La costa bonaerense sigue siendo terreno de pastoreo para el cine nacional. En un momento de La boya, el nuevo largometraje del realizador argentino Fernando Spiner luego de ocho años de silencio, una joven habitante de Villa Gesell describe en detalle la profunda sensación de soledad durante la temporada invernal. “Estás vos y el mar”, concluye, antes de afirmar que esa relación simbiótica entre el medio acuoso y los estados del espíritu humano requiere de una forma de expresión artística como único medio para describirla cabalmente. La muchacha forma parte de un taller dictado por el poeta Aníbal Zaldívar, coguionista de la película y amigo personal de Spiner desde la adolescencia. Sobre esa relación afirmada sobre el paso de los años y las décadas, sobre el mar y su intangible pero gigantesca influencia, sobre una boya con historia familiar que vuelve a aparecer, como si una marea invisible la hubiera traído a la orilla del presente desde las aguas del pasado, trata la película, cruza de diario íntimo y ensayo cinematográfico que el director de La sonámbula y Aballay, el hombre sin miedo parece haber encarado como una necesidad personal y creativa. Un poco como también lo había hecho, hace algunos años, Edgardo Cozarinsky en la notable Carta a un padre.
“Me pregunté si era posible transmitir una experiencia que para mí era de una beatitud increíble. Una experiencia física, espiritual y poética si se quiere”, declaró Fernando Spiner en una entrevista publicada en estas mismas páginas. Se refiere a la costumbre, casi ritual, de nadar brazada a brazada junto a su amigo hasta el límite marítimo señalado por una boya, elemento que para el film es tanto un punto de partida como una excusa. Más allá de las varias secuencias de nado, registradas con una cámara adosada al cuerpo del director y transformadas por el montaje de imágenes y sonidos en una experiencia inmersiva, La boya se ramifica en una serie de segmentos documentales de distinto tenor: entrevistas tradicionales a cámara, conversaciones íntimas con algo de puesta en escena ficcional, secuencias donde el fraseo poético es imitado por las imágenes y potenciado por la música, cortesía de Natalia Spiner, hija del realizador. No todas las secciones poseen la misma fuerza o pertinencia y, por momentos, la película ingresa en una zona de deriva con rasgos caprichosos. En otros, en cambio, el lirismo aflora; un lirismo melancólico, tristón, invernal, que inevitablemente antecede al bullicio de las playas en verano. No casualmente el relato está dividido en capítulos, marcados por el paso de las estaciones.
Un relato en off en estricto yiddish toma por asalto la banda sonora en tres o cuatro ocasiones. Es la reconstrucción de una historia familiar: la llegada en barco a la ciudad de Buenos Aires del bisabuelo de Fernando Spiner, que luego de un largo viaje desde Europa logró evitar una prolongada cuarentena escapando a nado hasta llegar a las costas porteñas. Hay también una carta paterna, aparentemente sellada durante décadas, que es abierta por primera vez durante el rodaje. Son momentos intensos y emotivos que, sin embargo, no logran cohesionarse del todo con el resto de la película. Son riesgos que se toman al apostar por una estructura narrativa libre, decisión que el realizador toma conscientemente y que le permite, en cierta medida, construir un retrato comunitario a partir de una fuerte sensación de pertenencia. Luego está la creación: la poesía, la literatura, la pintura, el cine. Y el mar, que desde las épocas de los antiguos griegos ha sido una fuente inagotable de dolores y placeres, alimento físico y espiritual de los hombres.