Los delitos constituyen entramados complejos que no pueden explicarse –únicamente– por la pobreza de los pibes que los protagonizan. ¿Roban porque tienen hambre o porque, de alguna manera, buscan pertenecer a una sociedad que insiste en marginarlos? ¿Cómo revertir los estigmas que sobrevuelan la sociedad hasta infectarlo todo? Frente a las humillaciones de los vecinos, las crucifixiones de sus propias familias, las caricaturizaciones de los medios masivos y las excusas de la política, “los jóvenes construyen una cultura de la dureza para hacer frente a la exclusión constante de la que son objeto”, apunta Esteban Rodríguez Alzueta, abogado y Magister en Ciencias Sociales por la Universidad Nacional de La Plata. Se desempeña como profesor e investigador en el Laboratorio de Estudios Sociales y Culturales sobre Violencias Urbanas de la Universidad Nacional de Quilmes y, además, es autor de varios libros, entre los que se destacan Hacer el bardo. Provocación, resistencias y derivas de jóvenes urbanos (2016), Temor y control. La gestión de la inseguridad como forma de gobierno (2014) y Vida lumpen. Bestiario de la multitud (2007). En esta oportunidad analiza la dimensión expresiva y simbólica de la violencia, asegura que el “pibe chorro” es una construcción cultural y propone repensar una agenda juvenil que tenga su punto de partida en los intereses de los propios adolescentes.
–Usted se especializa en violencias urbanas, ¿a qué se refiere?
–Constituyen uno de los fenómenos centrales al momento de reflexionar acerca de las conflictividades sociales contemporáneas. El concepto rescata el hecho de que la violencia no sólo presenta una dimensión instrumental sino también un costado expresivo imposible de perder de vista.
–¿Qué implica ese costado expresivo?
–Somos testigos de acontecimientos que en el pasado se realizaban sin tanta violencia y hoy exhiben un plus que merece ser pensado. Si los robos de antes sólo consistían en reducir a las víctimas con el propósito de obtener dinero o algo a cambio, hoy las escenas de delito presentan excedentes que dejan entrever una rabia extra de los pibes que empuñan un arma.
–En una entrevista pasada, Franco Berardi sostenía que sobra violencia porque falta comunicación. ¿Qué piensa al respecto?
–Pienso que la violencia, más bien, es la urgencia de la comunicación. Este fenómeno se puede justificar –al menos parcialmente– en la incapacidad del sistema de partidos, de los movimientos sociales y de otras instancias de socialización para incorporar los intereses y las necesidades de los jóvenes en sus programas. Si los representantes no los representan tienden a buscar otras vías de expresión como alternativa. Sin embargo, no soy partidario de que la pobreza –de manera lineal y esquemática– genera delito, pues, más bien la pobreza conduce al delito cuando es experimentada como algo injusto. Si vivo en una villa y vos en un country, si estoy a pie y vos andás en un auto de alta gama, lo más seguro es que la desigualdad sea vivida como indignación.
–¿Qué otro modo existe de experimentar la pobreza si no es con sentimiento de injusticia?
–Cuando la pobreza es procesada políticamente –ya sea por partidos, organizaciones religiosas, movimientos colectivos, etc.–, se generan canales de diálogo y se vuelve más probable su inclusión en la agenda pública. La violencia, en muchos casos, actúa abriendo campos de visibilidad para determinados problemas. Esto no significa, desde luego, que sea la mejor vía ni que los jóvenes queden en buena posición para que sus reclamos logren ser discutidos. De hecho, existe toda una industria del espectáculo que obtura esa posibilidad: el ciclo “Policías en acción” cumple, en algún sentido, con esta función.
–¿Cómo actúa la policía en las calles? ¿Controla o genera más violencia?
–Las rutinas de acción policiales no pueden ser pensadas más allá de otras conflictividades sociales. Es cierto que los policías hostigan a los jóvenes pero en algunos casos, también, los jóvenes identifican la violencia de la que son objeto como un canal preferencial para acumular prestigio. Cuando un pibe enfrenta verbalmente a la policía se vuelve dueño de agencia, tiene capacidad de actuar y ofrece resistencia. Más allá de que en el momento reciba un correctivo o una paliza, el solo acto de “aguantar la parada” se transforma en ganancia al momento de volver al barrio y relacionarse con sus pares.
