La Semana de cine portugués, cuya sexta entrega consecutiva comienza hoy jueves, continúa afianzándose en el calendario anual de ciclos y festivales dedicados a la producción cinematográfica de geografías poco presentes en la cartelera comercial. Este año, el evento incluye una retrospectiva completa de los largometrajes realizados por João Pedro Rodrigues, una de las voces más originales del cine luso contemporáneo, que además incluye un puñado de sus poco vistos cortometrajes, varios de ellos codirigidos por su habitual colaborador en el área del diseño de arte y escenográfico, João Rui Guerra da Mata. Ambos están de visita en Buenos Aires, donde además de haber brindado una clase magistral en la Universidad Di Tella presentarán en la sala de cine del museo Malba todas sus películas, conversando con el público presente acerca del proceso creativo que les dio origen. Es la quinta visita de Rodrigues a la Argentina. Su primer viaje fue para acompañar las proyecciones de O Fantasma, su primer largometraje, en la tercera edición del Bafici, allá por abril de 2001. “Recuerdo que fue aquí donde vi por primera vez una película de Apichatpong Weerasethakul, Blissfully Yours, que sigue siendo una de las que más me gusta de su filmografía”, comenta, café de por medio, en conversación exclusiva con PáginaI12.
O Fantasma, la particular historia de un recolector de residuos que ronda por las noches de Lisboa enfundado en un apretado traje negro, fue seguida por Odete, Morir como un hombre, La última vez que vi Macao y El ornitólogo, todas ellas exhibidas en los dos festivales más importantes de la Argentina. Dos de esos títulos, incluso, disfrutaron de pequeños estrenos comerciales, pero la posibilidad de poder verlas nuevamente en pantalla grande y en conjunto permitirá apreciar la evolución y los desvíos de un cineasta en constante estado de exploración creativa. Rodrigues afirma que el punto de partida para escribir los guiones no es único y que, a veces, surge de maneras insospechadas. “Es un misterio que todavía no comprendí y eso es algo que me alegra. Creo que el deseo de hacer una película a veces surge de cosas muy sencillas, muy precisas; otras de ideas o conceptos. Incluso puede aparecer a partir del artículo de un periódico. Lo que ocurre a veces es que una película termina explicándome un poco la precedente. Mi ópera prima, O Fantasma, comenzó a tomar forma a partir de los trabajadores dedicados a recolectar la basura. Era algo que siempre me llamó la atención. ¿Quiénes son esas personas que no se suelen ver? Ellos son un poco los fantasmas de la ciudad, que están pero no miramos. Casi que evitamos hacerlo. Comencé a investigar y a entrar en contacto con ellos; les pedí permiso para seguirlos y eso hice durante tres meses, dos veces por semana. Sin hacer muchas preguntas, sólo observando. Lo que me interesaba era el trabajo, más que los personajes. Lo que hacían, las rutas que seguían todas las noches. En el caso de Odete, lo que me llamó la atención fue la lectura de una nota en el diario sobre embarazos psicológicos. Me pareció un tema casi cronenbergiano, algo que produce la mente pero termina generando una respuesta física. Esa fractura me interesaba y comencé a investigar con médicos. Es algo más del siglo XIX o comienzos del XX, porque luego, con el psicoanálisis, dejó de ser un fenómeno usual.
–Casi todas sus películas transcurren en Portugal, con la notoria excepción de La última vez que vi Macao.
–Luego de tres largometrajes centrados en Lisboa se produjo ese viaje al territorio chino. El codirector, João Rui Guerra da Mata, vivió allí y eso fue un punto de partida lógico. Luego viene El ornitólogo, que es un poco volver a un camino que podría haber sido el mío, de no haber sido director de cine. Estudié biología, aunque nunca terminé la carrera, y quería ser ornitólogo, así que, de alguna manera, fue un poco volver al inicio del inicio.
–Hay allí un tema interesante. Suele decirse que la ciencia dura y la creatividad están reñidas. ¿Cree que eso es así o, por el contrario, lo considera un lugar común?
–Creo que en ambas existe una metodología compartida y una creencia en los hechos. No suele gustarme el cine excesivamente subjetivo, el cine que quiere estar dentro de la mente de alguien. Por eso me gusta tanto el francés Robert Bresson, alguien que filmaba lo que estaba delante de la cámara. La trascendencia está, desde luego, pero se logra a partir de las imágenes y sonidos como entes físicos. La cámara es un aparato objetivo que captura imágenes objetivas. Creo que eso viene un poco de haber estudiado una carrera científica, como el resto de mi familia: mis padres son físico–químicos. Cuando tenía ocho años mi papá me regaló unos binoculares y a eso me dediqué durante mucho tiempo, a intentar clasificar lo que miraba. El cine requiere de cierta precisión y creo que en esta era digital, como existen tantas posibilidades, se ha perdido un poco el concepto de lo que se quiere filmar, dejando que el descubrimiento surja durante el rodaje.
–En una entrevista declaró que consideraba necesario filmar más los cuerpos y menos las palabras. ¿Sigue pensando de esa forma?
