militarización y la mano dura como respuesta ante el enquistado entramado de corrupción, narcotráfico y violencia que provocó y provoca estragos en el país.
Este enfoque punitivista, a la luz de sus resultados, no sólo fue ineficaz sino que agravó ostensiblemente una problemática evidenciada en los miles de desaparecidos en el marco de la denominada “guerra al narco” que declaró Calderón en 2007. Casos como el de los 43 estudiantes de Ayotzinapa y la ola creciente de asesinatos a periodistas, durante el mandato de Peña Nieto, son emblemas del saldo que deja la política de (in)seguridad trazada hasta el momento.
Formado en el PRI del que luego se alejó por el giro neoconservador del histórico movimiento a finales de los años ‘80, López Obrador fue uno de los fundadores y principales líderes del Partido de la Revolución Democrática (PRD) con el que llegó a ser Jefe de Gobierno de la Ciudad de México en el período 2000-2005. Consumada su segunda derrota electoral en 2012, decidió romper con la dirigencia del PRD que adhirió a un espurio pacto con el PRI y el PAN a comienzos del sexenio de Peña Nieto. En ese entonces, pese a que muchos agoreros se apuraban en decretar el final de su trayectoria política, este politólogo oriundo del estado de Tabasco supo reinventarse y volcar toda su experiencia en la consolidación del naciente Morena (nombre en alusión a la virgen de Guadalupe que es el símbolo de la religiosidad plebeya y los sincretismos que conforman el México profundo).
Morena irrumpió con una actuación resonante en los comicios de medio término en 2015. Se erigió en el principal partido de la Ciudad de México y en la cuarta fuerza política a nivel nacional. En lo sucesivo, consolidó su ascenso y desbarrancó al PRD en su sitial de fuerza progresista principal. Desde ese momento, López Obrador llevó adelante una campaña permanente e imparable que lo catapultó a un arrasador triunfo en las elecciones presidenciales del 1º de julio pasado con el 53,19 por ciento de los votos, más de treinta puntos arriba de Ricardo Anaya, candidato del PAN. Además, Morena consiguió la mayoría en ambas cámaras parlamentarias.
López Obrador mostró el dinamismo de un mandatario en funciones desde que fue electo. Conocedor y acérrimo adversario del anquilosado establishment político y de los poderes económicos que lo sostuvieron, está demostrando una variedad de movimientos tácticos en la que parece coexistir la osadía y la cautela. El veterano dirigente sabe que buena parte del apoyo que obtuvo radica en el hartazgo de la sociedad mexicana ante lo muy malo conocido y la necesidad de un viraje profundo en el rumbo.
En estos meses, ideó un ejercicio periódico de democracia participativa-deliberativa que promueve consultas ciudadanas sobre temas y proyectos relevantes de su inminente agenda gubernamental. A partir de estas deliberaciones de la sociedad civil, canceló la controversial construcción de un nuevo aeropuerto cercano a la capital, impulsó la construcción de un tren en el sureste del país y planteó una serie de beneficios sociales. Una nueva consulta está prevista para marzo de 2019, momento en el que los ciudadanos decidirán si se aprueba la conformación de una Guardia Nacional que encabezaría la seguridad pública. Mientras se realizaba este proceso de consulta popular, el nuevo mandatario afirmó a través de sus redes sociales: “Voy a gobernar escuchando la voz del pueblo” y advirtió a los que cuestionan estas consultas que esta metodología llegó para quedarse.
En esta modalidad de abrir ciertos frentes y mostrarse cauto y conciliador en otros, López Obrador viró últimamente hacia una inesperada buena relación con los dos principales conglomerados de medios, Televisa y Tv Azteca, cuyos directivos se mostraron deseosos de dejar atrás los encontronazos pasados con el morenista e influir en calidad de “consejo asesor” en las decisiones del nuevo gobierno. Habrá que observar con atención el tenor y el efecto de esta “luna de miel” y sus alcances. Contrariamente, las cosas parecen andar más tirantes con Carlos Slim, el empresario más rico de América Latina quien fuera uno de los contratistas del trunco aeropuerto ubicado en la localidad de Texcoco.
Otro aspecto revelador de la presencia de una cuota de moderación en esta primera etapa es la intención manifiesta de López Obrador de promover una amnistía a ex presidentes acusados de corrupción que no tengan procesos judiciales en curso. Si bien puede considerarse un guiño al saliente Peña Nieto, al mismo tiempo también puede ser leído como una forma de no caer en la judicialización de la política, en la lógica del lawfare que viene proliferando en otros países de la región.
En este escenario, en el que se perfila un horizonte de rupturas pero también de inevitables e incómodas continuidades, López Obrador trae algunas reminiscencias de Lula cuando logró llegar a la presidencia de Brasil en su cuarto intento electoral. Desde un primer momento, Lula combinó una agenda de inclusión social con un ostensible pragmatismo táctico y conciliador que alcanzaba a rancios sectores del mundo político y empresarial.
A partir de su asunción, López Obrador inició formalmente lo que ha denominado “la cuarta transformación” del país. El mandatario entrante busca entrelazar la etapa que se abre con tres hitos en la historia de México: las luchas por la Independencia, el período de las reformas laicas y modernizadoras impulsadas por Benito Juárez entre 1858 y 1861 y, por último, la gran y tumultuosa Revolución Mexicana que terminó con la larga dictadura de Porfirio Díaz.
Pero hay otro momento interesante y no mencionado en esta serie: el gobierno de Lázaro Cárdenas. De 1934 a 1940, Cárdenas llevó adelante un programa de nacionalizaciones y Reforma Agraria que abrió un surco en la región y tuvo puntos de contacto con experiencias afines como la del varguismo en Brasil y la del primer peronismo en la década siguiente en Argentina. Desde ese entonces, México no experimentó un proyecto de gobierno que haya articulado una decidida perspectiva de inclusión social y un enfoque que impulse el rol del Estado como regulador del mercado.
Casi ocho décadas después, se reabre esa perspectiva de la mano de un López Obrador que tendrá que lidiar con Donald Trump y con la crisis migratoria condensada en estos días en la caravana salida de Honduras. A todo esto, hay que sumarle el reciente triunfo del ultraderechista Jair Bolsonaro en Brasil, la presencia de gobiernos liberal-conservadores en varios países de América Latina con el macrismo en Argentina como una de esas expresiones, y el ascenso de un vendaval reaccionario que crispa el clima de época. El tiempo dirá si el proyecto político de López Obrador estará en condiciones de retomar un sendero de emancipación y dignidad que contribuya a frenar la ola neofascista que amenaza a los pueblos de la región y el mundo.
* Sociólogo y periodista.