–De manera que las relaciones asimétricas de los pibes con la policía no implican la ausencia de enfrentamiento…
–Exacto, sobre todo porque los pibes saben distinguir entre un bonaerense, uno de la local y un gendarme; conocen bien con quién utilizar la palabra y con quién no hacerlo; tienen muy en claro cuáles son los límites y cuáles pueden ser las consecuencias de un conflicto en cada caso; así como las posibilidades posteriores de violencia física.
–¿Cómo se modifica el paisaje del delito y la acción policial con la doctrina Chocobar?
–Existe un aumento del hostigamiento tanto en su versión física (violencia que deja marcas en el cuerpo) como en su costado simbólico. Me refiero a un conjunto de acciones que son fácilmente identificables en el quehacer policial: los traslados a la comisaria, las paradas en la vía pública, los cacheos y las requisas de sus pertenencias generan miedo y vergüenza, en la medida en que van acompañados de gritos, insultos, imputaciones falsas y provocaciones. Según lo que podemos observar en nuestras investigaciones, eso que los pibes llaman “verdugueo” ha aumentado en los últimos años. Al mismo tiempo, hay muchos policías que se sienten respaldados por este Gobierno frente al irrespeto de los jóvenes y, en este sentido, encuentran los argumentos necesarios para sentirse habilitados para actuar con mayores cuotas de discreción.
–La falta de respeto también se vincula con el hecho de que los pibes saben muy bien que el policía que está en la calle pertenece al último escalón…
–Tal cual, es el que patea la calle todos los días y el que se muere de calor o frío en la misma esquina de siempre. Hoy los policías se sienten más observados y son llamados a rendir cuentas, por lo que se ven en la necesidad de medir todo el tiempo dónde terminan sus facultades y dónde comienzan las arbitrariedades. A la vez, cuentan con cierta legitimidad social que proviene de la “vecinocracia”: detrás de cualquier detención están sedimentados los procesos de estigmatización en los barrios y la constitución de escenarios de fragmentación social que crean condiciones de posibilidad para el actuar policial. En definitiva, donde no hay relaciones se producen vacíos que se llenan con estigmas. Como resultado, una de las maneras que tienen los adolescentes de los barrios populares para transformar el estigma en emblema es a partir de la sobrefabulación de los fantasmas de los vecinos.
–En una entrevista reciente señala que “el pibe chorro no existe, sino que es una construcción cultural”. ¿Ellos cómo se autoperciben?
–Te lo cuento con un ejemplo. Hace un tiempo, junto con el colectivo Juguetes Perdidos hicimos un trabajo de campo en el barrio Don Orione. Nos llevó un tiempo advertir que los adolescentes se movían, hablaban y actuaban como dicen en la TV que se mueven, hablan y actúan los pibes chorros. A medida que los fuimos conociendo nos dimos cuenta de que ninguno había pasado por instituciones de encierro ni tenía conflictos con la ley, aunque se manejaban y construían sus relaciones con esa gramática. Entonces, como en muchos casos no se sentían representados con el mote asignado en los medios, devolvían el golpe pero de manera distorsionada. De hecho, creaban un “pibe chorro hiperreal”, es decir, más real que la propia realidad, a partir de la exageración de los rasgos con que otros definían sus propias realidades.
–Si el punitivismo no mejora las cosas, ¿qué alternativa puede presentarse para pensar una política de Estado que vaya en otra dirección?
–Si los pibes están en las calles es porque faltan espacios que puedan contenerlos. En los barrios no hay clubes y los que hay están llenos de adultos mayores con la cabeza cerrada para producir ideas que contemplen a las juventudes. Y los espacios que tienen sujetos con buenas ideas no reciben recursos económicos para poder subsistir y desarrollar prácticas atractivas. También pienso que los movimientos sociales deben rever sus estrategias para poder acercarse a los adolescentes sin tanto juicio moral. Las políticas públicas educativas y culturales deben repensarse: no se trata de llenar su grilla cotidiana con actividades que no les interesan. Se deben construir propuestas que emerjan de los intereses de los propios pibes y, a partir de ahí, negociar, discutir y problematizar otros futuros posibles.