–Lo que he aprendido es que no hay una regla y tal vez en el futuro me interese hacer una película con muchas palabras. Creo que lo más importante para mí es la certeza de que no me interesa tener un estilo. He notado que muchos realizadores, sobre todo en el cine contemporáneo –y me refiero a directores que me gustan mucho– han encontrado una forma de hacer las películas y, a partir de ese momento, las hacen siempre de la misma manera. Y a mí no me interesa estar siempre diciendo lo mismo. El cine de Tsai Ming–liang me gusta mucho, pero creo que ha comenzado a repetirse demasiado. Por eso el cine estadounidense clásico, incluso hasta los años 70, es algo incomparable. El cine nació como un arte popular, un arte de feria, y esa relación con el público tiene que existir. Hay algo muy directo y sencillo que en el cine debería ocurrir siempre. Yo intento que pase, aunque quizás luego no se dé. En el período clásico estaban obligados a filmar mucho y hacían películas de manera veloz. Yo estoy harto de hacer una cada cinco años, por eso ahora estoy intentando tener proyectos en diversas etapas de producción, escritura y búsqueda de financiación. Hay una energía, que creo es la que me hace vivir, una energía anormal, que sólo tengo cuando estoy filmando. No se trata de algo esotérico, es algo muy físico. Quizás por eso he hecho también tantos cortos y, aunque algunos fueron por encargo, siempre los tomé como si la idea fuera mía. Algo es seguro: para hacer una película siempre tengo que desear hacerla.
Las historias de João Pedro Rodrigues pueden ser descriptas de manera sencilla, pero las películas en sí mismas suelen ser mucho más que la simple descripción de las respectivas tramas. El viaje de transformación de la protagonista de Morir como un hombre, la búsqueda de algo inasible en la laberíntica ex–colonia portuguesa en La última vez que vi Macao, la conversión casi metafísica del protagonista de El ornitólogo. Al realizador, sin embargo, no le gusta entrar en detalles demasiado conceptuales. “No tengo una aproximación teórica al cine. A veces leo textos sobre mis películas que, realmente... casi que no los entiendo. No me siento un teórico y no me interesa. Para hacer cine hay que tener una suerte de intuición que, paradójicamente, es aprendida. No creo en la inspiración, aunque seguramente ha habido y habrá genios que se sientan a escribir o a pintar así, de golpe. Yo no consigo hacerlo y creo que la inspiración debe surgir del trabajo. Por eso es tan particular la enseñanza artística, es siempre un problema. ¿Cómo se enseña a crear? En todo caso, se pueden enseñar técnicas. Por eso me gusta que se aprenda a pintar a partir del dibujo, mirando en vivo un objeto o sujeto. Con la cámara ocurre algo similar, hay algo importante que es mirar un cuerpo, un paisaje, un perro, una naturaleza muerta.
–Hay un elemento trascendente en su cine que podría considerarse religioso. Usted, sin embargo, es ateo. ¿Está de acuerdo con la idea de que muchas de las películas religiosas más profundas y complejas fueron realizadas por cineastas no creyentes?
–Alguien como Pier Paolo Pasolini o Luis Buñuel, por ejemplo.
–O Carl Dreyer. Quien era, al menos, agnóstico.
–Desde luego. Aunque me siento más cerca de los otros dos, tal vez por ser europeos del sur. Hay algo en Dreyer muy del norte, además de que los protestantes tienen sus particularidades. Nunca tuve una educación religiosa pero tampoco es una cosa que me cause rechazo. Creo que aprendí ciertas cosas ligadas a la trascendencia mirando pinturas. Y la pintura que más me gusta es aquella que va del siglo XIV al XVII. Por supuesto hay cosas producidas luego que me gustan mucho. Y también hechas antes, como la pintura prehistórica, que me parece increíble. En las imágenes de los hombres de las cavernas hay un misterio: no se sabe bien por qué hacían eso. Hay algo ceremonial en esas imágenes. Si hablamos de San Antonio, que es el objeto de atención en El ornitólogo, en una pintura de él se puede contar casi toda su historia. En una sola imagen. Creo en la idea de que cada imagen en una película debe añadir un sentido. Hoy en día hay películas que contienen imágenes que no sirven para nada y que quizás hubiera sido mejor quitarlas. Justamente, Dreyer decía que montar un film no es añadir sino retirar, para encontrar lo que es realmente esencial.
–La idea de transformación está presente en casi todos sus films, aunque nunca es claro si se trata de un cambio total o de un simple tránsito.
–Creo que fui yo quien comenzó a decir que mis películas hablaban de ciertas metamorfosis, pero lo hice porque alguien más lo había escrito (risas). Esa no era la idea cuando comencé a hacer cine, al menos no era una idea clara. Al mismo tiempo, un personaje es alguien que evoluciona, que cambia. Y si cambia entonces puede hacerlo de forma más radical. Quizás el más extremo es el caso de El ornitólogo, donde cambia el actor que interpreta al protagonista. Pero en el fondo todo eso viene del héroe clásico de la tragedia griega, que debe pasar una etapa para transformarse en otro.
–¿Cree que el cine puede o debe ser trascendente?
–Creo que cuando se quiere ser trascendente de manera muy consciente casi nunca se logra serlo. Es como cuando un artista piensa demasiado que es un artista. Hacer arte o ser artistas es similar a lo que hace un artesano, ya sea que fabrique muebles o tacitas. Es trabajar con las manos. El músculo del cerebro es como el de las manos. Si hay demasiada pretensión... Hay excepciones, claro: en Orson Welles había una pretensión muy grande, aunque al mismo tiempo le gustaban cosas muy sencillas. Le gustaba comer. Me resulta sospechosa una persona a la cual no le gusta comer.