“Dios se mueve por caminos misteriosos.” Esta frase clásica del imaginario cristiano, tomada según se consigna de un himno del siglo XVIII, es la elegida como carta de apertura de Una entrevista con Dios. Pero lo clásico de la frase se diluye en el contexto de una película de tono tan fantástico como aleccionador y religioso, volviéndose el primero de una larga lista de lugares comunes que se irán acumulando a lo largo de su relato. Del mismo modo, definir a Una entrevista con Dios como religiosa tal vez resulte un poco vago y palabras como cristiana o evangelizadora resulten no solo más específicas, sino que revelan unas segundas intenciones bastante obvias que distraen de forma constante de lo específicamente cinematográfico.
Paul es un joven periodista que acaba de volver de Irak donde se desempeñó como cronista de guerra, hecho que no ha pasado por su vida de forma inocua. Desde el comienzo queda claro que eso ha afectado su matrimonio, que se encuentra en una crisis que parece terminal, y su trabajo, donde le sugieren que se tome un tiempo. Sin embargo él se encuentra trabajando en un reportaje que lo tiene absorbido: se trata obviamente de la entrevista con Dios que se anuncia desde el título. Paul es interpretado por el joven aspirante a estrella Brendon Thwaites y Dios nada menos que por el efectivo David Strathairn, cuya composición es lo más interesante del film.
Aunque Dios no tiene problemas en presentarse como tal, será la actitud de Paul, quien es un ferviente cristiano, la que irá marcando la evolución del relato. Escéptico al comienzo, el periodista intenta desenmascarar a quien considera un impostor. Pero con la curiosidad propia de quién ansía llegar a la verdad, se verá cada vez más enredado en las redes de un interlocutor que en lugar de responder lo va empujando a encontrar él mismo las respuestas. El truquito también le sirve al guión para evitar meterse en algunos problemas.
Si la película se redujera a estos diálogos dogmáticos y bastante limitados –sobre todo si se tiene en cuenta la posibilidad de que uno de los dos interlocutores sea el mismísimo creador de todo–, no se estaría en presencia de una gran película, pero sin dudas sería menos pretenciosa. Acá Paul es obligado a atravesar algunas situaciones que si bien deberían entenderse como pruebas de fe, se parecen bastante a un juego manipulador que la película traslada al espectador, tendiéndole algunas trampitas por acá y por allá para hacerle creer que el protagonista es lo que finalmente no es.
Lo curioso es que aunque el tránsito que Paul es obligado a realizar parece revelarle importantes lecciones, en realidad al llegar al final casi nada habrá cambiado demasiado y todo lo que se acabe resolviendo no parecerá haber merecido la hipérbole de una intervención divina. De esta forma Una entrevista con Dios acaba siendo banal, aunque se haya pasado 97 minutos tratando de ser profunda para dejar un mensaje tan unívoco como obvio e innecesario.