PáginaI12 En Francia
Desde París
Un paso atrás para evitar la avalancha de los chalecos amarillos. El gobierno francés suspendió durante seis meses las medidas fiscales sobre el aumento del diésel que habían desatado una ola de protestas de una violencia radical. Ante la perspectiva amenazante de las próximas manifestaciones, el bloqueo de cientos de liceos que se inició a principios de semana, la inclusión de los sindicatos en la revuelta y las divisiones en el seno de la mayoría presidencial, el Ejecutivo de Edouard Philippe optó por anunciar el “gesto fuerte” que había adelantado. Con ello, el gobierno apunta a desarmar la revuelta y a iniciar un diálogo capaz de desactivar una bomba social que puso en escena a la Francia rural y la de las ciudades pequeñas, muy golpeadas por las políticas fiscales desde hace muchos años. Emmanuel Macron sembró con sus medidas las semillas de la bronca nacional que se le vino encima. Modificó hasta tornarlo inocuo el impuesto a las grandes fortunas, cortó subsidios sociales y disparó una andanada de ajustes fiscales que perjudicaron a los trabajadores,los jubilados y las clases más expuestas. Ello le valió enseguida el apodo de “presidente de los ricos”. Lo que nació al principio con el perfil de una contestación sectorial se fue inflando hasta abarcar el hastío de una sociedad que pierde paulatinamente su poder adquisitivo. En la calle, la gente empezó a reclamar la renuncia del presidente Macron mientras crecía el respaldo a los chalecos amarillos con porcentajes que llegaron al 70%.
En un discurso transmitido por televisión, el primer ministro admitió que “ninguna taza merece que se ponga en peligro la unidad de la nación”. El problema que tenía el gobierno radicó en que la nación se unió contra él. “Habría que ser sordo para no escuchar la cólera de los franceses”, añadió Philippe. El maremoto que se venía encima no parecía tener diques de contención, tanto más cuanto que, en pleno invierno, además del precio del gasoil, el primero de enero también subía el precio del gas y la electricidad. Ambos aumentos fueron igualmente suspendidos. En suma, el poder retrocedió vertiginosamente frente a la presión popular y política. La llamada “Francia periférica” y la Francia más empobrecida le ganó un primer round a un gobierno y a un presidente que, desde el inicio, dio sobradas pruebas de no entender ni quienes eran los que se oponían a sus medidas, ni por qué lo hacían, ni tampoco la razón por la cual la sociedad respaldaba a los chalecos amarillos cuando antes había sido tímida ante otros cambios más transcendentes. Sin dudas, las escenas de destrucción a que dieron lugar las manifestaciones de los dos últimos fines de semanas llevó a que el Ejecutivo razonara de otra manera. Los chalecos amarillos carecen de líder y de representantes con quien negociar y en el seno mismo de este movimiento horizontal las divisiones, a menudo violentas, entre el sector que sí aceptada dialogar con el Ejecutivo y el que no complicaron todavía más la búsqueda consensual de una solución negociada. Dentro de los chalecos amarillos, los arreglos de cuentas entre las dos ramas implicaron hasta amenazas de muerte contra quienes estaban dispuestos a participar en la reunión convocada por el primer ministro. Ello no podía más que reforzar la amenaza de que si el movimiento persistía, las protestas podían derivar en niveles aún más inauditos de violencia y poner a las fuerzas del orden ante un rompecabezas insoluble.
El Estado francés pierde unos 2000 millones de euros con la suspensión de las medidas fiscales pero a cambio gana la paz social. ¿Por cuánto tiempo? Por ahora la reacción es una incógnita. El movimiento de los chalecos amarillos fue sumando otras exigencias a la inicial. Con el paso de los días, los manifestantes reclamaron la renuncia del presidente, el aumento del salario mínimo e, incluso, la reintroducción del impuesto original sobre las grandes fortunas trastocado a favor de los muy ricos en cuanto Emmanuel Macron asumió la presidencia en 2017. La única certeza es que el macronismo salió más debilitado sin que ello se traslade inmediatamente en beneficios para el triángulo opositor compuesto por la derecha, la extrema derecha y la izquierda radical. La primera exigió un referendo y los segundos la convocación de elecciones legislativas anticipadas.
La figura de Macron salió empañada. El presidente que en todo se mete se ocultó esta vez en el silencio y mandó al frente a su Primer Ministro. Además, en un país acostumbrado a las grandes negociaciones multisectoriales, su forma de gobernar también quedó en la cuerda floja. Macron pretendió ejercer el poder de otra manera: aisló a la prensa, se saltó la etapa consensuada con los sindicatos, se convirtió en el portavoz y el ejecutor vertical de su propia política pero terminó cediendo sin dar la cara. El mismo había definido al principio el estilo de su presidencia. Esta iba a ser “jupiteriana”, o sea, estaba el Dios y los demás por debajo. Al final, los de abajo le hicieron tambalear el trono. Lo paradójico de esta costosa crisis está en que la modificación del régimen fiscal de los combustibles figuraba en su plataforma electoral y no era en nada la idea más controvertida. Las dos decisiones realmente centrales y trascendentes fueron aprobadas a pesar de las huelgas y las manifestaciones: la reforma laboral por medio de la cual se introdujo una fuerte flexibilización en el mercado del trabajo y la de los ferrocarriles nacionales. La nueva fiscalidad aplicada a los combustibles contenía una meta presupuestaria y otra ecológica ligada a los acuerdos internacionales que Francia firmó y promovió :al equiparar el precio del gasoil con la gasolina común (un aumento de 6,5 céntimos de euro por litro) y aumentar el de la gasolina (2,9 céntimos) Macron apuntaba a recuperara algo más de 2. 000 millones de euros y a bajar el consumo del gasoil, una energía altamente contaminante para el medio ambiente. Los chalecos amarillos percibieron que el tributo de esa reforma sólo la pagaban ellos.
La crisis francesa les da la razón a los pensadores de la ecología política que, desde hace muchos años, vienen insistiendo en que no hay lucha contra el cambio climático sin un replanteamiento global de las reglas y deberes de la democracia. El planeta es de todos y no sólo los pobres o los trabajadores están condenados a pagar por su protección.